IGNACIO LEDESMA
Domingo

¡Son otros modelos de negocios, presidente!

Un documental sobre la frustrada Superliga Europea es un punto de partida para entender los conflictos de organización y negocios en el fútbol actual.

Superliga: la guerra por el fútbol es una nueva miniserie documental de Apple TV que le puede servir al público futbolero como una apropiada introducción a la compleja trama de intereses que parecen haber encerrado al fútbol europeo en un callejón sin salida. Si bien los sucesos presentados en el documental transcurren en unos pocos días de vértigo e incertidumbre en abril de 2021, algunas noticias muy recientes son señales más que elocuentes de que el conflicto principal está lejos de haberse saldado tras el fracaso del proyecto de Superliga Europea narrado en estos cuatro episodios de una hora cada uno.

Entre estas noticias podemos mencionar a: la renuncia de Andrea Agnelli a la presidencia de la Juventus y la sanción sufrida por el club por ocultamiento de documentación y manipulación de cifras de traspasos de jugadores; el escándalo desatado en España por el llamado “caso Negreira”, que comprometería seriamente al Barcelona y al colegio arbitral español; las conclusiones preliminares de la investigación de la English Premier League sobre violaciones a las reglas del llamado fair play financiero por parte del Manchester City; los continuos intentos de algunos de los impulsores originales de la Superliga (muy notoriamente, Florentino Pérez, presidente del Real Madrid) por mantener al proyecto con vida, así sea en coma y con respirador artificial.

Es probable que Superliga: la guerra por el fútbol no deslumbre por sus cualidades formales: el realizador Jeff Zimbalist se limitó a ejecutar con pericia un compendio de todos los recursos estéticos y narrativos de las docu-series y los reality shows actuales: planos aéreos iniciales de ciudades desde drones cada vez que la acción se traslada a ese lugar, los protagonistas principales hablando a la cámara o filmados en sus actividades cotidianas, flashbacks intercalados cuando se desea profundizar en el origen de alguna cuestión, re-enactments que se simulan como acciones reales tomadas por la cámara, imágenes de noticieros y otros archivos.

El documental elude las simplificaciones, no plantea una lucha de héroes contra villanos y se toma su tiempo para desarrollar cuestiones complejas.

Así y todo, es de destacar que el documental elude las simplificaciones, no plantea una lucha de héroes contra villanos y se toma su tiempo para desarrollar cuestiones complejas desde distintos ángulos. Lo que inicialmente parece ser un quiebre y una traición entre dos amigos (Aleksander Čeferin, presidente de la UEFA, y el citado Agnelli), muy pronto se va revelando como un gran choque de posiciones contrapuestas que se expande más y más. Y cada una de estas posiciones tiene a sus voceros hablándole a la cámara: para empezar, las grandes burocracias de los organismos rectores (UEFA y FIFA), con sus legiones de funcionarios, asesores y representantes legales; luego, los presidentes o dueños de los grandes clubes europeos que, según sus modelos organizacionales y de negocios (ya nos detendremos en esta cuestión) pueden tomar una u otra posición, o cambiarla repentinamente; no podían faltar, desde luego, los hinchas de los clubes, esa reserva cultural de identidad y pertenencia geográfica, que bien puede mostrarse como el último refugio del idealismo o como fuerzas de choque tan contradictorias como manipulables; los periodistas especializados, finalmente, son los encargados de aportar las voces más objetivas para entender mejor las acciones y motivaciones de los bandos en pugna.

Gol en contra

Decíamos al comienzo que Superliga: la guerra por el fútbol es la narración de un fracaso. Desde luego, cualquiera que haya estado mínimamente al tanto de las noticias en los medios deportivos recordará que, en efecto, el intento de un grupo de 12 grandes clubes europeos por crear una competición por fuera del dominio de la UEFA y con un formato muy similar al de las ligas deportivas americanas —cerradas, con miembros permanentes y sin ascensos o descensos de categoría— fue un fracaso colosal. Incluso después de ver el documental la pregunta queda flotando: ¿cómo fue posible que varios de los clubes más poderosos del mundo se lanzaran a una aventura que implicaba un desafío abierto a todas las estructuras institucionales del fútbol europeo sin estar mínimamente preparados para la previsible y durísima reacción que la iniciativa traería aparejada? La difusión de semejante proyecto se hizo a las apuradas y de madrugada (por el temor a rumores y filtraciones) mediante un simple comunicado en un sitio web inconcluso y con el aval de un préstamo de 3.500 millones de euros por parte del JP Morgan por todo respaldo, pero sin siquiera un contrato de derechos de televisión y difusión cerrado, sin un plan de negocios medianamente detallado y sin una estrategia de comunicación y de PR que pudiera explicarle claramente al público las razones de una propuesta tan disruptiva.

