En su discurso del mes pasado en la Universidad Nacional del Chaco Austral, la vicepresidenta se explayó en los orígenes dieciochescos de nuestro sistema de gobierno, como una forma de cuestionar la división de poderes. La alocución no fue novedosa ni sorprendente. Sabido es que a Cristina Kirchner le gusta la historia, tanto como le disgusta la democracia liberal. Como ella bien comprende, el pasado es un recurso útil y poderoso para impugnar o respaldar el presente. Después de todo, la política de hoy es la historia de mañana. ¿Qué mandatario no quiere verse reflejado en las grandes gestas o personalidades del pasado? ¿Cuál de ellos no aspira a quedar en la historia a lo grande? La mayor parte de los presidentes argentinos han buscado la refundación del sistema político o la construcción de un legado para la posteridad, sea en forma de un partido político, un movimiento popular o un modelo económico. Será por eso que a ciertos presidentes les gusta hablar de historia.
Ahora bien, si Mitre y Perón lo hacían escribiendo libros, Cristina pronuncia discursos. Al estudio y a la comprensión de éstos está dedicado el reciente libro de Camila Perochena, Cristina y la Historia. El kirchnerismo y sus batallas por el pasado (Crítica, 2022). Adaptación de su tesis de doctorado en Historia (UBA), el libro analiza los 1592 discursos de Kirchner durante sus dos presidencias, así como la obra de revisión histórica que favoreció desde el Estado, a partir de los museos, los lugares de la memoria, el manejo del espacio público y las celebraciones del Bicentenario. De este modo, la autora trata de dilucidar qué estrategias de la memoria puso en marcha el gobierno de Cristina, con qué medios lo hizo y qué nos puede decir de su comprensión de la política del presente, con el afán de comprender la reconstrucción de la historia argentina que hizo el kirchnerismo, entre 2007 y 2015, como uno de sus instrumentos fundamentales de la batalla cultural y de la consolidación de una identidad política y de una narrativa nacional.
La batalla cultural
“Usted sabe que los pueblos felices no tienen historia”, escribió Sarmiento en una carta de 1862, al entonces presidente Mitre. Por supuesto, la frase del sanjuanino no era una invitación a la amnesia general, sino una referencia a la vida apacible de su provincia y una forma de comprender la historia como un relato de conflictos y movimientos políticos. Muy lejos del “loco” Sarmiento, Cristina parece interpretar la naturaleza de la historia de igual manera. “Todo es política” para el kirchnerismo. De acuerdo con Perochena, la entonces presidenta halló en la historia argentina un campo de batalla idóneo para demonizar a los enemigos del presente y enlazar a su proyecto con sus héroes predilectos del pasado, y así consolidar una identidad política, legitimar las medidas de su gobierno y construir un legado en la memoria de los argentinos, de acuerdo con su visión agonista de la democracia.
De este modo, las inclinaciones de Cristina a historiar en sus discursos y en su política cultural no se habrían debido solamente a sus gustos personales o a una pretensión de intelectualidad, sino que, en la mentalidad de la presidenta, “las disputas por las representaciones del pasado forman parte de las luchas por el poder, por la legitimidad y por el reconocimiento”. Vale aclarar que el motor del libro no es emitir juicios de valor acerca de la política cultural de los gobiernos de los Kirchner, ni acerca de sus miradas de la historia, sino tratar de comprender una presidencia que, en la opinión de Perochena, superó en intensidad a cualquier otra de sus predecesoras en la instrumentalización del relato histórico.
