ERLICH
Domingo

Una verdad revelada

En 'Los Fabelman', Steven Spielberg nos habla de su vida y también del cine, aquel artificio tan real que solía ser parte de todos nosotros.

Jean Eustache se suicidó a los 42 años y filmó sólo dos largometrajes de ficción. Sin embargo, esas dos películas le alcanzaron para ser considerado uno de los cineastas fundamentales del cine francés de todos los tiempos. En Mis pequeños amores (1974) hace un retrato autobiográfico de su paso de la infancia a la adolescencia. En los intersticios de una sucesión de viñetas autónomas, unidas sólo por la narración del desarrollo del deseo sexual en el protagonista, se cuela la verdadera historia de la película: el nacimiento de un artista. Es un niño que observa todo lo que pasa a su alrededor, que aprende en la observación. Un circo pasa por su pueblo y él queda fascinado por un fakir: en una escena posterior, imita al fakir. Va al cine y mira concentrado cómo se besan en la pantalla y también en las butacas a su lado; en la gran secuencia final, esa concentración cobrará sentido en un beso propio. No casualmente, Daniel, el niño protagonista, es un chico que se ve obligado por una mudanza a abandonar la escuela. Su educación es el cine, no la escuela.

Eustache antes había filmado La mamá y la puta (1973), su obra más reconocida, una auténtica obra maestra y una de las películas de mi vida. Podríamos decir que Mis pequeños amores es la explicación que nos da Eustache, a través de Daniel, de lo que Alexander, el protagonista de La mamá y la puta, llegará a ser. Jean-Pierre Leaud interpreta a un joven entre anarquista y anacrónicamente romántico, alguien que parece vivir en una ficción eterna. Su ex novia le dice en un momento: “¿En qué novela creés que estás?”. Es un personaje que actúa todo el tiempo, que no aprende a vivir en la realidad. Todo lo que hace se referencia en una película o en un libro. Y cuando sucede algo inesperado, sólo cobra valor porque luego puede ser contado. El hiperrealismo de La mamá y la puta es el resultado de la negación de la realidad por parte de Alexander, la certeza de que sólo la ficción es realmente verdadera. Alexander cuenta la anécdota de un hombre que imitaba tan bien a Belmondo, que había logrado parecerse tanto, que se volvió más auténtico que el Belmondo real. Para Eustache, y para Alexander, el cine es lo que le añade más verdad a la realidad.

Empiezo hablando de Eustache, cuando esta nota en realidad se trata de Spielberg y no se me ocurren muchos cineastas tan opuestos entre sí en su concepción estética y narrativa. Lo que me interesa de Eustache, pero me surgió a partir de ver la última película de Spielberg, es pensar el lugar del cine en nuestras vidas. El propio Eustache, con su suicidio y su incapacidad para adecuarse a la realidad del mundo, y también sus personajes, que atraviesan sus días como si estuvieran dentro de una película (una que ya vieron o una que les gustaría filmar) son la conclusión patológica de un fenómeno cultural particular.

El cine fue mucho más que una industria o un arte; el cine fue la educación sentimental de varias generaciones.

Durante gran parte del siglo XX, y hasta hace poco tiempo, el cine fue mucho más que una industria o un arte; el cine fue la educación sentimental de varias generaciones. Sólo desde ese lugar podemos entender, por ejemplo, la literatura de Manuel Puig, contemporáneo de Eustache, también nacido en un pueblo y también educado en las butacas de una sala oscura. El cine funcionó para esa generación como lugar de aprendizaje y entrada, un poco a los tumbos, hacia el mundo adulto. Como dice Discépolo en relación al bar (lo que podría extenderse al tango, para su generación) en “Cafetín de Buenos Aires”: “una escuela de todas las cosas”. Al igual que Puig y Eustache, los que fuimos creciendo en los años que siguieron también fuimos aprendiendo a vivir con el cine. No creo que podamos entender la idea de cinefilia sin esta particularidad. El cine fue como un padre o una madre agregados en nuestro aprendizaje vital y sentimental. Y en muchas vidas los reemplazó. Como ya veremos, esa es una de las cosas que tan bien narra Los Fabelman, una de las razones por las que se trata de una película importante.