Así fue que, más allá de algunas frases prefabricadas en este comunicado inicial (del estilo de “salvar al fútbol”, “generar una masa de recursos mayores y mejor distribuidos” o “mejorar la calidad del espectáculo”), la apuesta por la Superliga dejó a los clubes impulsores a merced de la más furibunda reacción por parte de un ente rector del fútbol de la que se tenga memoria. Desafiado en su autoridad y herido por lo que entendió como una traición a su amistad y parentesco con Agnelli, el propio Čeferin tomó el micrófono en conferencia de prensa en la sede de la UEFA y se refirió a los dueños y presidentes de los clubes rebeldes en los términos más duros posibles. “La Superliga es un escupitajo en la cara del fútbol y de nuestra sociedad”, declaró, para luego acusarlos de egoístas y desesperados por el lucro. Además, los intimó a que abandonaran de inmediato el proyecto y amenazó con sanciones para todo aquel club, dirigente, jugador o director técnico que desoyera sus advertencias y aceptara participar en el nuevo torneo: en cualquiera de los casos, serían echados de todas las competiciones nacionales o internacionales en el ámbito de la UEFA. Luego, tras el apoyo de Gianni Infantino —presidente de la FIFA— la amenaza se extendió a la totalidad del fútbol internacional, incluida la Copa del Mundo, desde luego.

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Pero no fue sólamente la reacción de la UEFA lo que enterró a la Superliga antes de su nacimiento, sino también —y muy visiblemente— la de los hinchas de los propios clubes. Apenas difundida la noticia de la propuesta del torneo, miles de personas convocadas espontáneamente u organizadas en asociaciones y peñas salieron a manifestarse ruidosamente en las puertas de los estadios y luego en las tribunas. Cánticos, bengalas de colores y pancartas furiosas contra la codicia exacerbada de los dueños de los clubes y a favor del respeto a las tradiciones y la igualdad de oportunidades en la cancha para todos los equipos fue el resultado que quizás algunos imaginaban, pero no a tamaña escala. Como en nuestro viejo y querido fútbol argentino, los hinchas estuvieron ahí para recordarles a los cerdos capitalistas que los clubes son de los socios y tienen una función social. Un nuevo golpe al fin de la historia y a la globalización se había consumado: nueve de los doce clubes fundadores (los Big Six ingleses, el Milan, el Inter y el Atlético de Madrid) se bajaron del proyecto y pidieron disculpas públicamente. En cambio, los presidentes del Real Madrid, el Barcelona y la Juventus salieron a defenderse en los medios y al día de hoy siguen con la idea de una Superliga, aunque la propuesta más reciente tiene poco que ver con la original y no parece haber sido tomada muy en serio por nadie.

Un sistema inviable

Ahora bien, retomando la pregunta planteada más arriba acerca de las razones que llevaron a los clubes rebeldes a lanzar el proyecto de la Superliga, la respuesta más lógica sería la desesperación. ¿Y por qué estarían tan desesperados varios de los equipos más importantes de Europa? “Por más dinero” sería la respuesta corta y más obvia. Por un dinero que la UEFA, por las atribuciones que le otorga el modelo de organización del fútbol para gestionar los derechos económicos de las competencias regionales, no está dispuesta a otorgarles. Pero también porque las restricciones impuestas por la pandemia de COVID implicaron un perjuicio enorme para sus tesorerías, lo cual vino a agudizar un problema que se arrastra desde hace ya muchos años: los clubes de fútbol europeos son en general deficitarios, y este déficit los ha obligado a endeudarse a niveles insostenibles y a buscar constantemente nuevas maneras de generar ingresos. Pero sucede que, por el lado de los ingresos, muchos analistas consideran que el sistema podría haber alcanzado un límite. Los clubes parecen haberlo intentado todo y, cualquiera sea el plan de negocios propuesto, en general los egresos terminan superando a los ingresos. Además, la dinámica de las competencias nacionales no ayuda: los clubes en cada extremo de la tabla necesitan gastar en sus planteles para entrar en los puestos que otorgan plazas para las competencias europeas o para salvarse del descenso. Si los objetivos se cumplen, los futuros ingresos permiten rollear las deudas contraídas. Si no se cumplen, la facturación se va y la deuda queda.