En su análisis de las narrativas desplegadas desde el poder, Perochena reconoce las consecuencias de las variables económicas y los compromisos políticos en la construcción y los vaivenes del relato kirchnerista. La autora explica cómo el agotamiento económico del modelo inaugurado en 2003, los conflictos políticos con el campo, los medios y la Justicia y las derrotas electorales de 2009 y 2013 deslizaron a Cristina hacia una mayor radicalización, que se vio reflejada en sus alusiones a la historia argentina, como un modo de cavar fronteras ideológicas más profundas. En palabras de Perochena, “se ponía así en evidencia la productividad de la polarización: a más enemigos, más identidad”. La autora sostiene que, si Néstor Kirchner se presentaba como el presidente de la reconstrucción, lo hacía en claro repudio al pasado reciente del menemismo y en un intento de construir un espacio transversal. En cambio, a partir de 2008 y, más marcadamente, tras la muerte del patriarca familiar, Cristina amplió los pasados repudiados e intensificó el recurso a la historia, ya que, con el principio de la grieta, la carrera de medidas estatistas del gobierno (Aerolíneas Argentinas, Fútbol para Todos, estatización de YPF y las AFJP) y leyes como la Asignación Universal por Hijo, la Ley de Medios y la ley de “democratización” de la Justicia, debían ser legitimadas con el manto histórico de la tradición nacional y popular. “La ‘batalla cultural’ hacía inteligibles las batallas en otros planos. Se necesitaba una ‘visión del mundo’ o un marco de interpretación que permitiera explicar los aciertos y los fracasos del gobierno, como también el rumbo a seguir”, dice Perochena. En la estrategia kirchnerista, la clave era una reescritura del pasado: una nueva historia oficial.
En la estrategia kirchnerista, la clave era una reescritura del pasado, una nueva historia oficial.
A lo largo de todo el libro, la autora logra contextualizar al lector con los procesos históricos mencionados por Cristina en sus discursos, desde la Revolución de Mayo hasta hoy. A su vez, la obra cuenta con la justa y necesaria carga teórica, la cual, sin caer en la pedantería o el lenguaje enrevesado, logra introducir eficazmente temas y conceptos que podrían ocupar capítulos enteros, como el populismo, la revolución, el análisis del discurso, historia y memoria y las corrientes historiográficas argentinas. Al respecto, como bien afirma Perochena, la visión de la historia que Cristina apoyó e hizo suya no tiene nada de novedosa. Se trata del viejo revisionismo histórico de la izquierda nacional, elaborado en los años ’60, durante el exilio de Perón. En su ataque a la historia liberal canónica, sus temas, esgrimidos durante los últimos 60 años, han sido los mismos: el nacionalismo, el antiimperialismo, la Patria Grande, las clases populares y el cuestionamiento al liberalismo como modelo político y económico. Como escribió Tulio Halperín Donghi, la finalidad del revisionismo histórico no es un intento por comprender y explicar el pasado, sino una “tentativa de ofrecer el aval de la historia para la crítica de la Argentina del presente”. Con Cristina Kirchner, los revisionistas encontraron apoyo estatal y reconocimiento institucional, a partir de la intervención personal de la ex presidenta en los guiones de los museos de historia, los programas y documentales en los canales de televisión del Estado, la creación del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Manuel Dorrego y la sanción de nuevas fechas patrias, como la conmemoración de la batalla de la Vuelta de Obligado y el encumbramiento de Juan Manuel de Rosas al panteón nacional.
La revolución inconclusa
Siguiendo los estribillos del revisionismo izquierdista, además de la intensa identificación con Rosas, Cristina apeló a los ideales revolucionarios como núcleos de su política social y económica. La doble operación es llamativa si se ve en Rosas al restaurador del orden y de las buenas costumbres, el hombre que llegó para cerrar el capítulo revolucionario. Lamentablemente, Perochena no ahonda mucho más en esta gran contradicción del revisionismo histórico y se comprende que no lo haga, dado que se trataría de un estudio historiográfico que excedería a los objetivos de su tesis.