No me interesa hacer un juicio moral o ideológico acerca del fenómeno del cine como educador sentimental; sólo quiero constatar el hecho de que ha tenido en las vidas de muchos de nosotros una trascendencia que va mucho más allá de la noción de entretenimiento o de apreciación artística. Ese peso cultural ha desaparecido. Se siguen haciendo películas (posiblemente, en mayor cantidad que nunca en la historia), sigue habiendo muchos espectadores de cine, sigue siendo una industria que mueve mucha plata. Sin embargo, el cine ya ha perdido ese aura de referencia cultural y sentimental. Últimamente me pregunto si ésa no será una de las razones por la cual me cuesta encontrar en las películas ese rayo de verdad y conmoción que me aparecía tan seguido hasta hace no tanto tiempo.

El otro día pensaba que 2022 tal vez sea el peor año de la historia del cine. Sólo vi una proporción muy baja de películas en relación a todas las que se hacen, pero cuando descubro que Aftersun, una película apenas correcta y sin mucho vuelo, encandila a tantos críticos, festivales de cine y espectadores supuestamente refinados, sospecho que tal vez sea cierto que el cine está en un piso de decadencia y mediocridad. En ese contexto, la llegada de Los Fabelman parece un alivio, una excepción bienvenida: la posible prueba de que el cine todavía puede sorprendernos y generarnos una verdadera conmoción. Pero al mismo tiempo también podemos insistir en el pesimismo melancólico y entender a esta película como el último ejemplar de otro tiempo que fue mejor. El propio contenido y temática de la película me dispara estas reflexiones y sensaciones ambiguas, porque Los Fabelman es una historia sobre el cine y sobre la educación sentimental de un niño que se convierte en adolescente.

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Como lo prueba la película de Eustache citada, además de tantas otras, la reconstrucción en clave de ficción de hechos vividos por directores de cine no es una novedad. Pero vale la pena pensar la película de Spielberg en este presente de abundancia de obras de autoficción, sobre todo en la literatura. Por alguna razón, sin embargo, son raros los casos en los que los protagonistas tienen el mismo nombre que los directores —algo muy habitual en libros de ficción— aun cuando es evidente de que se trata de la misma persona. Se me ocurre el caso excepcional de Caro Diario y Aprile, de Nanni Moretti, tal vez porque el propio director es también actor. Como si el hecho de que otra cara reemplace la cara en la que se basa la ficción pusiera un límite a la autobiografía. Pero en el caso de Los Fabelman me atrevo a pensar que hay algo más en la decisión de no usar su propio nombre y apellido. Es algo más interesante incluso que la posibilidad del pudor, lo que también puede entrar en juego. Al crear esta disociación, Spielberg parece estar tomando partido por la potencia de la ficción, justamente en una historia que trata de una recreación de su propia vida.

Verdadero y falso

Lo que hace que sintamos que esta historia es verdadera no es el hecho de saber que recrea la propia infancia y adolescencia de Spielberg, algo que está fuera de la diégesis de la película pero al mismo tiempo nunca se intenta disimular. Al contrario, lo que parece decir es que la ficción es una gran mentira, una reconstrucción falsa del mundo, pero es lo único que nos permite ver la verdad. O entreverla, en realidad, porque siempre algo se nos escapa. Cuando Sam está montando en su pequeña moviola el western que filmó, siente que hay algo que no funciona en los planos de disparos de las pistolas. “Es falso”, se dice, pero después aclara: “Se ve falso”. Es toda una concepción del cine: para llegar a la verdad se necesita de lo falso. En el final de Emma Zunz, Borges dice: “Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”. Falso es el apellido Fabelman, pero verdadero es el retrato que Spielberg hace de su familia y de su infancia.