Claro que a esta situación no se llegó de casualidad. Al menos desde los años ’90 y, sobre todo, con el nuevo siglo, los clubes europeos más importantes procuraron convertir sus nombres en marcas globales, y podría decirse que lo lograron en muy buena medida. La idea era sencilla: replicar en todos los rincones del mundo el éxito obtenido por los equipos ingleses en su mercado interno con la instauración de la Premier League en 1992, un modelo basado en la conversión del fútbol en un espectáculo de calidad premium, retroalimentado a su vez por la venta de derechos televisivos. La llamada Ley Bosman dictada por la Justicia de la Unión Europea en 1995 que, entre otros efectos, eliminó los cupos de jugadores extranjeros para jugadores comunitarios, resultó el complemento ideal para que la Premier League continuara multiplicando su valor en los mercados internacionales, mientras el resto de las principales ligas del continente se sumaban a la fiesta y se apuraban para copiar el modelo inglés antes de que fuera demasiado tarde en la carrera global. La rueda de la felicidad consistía en atraer nuevos capitales a los clubes, renegociar los derechos de la TV continuamente al alza y gastar sumas millonarias en los pases de los mejores jugadores del mundo y en sus sueldos. Al combo se le sumaron pronto la construcción de nuevos estadios, algo imprescindible para poder generar más servicios a los espectadores, más facturación a través de otros espectáculos y la proyección de una mejor imagen institucional.

La rueda de la felicidad consistía en atraer nuevos capitales a los clubes, renegociar los derechos de la TV continuamente al alza y gastar sumas millonarias en los pases de los mejores jugadores.

Algunos de los resultados de este modelo son evidentes: las competencias europeas se convirtieron en el principal producto del fútbol global (si exceptuamos a los mundiales de la FIFA que, de todos modos, se juegan cada cuatro años) y la Champions League se volvió la joya de la corona, el espectáculo de mayor calidad, prestigio y audiencias. Pero sucedió también que, ya desde principios de los 2000, empezó a hacerse evidente que el festival de contrataciones de grandes estrellas sólo podía continuar y financiarse gracias a fuentes externas al negocio del fútbol propiamente dicho. Por ejemplo, si Florentino Pérez pudo llevar adelante su idea de un Real Madrid de Galácticos, no fue tanto por su capacidad para gestionar un club que mantiene una estructura de asociación sin fines de lucro, sino por la oportuna recalificación de los terrenos de su Ciudad Deportiva: millones de deuda convertidos en activos gracias a la “magia” de la botonera estatal. Asimismo, si el Chelsea pudo pasar de ser un club inglés mediopelo a una potencia continental en pocos años, fue gracias a la generosa billetera del ruso Roman Abramovich, su propietario desde 2003. Desde luego, un oligarca amigo y testaferro de Vladimir Putin se percibía de una manera hace 20 años y de otra muy distinta ahora, pero nadie se puede hacer el desentendido y fingir que no sabía lo que pasaba. En todo caso, tanto en el caso del Madrid como en el del Chelsea, se puede apreciar que, sin el dinero o sin los recursos legales de agentes externos, el fútbol galáctico estaba lejos de ser autosustentable.