La autora sostiene que el kirchnerismo siempre comprendió a la política como “un gesto revolucionario que implica llevar la voluntad más allá de los límites impuestos por las circunstancias”. De ahí que Cristina se viese como la encargada de completar los objetivos “inconclusos” de los hombres de Mayo. Capturando el mensaje del primer peronismo de que, en 1810, se obtuvo la independencia política y, en 1946, la independencia económica, la presidenta daba a entender que, en realidad, esta última no había sido enteramente lograda, de modo que sería el rol del kirchnerismo recuperar y defender la soberanía en todas sus dimensiones y, además, avanzar hacia la otra asignatura pendiente del devenir histórico argentino: la igualdad social. Apelando a una revolución igualitarista y a la lucha antiimperialista, Cristina trazaba un puente entre los revolucionarios de 1810, la militancia juvenil de la década de 1970 y su propio gobierno. En esta narrativa, organizaciones como la Juventud Peronista y Montoneros eran continuadores de la obra de Mayo o, tal vez, la obra de Mayo era tergiversada para amalgamarse con las aspiraciones de los jóvenes setentistas. Como fuese, Perochena demuestra que los discursos de Cristina y las narrativas de sus espacios de la memoria sacralizaron a los combatientes, evitando cuestionar sus responsabilidades en la violencia de la época, así como colocaron a la voluntad revolucionaria por encima de la ley y del interés general.
En Cristina hay mucho setentismo y Revolución, pero menos peronismo del aparente.
De este modo, en Cristina hay mucho setentismo y Revolución, pero menos peronismo del aparente. Según Perochena, dado que el kirchnerismo no puede cortar definitivamente con las liturgias y símbolos peronistas, las actitudes de Cristina hacia el peronismo han sido sinuosas y contradictorias, queriendo inscribirse en él, al mismo tiempo que superarlo, y haciendo grandes esfuerzos retóricos para lidiar con pasados incómodos, como el golpe militar de 1943 o el gobierno de 1973-1976. En este recorrido serpenteante, la autora reconoce que las narrativas de Cristina hacia el peronismo clásico han estado vinculadas al plano de la política presente, en el cual las relaciones entre la presidenta y el PJ, desde la muerte de Néstor, han sido de desconfianza y casi hostilidad. En la dimensión simbólica e histórica, aunque reconoció siempre los postulados principales de la doctrina justicialista, las preferencias de Cristina por el carácter emocional de Eva Perón, las ideas de izquierda y su vocación refundadora la colocaban en una relación tirante con el “pejotismo”. En todo caso, Perochena ve en la ampliación de la instrumentalización de la historia por parte de Cristina una manera de diluir la matriz revolucionaria del primer peronismo, al insertarla en una larga tradición de héroes nacional-populares, como Belgrano, San Martín, Rosas, Yrigoyen, Perón y Eva, quienes, si no pudieron concluir la revolución política con la revolución igualitaria, fue debido a las tramas sombrías de los enemigos del campo nacional y popular.
“Muchos creen que el pasado económico que asoló la Argentina, que quebró industrias, que quebró industriales, que dejó a millones de personas sin trabajo, sin educación, pasó definitivamente. Y yo digo que no, que siempre está a la vuelta de la esquina”. Estas palabras de Cristina, citadas por Perochena, son de 2013, pero podrían haber sido dichas ayer. Según la historiadora, el kirchnerismo siempre asoció las crisis argentinas a determinados momentos oscuros, producidos por un conjunto de fuerzas ocultas, internas y externas, que venían a interrumpir los días felices. Siguiendo la línea interpretativa de François Furet sobre la Revolución Francesa, Perochena explica que la idea del “complot aristocrático” hacía del enemigo una potencia abstracta y siempre amenazante, frente a la fragilidad del campo democrático, que permitía justificar la concentración de poder en el Ejecutivo, la censura, la leva general y las ejecuciones de los enemigos del bien público. Salvando las enormes distancias con la república jacobina, en pos de la batalla cultural el kirchnerismo también construyó sus propios complots y demonizó a la tradición liberal, torciendo el relato histórico para asociar a las fuerzas oscuras con los actores políticos y sociales que constituían la oposición a su gobierno y para fortalecer las fronteras ideológicas e identitarias de su núcleo de seguidores. De ahí, la confusa amalgama de la línea histórica entre Rivadavia, los unitarios y los antirrosistas, la Generación del ’80, las dictaduras militares, el antiperonismo y los agentes del neoliberalismo.