No es casual que la película más citada sea Un tiro en la noche, de John Ford, que plantea como ninguna en términos históricos el conflicto entre verdad y ficción. Pero quiero suponer que hay otro motivo para que la película de Ford esté como una referencia constante. Un tiro en la noche, al igual que Los Fabelman, también es la historia de dos hombres enamorados de una misma mujer. O al revés: la historia de una mujer que ama a dos hombres. Esta estructura amorosa triangular está presente en otras películas de Ford, pero creo que es una novedad en el cine de Spielberg. Y haciendo un juego libre de relaciones, pienso en La última película, de Bogdanovich, en la que este esquema se repite, además de ser otra película sobre el cine como educación sentimental, aunque en clave melancólica y pesimista. O en Esa cosa llamada amor, también de Bogdanovich, que como muy bien observó Quintín se trata de una suerte de remake feliz de La última película, y en la que también se cita explícitamente a Un tiro en la noche.

Es un lugar común decir que Spielberg es un gran narrador. Eso no impide que sea verdad.

Es un lugar común decir que Spielberg es un gran narrador. Eso no impide que sea verdad. Es notable su capacidad para intercalar lo lúdico con lo grave, la comedia con el drama, el vértigo narrativo con la placidez. Pero ese encadenamiento de tonos opuestos no es sólo una cuestión de equilibrio, sino que se relaciona con los propios temas de la película. En varios pasajes, la idea del cine está planteada como un gran divertimento, como un juego, la posibilidad de la evasión. Sin embargo, Sam insiste, frente a los reclamos constantes de su padre, que no se trata de un hobby, que el cine es para él algo muy serio. Antes de ir al cine por primera vez, la madre le dice a Sam que no tenga miedo, porque las películas “no son reales, son como sueños”. Sam contesta: “Pero los sueños dan miedo”. Spielberg maneja esa tensión entre la idea del cine como un juego y la del cine como algo serio tanto en los cambios de tono narrativos como en el propio contenido dramático de las escenas. Y es esa tensión la que termina de hacer explotar el conflicto, cuando el padre le exige que edite el registro filmado del viaje familiar de campamento y que postergue su película sobre la Segunda Guerra. Entonces aparece el otro gran dilema de la película: la supuesta necesidad de elegir entre la familia y el arte. Luego llega el tío Boris, interpretado por Jud Hirsch, y el conflicto se hace explícito. Los que vimos Running on Empty, en la que Hirsch interpreta a un padre enfrentado a un hijo, nos acordamos de esa otra gran película sobre padres e hijos, sobre el conflicto entre la responsabilidad y el arte. El tío Boris aparece como el que despierta a Sam, el que le dice que el arte es algo peligroso pero que debe intentarlo, aun cuando eso implique enfrentarse a la familia.

En casi todas las películas de Spielberg, a veces de forma más explícita, a veces más disimulada, está narrada la importancia de la familia como refugio necesario y sostén vital. El héroe principal de Tiburón, por ejemplo, no lo es por ser el que más sabe o por ser el más valiente, sino porque es el único que tiene una familia. En Los Fabelman, el tema de la familia, que usualmente suele estar como escondido detrás de sus tramas políticas o fantásticas, aparece en primer plano, en clave realista. Lo interesante es que nunca antes había aparecido con tanta crudeza. Como si con esta película se hubiera abierto una puerta que estaba cerrada, como si una verdad escondida necesitara ser dicha. La familia sigue siendo acá el lugar para resguardarse y hacerse fuerte, pero también es el espacio que engendra nuestros miedos y donde nace la culpa, la causa de nuestros dolores más profundos y, sobre todo, una ficción que, al contrario del cine, muchas veces nos esconde la verdad de las cosas. Spielberg se sincera. Nos dice que la verdad cura. O al menos permite que las heridas no se escondan. A veces se cierran y cicatrizan, aunque muchas veces no. Pero como Spielberg es un optimista, nos dice que, incluso cuando el dolor persista, los lazos siguen siendo demasiado fuertes y nos seguirán sosteniendo.

 

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Juan Villegas

Director de cine y crítico. Forma parte del consejo de dirección de Revista de Cine. Publicó tres libros: Humor y melancolía, sobre Peter Bogdanovich (junto a Hernán Schell), Una estética del pudor, sobre Raúl Berón, y Diario de la grieta.

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