A los seis meses de su comienzo, el gobierno de Javier Milei todavía está recorriendo, como era de esperarse, la empinada curva de aprendizaje que lo esperaba el 10 de diciembre de 2023. Este recorrido puede interpretarse como el aprendizaje, por parte de un gobierno minoritario con un personal político inexperto, acerca de cómo llevar adelante un profundo ajuste económico amparado casi exclusivamente en un consenso social. Una interpretación posible del recorrido sostiene que un presidente con preferencias extremas y sin experiencia política ni de gestión intentó en principio imponer su voluntad sobre un Congreso dominado por la oposición, al fracasar en ello habilitó una serie de negociaciones que no han terminado de rendir frutos y, como consecuencia, su gestión está empantanándose entre una política económica inconsistente y una organización del Gobierno plagada de ineficiencias y problemas de coordinación.
Esta interpretación es, ciertamente, plausible. La Ley Bases tiene altas chances de regresar con modificaciones a la Cámara de Diputados, que por su parte acaba de aprobar una fórmula de movilidad jubilatoria más costosa que la usada por el Gobierno, con una mayoría tal que sugiere la posibilidad de una insistencia efectiva contra un veto presidencial. En simultáneo, el gabinete económico ha reprogramado en varias oportunidades los aumentos de tarifas de servicios públicos, con lo cual retrasa también el alineamiento de precios relativos necesario para encarar de manera sostenible una estabilización macroeconómica, y demora la salida del cepo cambiario, que, por otra parte, se complica bajo el esquema de crawling peg de 2% mensual, el cual tiende a desalentar las liquidaciones de divisas de los exportadores y profundiza la recesión, de la que sería difícil salir sin un rumbo claro hacia la estabilización, que requiere precisamente resolver, de alguna manera, los problemas tarifario y cambiario.
Es también plausible explicar estos resultados por la combinación entre las preferencias extremas y la inexperiencia del presidente.
Es también plausible explicar estos resultados por la combinación entre las preferencias extremas y la inexperiencia del presidente, que en este argumento habría conducido a priorizar la defensa de su agenda reformista a conceder en su contenido como precio para iniciar su concreción efectiva, y atrapado por ello en su propio fracaso habría debido restringirse a implementar su programa con medidas administrativas que, por las limitaciones de su status legal, resultan insuficientes para poner en marcha una política de estabilización consistente.
Pero esta interpretación no alcanza a explicar ciertos puntos importantes. ¿Por qué el Gobierno decidió enviar una ley ómnibus con un programa tan ambicioso de reformas tan extremas cuando sabía desde el comienzo que su minoría legislativa no le permitiría obtener la sanción del Congreso? ¿Por qué emitió un decreto de necesidad y urgencia no menos ambicioso y extremo cuando también sabía desde el principio que esa misma condición minoritaria incrementaba estructuralmente las chances de que el decreto fuera rechazado por las Cámaras? ¿Por qué decidió retirar el proyecto de ley durante su votación en Diputados? ¿Por qué anunció y postergó, y volvió a postergar los aumentos de tarifas cuando sabía desde el principio que su implementación de shock no era viable? ¿Por qué estableció y decidió sostener un crawling peg calibrado a una velocidad manifiestamente más baja que la generada por la devaluación en la tasa de inflación y en la evolución de los costos? En el marco de esta interpretación, todos estos habrían sido errores no forzados generados por la inexperiencia y el dogmatismo ideológico.
Sin embargo, así como las inconsistencias de un sistema axiomático pueden resolverse desde otras perspectivas teóricas y las ambigüedades en el uso del lenguaje pueden elucidarse desde otros juegos de lenguaje, los errores y las inconsistencias del gobierno pueden explicarse desde otras claves de interpretación. Acá se trata de analizar la gestión como un experimento posibilista. Como en todo experimento, hay ensayos y errores, pero también teorías e hipótesis que confieren a esos ensayos y errores alguna racionalidad.