Estos dos ejemplos sirven también para profundizar otra cuestión que explica mejor la encerrona en la que parece haberse situado el fútbol europeo en los últimos años: si bien la gran mayoría de los clubes europeos han recurrido a estrategias similares para expandirse, lo cierto es que sus estructuras societarias y los marcos legales a los que deben atenerse en cada uno de sus países difieren bastante. Hay desde luego razones históricas que explican estas diferencias. Así como el surgimiento y consolidación de los clubes deportivos fue en sus comienzos un proceso bastante homogéneo que comenzó en Gran Bretaña y desde allí se irradió a toda Europa y América Latina en un período crítico que podríamos situar entre 1870 y 1930, fue en los países sajones en donde los clubes de fútbol encontraron mayores facilidades para pasar de la simple asociación de jugadores y seguidores agrupados e identificados por razones geográficas, étnicas o gremiales a sociedades constituidas por acciones. Estas acciones en poder de los socios fueron concentrándose más tarde en la figura de empresarios identificados por algún motivo con los clubes, y así la figura del propietario del club se fue naturalizando.

Distinta fue la evolución en países como Italia y España, mucho más permeables a la influencia o la intromisión directa de la política local y nacional dentro de los clubes.

Distinta fue la evolución en países como Italia y España, mucho más permeables a la influencia o la intromisión directa de la política local y nacional dentro de los clubes: ni falta hace mencionar la importancia que el fascismo italiano le asignó al fútbol desde los años ’20, o el férreo marco que el franquismo le impuso a los clubes españoles luego de la Guerra Civil. En este sentido, Alemania podría considerarse el caso más atípico, no sólo por el carácter extremo del régimen nazi, sino porque la organización institucional subsiguiente demoró la llegada del profesionalismo hasta la instauración de la Bundesliga como primer torneo nacional en 1962, mientras que la entrada limitada del capital privado a los clubes se permitió recién en 1998.

Más allá de los motivos estrictamente locales que llevaron a la instauración de la Premier League en Inglaterra, vemos entonces que hay razones históricas que explican la mayor receptividad inglesa a los nuevos capitales desde el comienzo mismo de la globalización de los años ’90 en comparación con Italia y España, las ligas de mayor prestigio y nivel de juego hasta ese momento. Si bien es cierto que en Italia la figura de los propietarios y hombres fuertes era conocida desde al menos los años ’60, la aparición de capitalistas extranjeros fue luego de menor calidad y cantidad que en Inglaterra. Por su parte, la liga española debió recurrir a la figura de la sociedad anónima deportiva en 1990 como una reforma de emergencia debido a… que la enorme mayoría de los clubes estaban tan endeudados que se encontraban al borde de la quiebra (sorpresa). Y entre los escasos ejemplos de clubes a los que se les permitió continuar como asociaciones sin fines de lucro encontramos… al Real Madrid y al Barcelona (otra sorpresa).

De qué lado estás

El modelo organizativo e institucional de los clubes bien podría explicar también que los equipos más exitosos y convocantes sigan siendo seis en Inglaterra, mientras que en el resto de las ligas europeas los clubes que acaparan la mayoría del interés y los triunfos deportivos suelen ser uno, dos o tres, como máximo. En cualquier caso, aquella marea globalizadora inicial de los años ’90 fue delineando un escenario en el que actualmente podemos apreciar que los grandes clubes europeos pueden clasificarse en los siguientes tipos:

1. Los ya mencionados Barcelona y Madrid, asociaciones civiles que suelen votar al presidente que promete los mayores éxitos e inversiones, pero siempre con los gobiernos regionales como financistas o rescatistas de última instancia.

2. Los clubes en manos de propietarios o grupos de inversores americanos, muy notablemente cinco de los seis grandes ingleses (al menos desde que la invasión rusa a Ucrania decidió al gobierno inglés a forzar a Abramovich a vender el Chelsea) más los dos equipos italianos de Milán. Si bien todos ellos han invertido fuertes sumas en sus clubes, su natural tendencia a considerarlos como unidades de negocios que deberían resultar superavitarias y, por lo tanto, su capacidad limitada para endeudarse más allá de lo razonable suele convertirlos en blancos de los ataques de sus hinchas, mucho más proclives a encandilarse con las billeteras infinitas con las que suelen contar los propietarios del siguiente tipo.