De acuerdo con Perochena, es en la simpleza diáfana del relato revisionista, el cual plantea una lucha entre fuerzas del bien y el mal, entre pueblo y oligarquía, que reside el secreto del éxito kirchnerista en amplificar su interpretación de la historia en el sentido común de los argentinos. En la narrativa de Cristina, si en el pasado las fuerzas antidemocráticas golpeaban los cuarteles, en el presente simulan competir en el campo cívico, pero son igualmente destituyentes. Perochena argumenta que, a partir de esta visión del adversario en democracia, Cristina elaboró el guion revolucionario de un kirchnerismo que, en 2003, llegaba para cumplir su misión de restaurar el rol del Estado, la autonomía nacional, la vocación latinoamericana y la democracia real tras más de tres décadas de “democracia tutelada” por la colonización cultural neoliberal, desde Martínez de Hoz, pasando por Alfonsín, Menem, De la Rúa y el propio Duhalde. A través de esta operación, el 2001 era erigido en un lugar de la memoria que, como catástrofe que probaba las crueldades del neoliberalismo, legitimaba el nacimiento del kirchnerismo y permitía obviar las condiciones previas de la pareja gobernante.
La disputa por la memoria
Según la autora, para el kirchnerismo, la memoria fue un imperativo moral y un deber cívico. De ahí la construcción de nuevos museos, el reemplazo de monumentos y el cambio de nombres de calles, plazas y edificios públicos, para amoldarse mejor a la noción histórica del revisionismo. Con todo, Perochena explica que el empeño de Cristina en reformular la memoria colectiva no deja de insertarse en un contexto más general del boom de la memoria en Occidente, iniciado en las últimas décadas del siglo XX y vigente hasta hoy. Tal fenómeno ha consistido en una reconfiguración de la concepción del tiempo histórico, producida por la incertidumbre respecto al futuro, a raíz del fracaso del socialismo real, así como en una revisión historiográfica de muchos de las narrativas de la posguerra en las sociedades europeas y norteamericanas. El proceso podría ser replicado en la Argentina, en donde en las últimas décadas “la incertidumbre del porvenir tendría como contracara un vuelco hacia el pasado y la ‘ola memorial’”. Ahora bien, si Perochena reconoce que el kirchnerismo, al menos hasta 2015, tuvo una narrativa de futuro prometedor, no parece aclarar si la revisión histórica en países como Alemania o Francia fue conducida con ánimos partisanos de consolidar un proyecto político, o si fue realizada para superar los relatos canónicos y dar luz a la verdad histórica.
De todos los imaginarios de la memoria reciente, la guerra de Malvinas fue el más difícil de manejar para la narrativa kirchnerista. Perochena plantea el problema de la siguiente manera: “¿Cómo compatibilizar la reivindicación nacionalista de la ‘causa Malvinas’ con la defensa de los derechos humanos y los cuestionamientos a la dictadura?” Según la autora, el modo que encontró Cristina de lidiar con esta tensión y con las pujas entre los diversos relatos explicativos del conflicto fue hacer de Malvinas una causa justa y sagrada para la soberanía argentina, al mismo tiempo que condenaba la guerra injusta de la Junta Militar. En otras palabras, separar el heroísmo de los combatientes y la justicia de los derechos argentinos de la aventura irresponsable de Galtieri y compañía. La estrategia fue “malvinizar” el discurso presidencial y las posturas del Estado argentino en política exterior, diluyendo las contradicciones con la reivindicación nacionalista de los militares e insertando la disputa por las islas en una memoria de dos siglos de batallas por la soberanía nacional. De esta manera, la presidenta hacía de Malvinas una estación más en la larga lucha antiimperialista del campo nacional y popular contra el Imperio británico. El relato está lleno de inconsistencias, pero fue eficaz para tornar la cuestión Malvinas, como herencia de la dictadura, en parte de la narrativa patriótica y reinstalarla en el inconsciente colectivo como una causa justa y una memoria irrenunciable.