Dos opciones estratégicas
Un gobierno estrictamente minoritario como el de Milei, cuyo contingente legislativo no alcanza para sostener un veto presidencial ni proteger al presidente del juicio político, tenía dos opciones estratégicas para encarar negociaciones legislativas: enviar iniciativas cuyo contenido coincidiera con el preferido por el votante mediano de las Cámaras, y que por ello fueran difíciles de rechazar por el Congreso; o enviar iniciativas de contenido extremo y testear hasta dónde los legisladores podían aceptar ese contenido. La primera opción indicaba una elevada disposición a negociar, pero sólo podía funcionar si el Gobierno, que en política económica tiene preferencias fuertemente distantes de las del votante mediano de la Cámara, estaba efectivamente dispuesto a dejar de lado esas preferencias a favor del statu quo. La segunda opción indicaba, en principio, una baja disposición a negociar, y por consiguiente escasas chances de conseguir aprobación del Congreso, pero mantenía claramente diferenciada y consistente la agenda del Ejecutivo, y al hacerlo señalizaba a los legisladores que si ellos efectivamente querían cooperar, debían hacerlo acercándose a las preferencias del presidente.
En estos meses, la estrategia del Gobierno pasó de la segunda a la primera de estas opciones. Si hubiera procedido al revés, es altamente probable que tanto el DNU 70/23 como la Ley Bases habrían recibido aprobación legislativa durante las sesiones extraordinarias del verano, pero al precio de conceder en aspectos significativos de la agenda reformista. Al recorrer esta secuencia, el Gobierno debió conceder en algunos puntos significativos de su agenda, pero logró también que las principales concesiones tuvieran lugar más cerca de las preferencias del Presidente que de las del votante mediano de las Cámaras.
El Gobierno logró también que las principales concesiones tuvieran lugar más cerca de las preferencias del Presidente que de las del votante mediano de las cámaras.
No hay, en ello, ninguna novedad. Tal como ha mostrado la literatura sobre el tema, los legisladores argentinos modifican los proyectos de leyes fiscales e impositivas del Poder Ejecutivo de manera tal de mejorar la posición financiera de los gobiernos provinciales y de proteger o expandir los beneficios sectoriales localizados en sus distritos. Y esto es precisamente lo que ha ocurrido con los cambios introducidos al paquete fiscal: se aumentó la base de recaudación de Ganancias, pero se mantuvieron los tratamientos diferenciales para algunos sectores y regiones; se estableció el régimen de incentivos para actividades mineras y petroleras, pero con cláusulas protectivas para proveedores locales; se delegaron facultades al Ejecutivo para modificar tasas de ciertos impuestos, pero se mantuvieron los regímenes impositivos especiales de Tierra del Fuego y la promoción industrial. Esto había ocurrido, en términos prácticamente idénticos, a propósito de las principales reformas impositivas desde 1983, como las que acompañaron el lanzamiento del Plan Austral, de la convertibilidad, de la respuesta al efecto Tequila en 1995, en la Reforma Tributaria de 1998, el paquete fiscal de la Alianza en diciembre de 1999 y el programa de estabilización posterior al colapso de la convertibilidad.
¿Fue, entonces, un error esa secuencia estratégica que comenzó proponiendo iniciativas extremas para terminar negociando un contenido no demasiado diferente del que otros gobiernos consiguieron en contextos de crisis económica? El análisis de las alternativas disponibles sugiere que, invirtiendo la secuencia, los costos de transacción habrían sido menores, pero los costos sustantivos habrían sido mayores. Para un gobierno que eligió privilegiar el contenido de su agenda, entonces, la secuencia parece haber sido adecuada.
¿Por qué el Gobierno eligió priorizar el contenido de su agenda reformista a la señal de viabilidad política?