3. Los clubes comprados por magnates árabes ansiosos de prestigio y lavado de imagen a través del fútbol internacional, para lo cual no dudan en desembolsar las cifras que hagan falta para comprar a todas las estrellas del mundo, cargándose sin ningún complejo cuanta regla de fair play financiero se les pueda cruzar en su camino. El Manchester City de la familia real de Abu Dabi y el Paris Saint-Germain adquirido por el fondo soberano de Qatar son los casos más notorios. A ellos se les ha sumado más recientemente el Newcastle inglés, comprado por Mohammed bin Salman, príncipe heredero saudita.

4. Los clubes alemanes, que, como ya mencionamos, permiten la entrada de capitales privados pero su control permanece siempre en manos de los socios de acuerdo a la regla conocida como 50+1. El alemán es seguramente el tipo de club mejor administrado y con mejor salud financiera, aunque desde luego que las limitaciones del 50+1 genera una desventaja aún mayor que la que sufren los americanos contra los árabes. Únicamente el Bayern München y, en menor medida, el Borussia Dortmund han logrado mostrarse competitivos fuera de su país.

5. La Juventus puede que sea el último de los grandes clubes en poder de una gran familia de industriales locales. Fundada y siempre controlada por los Agnelli (la familia propietaria de FIAT), sus intentos desesperados por no perder relevancia fuera de su país la han colocado recurrentemente al borde del precipicio.

Esta clasificación de los distintos tipos de clubes resulta relevante para entender sus respectivas posturas frente a la creación de la Superliga y su relación con la UEFA. No es de extrañar que los tres principales impulsores de la liga rebelde (un proyecto que, también vale la pena aclarar, se viene mencionando desde hace años cada vez que los clubes se han sentido en desventaja frente a la UEFA) hayan sido los dos grandes de España más la Juve. Son los modelos de organización deportiva más antiguos, los máximos exponentes o símbolos de poderes regionales dentro de sus estados nacionales, pero también son los más endeudados y desesperados por no resignar más poder dentro de Europa. Detrás de ellos también era lógico encontrar a los clubes ingleses controlados por estadounidenses, no sólo por la natural afinidad con un eventual sistema de liga cerrada, sino por la necesidad de no perder terreno frente a los clubes en poder de los árabes.

En el bando de los que prefirieron alinearse con la UEFA en contra de la Superliga encontramos al Chelsea, por entonces todavía en manos de Abramovich, que en cuanto percibió las primeras reacciones en contra del torneo prefirió ir a lo seguro y retirarle su apoyo inicial. Aparecen luego los clubes alemanes, más bien reticentes a romper con la institucionalidad de la UEFA a cambio de un modelo que quizás tampoco les resultaría tan beneficioso. Y, por supuesto, codo a codo y espalda con espalda con Čeferin se ubicaron rápidamente los jerarcas del Manchester City y del PSG, tan diligentes para apoyar el modelo piramidal tradicional de la UEFA como para ignorar todos sus controles financieros, batallando legalmente de las maneras más violentas contra el ente rector para poder seguir disfrutando del chorro ilimitado de sus petrodólares.

No sorprende que la UEFA (y también la FIFA) se vean obligadas a mirar un poco para otro lado cuando se trata de sumar apoyos de gente que, al fin de cuentas, se les ríe en la cara.

Así las cosas, no sorprende que la UEFA (y también la FIFA) se vean obligadas a mirar un poco para otro lado cuando se trata de sumar apoyos de gente que, al fin de cuentas, se les ríe en la cara. Hay que entender que las burocracias del fútbol internacional conforman entes esencialmente privados, pero con un modelo de ejercicio de sus funciones similar al de los organismos estatales nacionales o supranacionales. Tienen la llave de la legitimidad institucional y también la llave de la caja fuerte. Y habría que mencionar además que Čeferin e Infantino llegaron a ocupar sus cargos un poco por casualidad: tanto el esloveno como el suizo recorrieron todo el escalafón de sus respectivos organismos, pero nunca fueron personajes verdaderamente relevantes en el ambiente del fútbol. De no haber sido por los sucesivos escándalos que barrieron en 2015 a las planas mayores de la FIFA y la UEFA y las llevaron a los tribunales o a la cárcel, ninguno de los dos estaría hoy donde está.