La predicadora de la historia
Las fiestas del Bicentenario fueron, de acuerdo con Perochena, el momento más álgido e intenso para el kirchnerismo en su instrumentalización de la historia. Durante y después del 2010, Cristina se convirtió en la “predicadora” de un nuevo-viejo relato nacional. Para el estudio de esta escenificación de la historia, Perochena también conversó con Javier Grosman, director de la Unidad Ejecutora Bicentenario y figura clave en todos los rituales políticos organizados por el kirchnerismo entre 2010 y 2015. En palabras de Grosman, todo gobierno debe tener en su relato “épico, ético y estético” como una forma de contarle a la sociedad cuáles son “las utopías, los proyectos, las esperanzas, los ideales” que propone. Después de todo, en la era contemporánea las fiestas políticas han ocupado un lugar análogo al de los rituales religiosos en el rol de movilizadores de la ciudadanía y facilitadores de sentido social, identidad y legitimidad. Desde este punto de vista, Perochena considera que Cristina captó a la perfección la dimensión simbólica y emocional de ejercer el poder y de conformar identidades colectivas a partir de la historia y de la memoria. Una tarea bien capitalizada por todos los populismos y que el liberalismo político ha tendido a abandonar en pos de la racionalidad administrativa y el gobierno de las cosas, como dice el escritor mexicano Jesús Silva-Herzog Márquez, citado por Perochena. Puesto simplemente, ¿qué lema puede levantar más puños en el aire?: ¿“Memoria, Verdad y Justicia” o “Paz y Administración”? La respuesta parece obvia.
Las fiestas del Bicentenario fueron pensadas como un momento de movilización emocional idóneo para narrar la versión de la historia afín al pensamiento de Cristina.
De acuerdo con esta concepción, las fiestas del Bicentenario fueron pensadas como un momento de movilización emocional idóneo para narrar la versión de la historia afín al pensamiento de Cristina. En la narrativa desplegada en las celebraciones y en los desfiles, Perochena comprende un intento expreso por romper con las celebraciones del Centenario de 1910, el país “para unos pocos” y el mito de la Argentina blanca y de raíces europeas. A su vez, una reivindicación de los héroes predilectos del revisionismo histórico, por medio de las escenificaciones del Éxodo Jujeño, el Cruce los Andes y la Vuelta de Obligado. Todo se realizó en un marco urbano rediseñado, con fines simbólicos y pedagógicos, y con fuerte presencia de imágenes populares. En síntesis, las representaciones del Bicentenario reforzaban el carácter nacional y popular de la historia argentina, sustituyendo una versión del pasado por otra. Como sostiene la autora, la decisión de plantear la batalla cultural en estos términos, con todos los recursos de poder del Estado, tiene consecuencias en el presente, en los modos que la sociedad piensa, recuerda y negocia su memoria colectiva y su concepción de la temporalidad. Perochena no atraviesa el umbral autoimpuesto como historiadora estudiosa del pasado, no explica tales consecuencias sociales o políticas en nuestro tiempo presente, dejándonos con el interrogante. Tal vez haya que interpretar los resultados electorales de 2015 a 2021, la polarización de la sociedad y el griterío permanente de la política, para constatar los efectos de la batalla cultural y de la politización de la memoria. Seguramente, las respuestas sean múltiples y dependan de qué lado de la “grieta” se halle el observador.
En todo caso, entrar en tal debate no es la finalidad de Cristina y la Historia, un muy buen libro de fácil lectura, rigor académico y, sobre todo, respetuoso con su materia de estudio y con la protagonista del drama. A partir de su exhaustivo estudio de las narrativas del kirchnerismo, Camila Perochena logra explicar la manera por la cual Cristina comprendió y utilizó la historia como un instrumento de acción política y como un tribunal supremo que juzga las cosas de los hombres de ayer y de hoy, por encima de la ley positiva. Leídas sus páginas, la respuesta de Cristina ante los Tribunales Federales, en diciembre de 2019, con la cual Perochena inicia su libro, cobra pleno sentido: “He elegido la historia antes de que ellos me declaren absuelta. A mí me absolvió la historia y me va a absolver la historia. Y a ustedes, seguramente, los va a condenar la historia”.
CRISTINA Y LA HISTORIA
El kirchnerismo y sus batallas por el pasado
Camila Perochena.
Crítica, 2022.
248 páginas. $2300.
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