Pero cabe preguntarse por qué el gobierno eligió priorizar el contenido de su agenda reformista a la señal de viabilidad política. ¿Fue una decisión guiada por la convicción ideológica, como podría pensarse leyendo literalmente la retórica presidencial, o por un voluntarismo extremo atribuible a la inexperiencia política? Estas explicaciones, prevalecientes en la interpretación de estos seis meses como una sucesión de errores, tienen también cierta plausibilidad: la retórica presidencial está tramada por fuertes convicciones ideológicas; el equipo de gobierno, con escasas excepciones, carece de experiencia política; y el voluntarismo tiende a predominar cuando ése es el caso. Pero, de nuevo, estas explicaciones no son consistentes con otras decisiones relevantes que un Gobierno convencido de llevar a cabo un shock neoliberal no tomaría, como las sucesivas postergaciones de los aumentos tarifarios y el esquema cambiario que tiende a la apreciación.
Líneas de menor resistencia
La explicación alternativa es, otra vez, la experimentación posibilista: el Gobierno está intentando identificar dónde están las líneas de menor resistencia para tratar de avanzar su programa a través de ellas. Tampoco en esto hay nada novedoso. Por un lado, porque es exactamente lo que tanto la literatura especializada como la experiencia concreta sobre programas de estabilización ha mostrado hacen todos los gobiernos que se proponen estabilizar: ponen en marcha medidas de ajuste de tipo general para testear qué sectores se movilizan para resistirlas, cuán contundente, organizada y políticamente popular es su movilización, y de qué manera esa movilización podría ser neutralizada sin comprometer los objetivos principales de la estabilización. Por eso es que el Gobierno aprovechó el desorden de la transición para bloquear la aprobación del Presupuesto y afectar a todos los sectores ajustando el gasto por inflación, y luego se dedicó a contener a los mejor organizados y a rechazar las demandas de aquellos con poca o nula organización –como los jubilados– hasta que uno de ellos, el universitario, se reveló como políticamente amenazante, pero para entonces el costo de conceder a sus demandas ya no comprometía el objetivo del superávit fiscal.
Por otro lado, porque en la estrategia desplegada para identificar las líneas de menor resistencia, el Gobierno no sólo ha conseguido revelar qué tipos de antagonistas tiene enfrente sino también qué tipo de contendiente es él mismo. Al poner en marcha un shock de ajuste fiscal y desregulatorio, y sostenerlo –al menos durante las sesiones extraordinarias– contra los cambios demandados por la oposición, los sindicatos y los empresarios, el Gobierno fue construyendo una reputación basada en el compromiso con los objetivos (justamente) fiscales y desregulatorios de su programa. Y a la vez mostró su disposición a flexibilizar esa dureza a propósito de otros objetivos, los de alineamiento de precios relativos y liberación cambiaria, precisamente porque enseguida encontró que allí estaban localizadas las líneas de mayor resistencia: los aumentos de tarifas, tanto por la oposición mayoritaria que suscitan como por las dificultades técnicas para subsidiar de manera adecuada la demanda, y las restricciones monetarias y financieras al levantamiento del cepo cambiario, por los riesgos de crisis bancaria e hiperinflacionaria asociados a ignorarlas. Por eso, el gobierno ha venido postergando los aumentos de tarifas y modificando su diseño, a la vez que sosteniendo y en algunos aspectos ampliando las restricciones cambiarias.
Si este experimento en el que ha consistido hasta ahora el gobierno de Milei puede ser caracterizado como posibilista es porque, a diferencia de lo que su retórica podría sugerir, quienes lo conducen han aprendido que su trabajo consiste, fundamentalmente, en el arte de identificar las oportunidades para construir lo posible y tratar de aprovecharlas. Nada de ello implica, sin embargo, que el experimento vaya a funcionar, pues aun cuando puedan ser políticamente consistentes, las inconsistencias económicas existen, sus costos se manifiestan y el apoyo social en que el Gobierno se sostiene puede entonces flaquear. Pero significa que, si ello ocurre, no ha de ser tanto por la inexperiencia y las preferencias extremas de los gobernantes sino porque, como también ha acontecido ya muchas veces, acá y en todas partes, avanzar por las líneas de menor resistencia puede en ocasiones no conducir a la victoria sino a un laberinto sin salida.
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