Por eso es que favor con favor se paga, y para poder seguir disfrutando de los muy apreciables privilegios de sus altos cargos ellos hacen lo que tienen que hacer. Que, a la larga, también resulta lo mismo de siempre: más competencias internacionales, formatos con más equipos, más partidos por televisión o por la plataforma que atraiga al público más joven. Todo esto mientras quede alguna fecha libre en el calendario, mientras los jugadores no se lesionen todas las semanas por agotamiento y la seguidilla infernal de torneos y copas no haga bajar la calidad del juego hasta un nivel en el que pueda perder su atractivo. Un peligro que, con la Champions League, el mundial de clubes y el mundial de selecciones ampliados a un mayor número de equipos a partir de 2025 y 2026, parece volverse más probable. Pero claro: esto es fútbol y siempre se puede esperar que suceda lo mejor. Nadie se hacía muchas ilusiones con un mundial en un país como Qatar, en el final del año calendario y con los jugadores en medio de la temporada europea. Pero pasó que don Enzo nos mandó tres fórmula colorado, el mediocampo voló y tuvimos la final más espectacular en la historia de los mundiales.

Que lo tiren a la hinchada

Más allá de todo este complicado panorama que intentamos analizar, ¿hay alguien finalmente que tenga en cuenta a los hinchas, aficionados o espectadores más allá de las declaraciones de buenas intenciones habituales? Sí, desde luego, nada funciona sin ellos. Es cierto que los espectadores más neutrales y menos apasionados son importantes porque también pagan su abono de cable o su plataforma de streaming en busca de un espectáculo entretenido y de calidad. Pero el capital de cultura futbolera de esa espectador es sin embargo más bien irrelevante, porque en este negocio la fuerza decisiva, el veredicto final, lo tienen los hinchas. Y hay algo que cualquiera puede comprobar con tan sólo entrar a las cuentas de los medios partidarios o de las peñas de cualquier club del mundo en las redes sociales: los hinchas quieren todos lo mismo, piensan y se comportan esencialmente de la misma manera sin importar su nacionalidad o el PBI per cápita. Los hinchas acá y en todos lados son las fuerzas retardatarias de la cultura, aquello que nació como identidad y expresión de pertenencia debe permanecer invariable para siempre, no importa en qué fase del capitalismo nos encontremos. Los hinchas de línea dura, los que pagan el abono en el estadio y se compran cada año la nueva camiseta de la temporada, esos hinchas quieren y necesitan ganar, ser más que el otro, el clásico rival, el del otro barrio o la otra ciudad. Una obviedad quizás para nosotros después de tantos años de cultura del aguante, pero un rasgo que atraviesa todas las culturas del fútbol.

Y así es que los hinchas ponen al propio equipo por encima de todo y no les importa tanto el estatuto del club, sino que lo principal es que la guita grande para el equipo esté. A nadie le importan las contradicciones, y los valores progresistas que declaman algunos “hinchas caracterizados” que también se pueden montar un kioskito con el cuento de la representación (como su misma presencia en el documental lo evidencia), todo ese verso se termina si la pelota pega en el palo y sale. Los hinchas pueden criticar la avaricia de los dueños americanos y cuelgan banderas multicolores de la diversidad en la tribuna, pero también pueden festejar con banderas sauditas si resulta que la familia real de tan tolerante y diverso país elige al club de sus amores como su próxima compra. Los hinchas del Manchester United pueden protestar contra la Superliga con bengalas amarillas y verdes (los colores del Newton Heath, el club decimonónico del cual surgió el equipo de Old Trafford), pero los del Manchester City le dedican banderas en la tribuna no a Erling Haaland ni a Julián Álvarez, sino a David Pannick, un abogado de renombre contratado para pelear en los tribunales contra la UEFA. “We ‘re Man City and we ‘ll cheat what we want!”, se escuchó el grito en la tribuna. Aguante el City, loco.

 

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Eugenio Palopoli

Editor de Seúl. Autor de Los hombres que hicieron la historia de las marcas deportivas (Blatt & Ríos, 2014) y Camisetas legendarias del fútbol argentino (Grijalbo, 2019).

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