Maru Ceballos
Domingo

Sensatez y sentimientos

En su 'Diario de la grieta', Juan Villegas intenta demostrar que se puede dialogar con kirchneristas. Termina probando lo contrario.

Hace siete años que la palabra “grieta” está omnipresente. El concepto que hay detrás es complejo y no muy fácil de definir. El que lo bautizó fue Jorge Lanata en la ceremonia de los Martín Fierro de 2013, luego de que actores kirchneristas lo abuchearan cuando ganó su premio. Pero fue más que un bautismo: al nombrar la cosa, la definió, creó el concepto, que representaba algo que estaba ahí y que antes no tenía nombre y, por lo tanto, no se podía pensar.

En estos siete años, tanto políticos como periodistas, académicos y civiles hablamos de la grieta, de diferentes maneras, a favor o en contra, pretendiendo observarla de lejos o inmersos en cualquiera de sus dos bandos, pero a nadie se le ocurrió decir que no existía. Tal vez sea lo único en lo que estamos todos de acuerdo. Por algo Lanata es millonario.

Nadie duda de que la grieta existe, pero no es tan sencillo ponernos de acuerdo acerca de qué hay a cada lado.

Nadie duda de que la grieta existe, decía, pero no es tan sencillo ponernos de acuerdo acerca de qué hay exactamente a cada lado. Un aporte interesante para pensar esto es Diario de la grieta, el libro que publicó a fines del año pasado el director de cine Juan Villegas, no tanto porque contenga reflexiones sobre el asunto sino porque ofrece un material documental extraordinario que puede servir como materia prima para un análisis posterior. Se trata de un conjunto de anécdotas y diálogos reales protagonizados por él y diversos personajes, amigos y conocidos suyos, que se encuentran del otro lado.

Villegas se presenta como un tipo progresista y racional que, precisamente por ser progresista y racional, no puede más que estar en contra del kirchnerismo. Su actitud ante sus relaciones kirchneristas (que son muchas, demasiadas) es la de extrañeza: ¿por qué estamos en distintos lados de la grieta si pensamos más o menos lo mismo en el fondo de las cuestiones? “Solo votamos distinto”, dice. Como bien intuye, la grieta no es solo política. Claro que menos aún es solo electoral.

La racionalidad y el chamuyo

El primer diálogo del libro es con su amigo Marcelo, un portero de edificios que gusta de citar frases de Nietzsche y Deleuze para justificar su peronismo, que en realidad no es otra cosa que una costumbre heredada de su padre y su abuelo.

Marcelo puede decir que Borges era “gorila” porque le tenía envidia al peronismo, porque puso en práctica algo que él ya había hecho en su literatura. “Inventa un año de trece meses: el aguinaldo. Es el argumento de un cuento borgeano”, dice. Villegas le contesta que eso es una trampa, “es hacerle creer al empleado que está cobrando un sueldo más, cuando en realidad se está dividiendo el monto del sueldo total anual en más partes”. Marcelo se escapa: “Es que no queda otra. Fijate lo que dice Barthes”, y continúa con las piruetas verbales.

¿Cuál es el desacuerdo acá? ¿Qué hay a ambos lados de esta pequeña grieta? Los dos saben que el aguinaldo es una trampa, así que no es un desacuerdo de índole económica o matemática. El diálogo es ilusorio, están hablando en dos lenguajes diferentes. Villegas ve detrás del concepto de aguinaldo a la gente real que lo cobra y a la gente real que lo paga. Marcelo, en cambio, a pesar del supuesto pragmatismo peronista (que invoca en otro momento de la conversación), surfea el asunto en el plano del chamuyo, de la poesía plebeya. “El peronismo es ficción”, dice, enredándose con las palabras, y no se da cuenta de hasta qué punto tiene razón.

“El peronismo es ficción”, dice, enredándose con las palabras, y no se da cuenta de hasta qué punto tiene razón.

Después Villegas discute con una amiga acerca del caso de la pareja de lesbianas que supuestamente habían sido detenidas por darse un beso en la Estación Constitución. Las posturas ya las habrán adivinado: la amiga está indignada porque “las metió presa la policía por darse un beso” y Villegas duda: “No sabemos lo que pasó, los policías dicen otra cosa”.

Otra vez: la grieta no es ideológica ni moral. No hay un debate acerca de si está bien o mal la demostración de amor homosexual en público. Tampoco es un debate acerca del accionar de la policía, porque ninguno de los dos puede saber exactamente cómo fue que actuaron. Ninguno estaba ahí y los testimonios son contradictorios.

Tenemos de un lado alguien que reconoce no saber lo que pasó y se lo pregunta con cautela, y del otro alguien a quien no parece interesarle demasiado la verdad porque ya dio su veredicto: “Los policías se envalentonaron con Macri, hay un discurso desde arriba que los habilita a hacer cualquier cosa”.

El siguiente amigo de Villegas es un caso. Allan es sociólogo, nieto del poeta Elías Castelnuovo, también peronista por herencia (¿se puede ser peronista si no es por herencia, ya sea para continuar con la estirpe o para reaccionar contra ella?), pero su mundo es el de los empresarios, por lo tanto, uno imagina que tiene cierta conexión con la realidad.

En efecto, el mundo de Allan son los números: gráficos de rentabilidad de empresas, índices de crecimiento, coeficientes de Gini (aman el coeficiente de Gini) y demás. Pero también tiene una visión romántica de las organizaciones armadas de los ’70 y de la Revolución Cubana.

El ping-pong es el acostumbrado: “En Cuba no hay libertad” versus “Pero hay salud y educación”, en un remolino de chicanas, medias verdades y falacias. Pero al final se llega a algo parecido a una conclusión. Allan dice: “Si realmente se pudieran cumplir las promesas del liberalismo, todos seríamos liberales”. Y Villegas responde: “Te entiendo, porque a mí me pasa lo mismo cuando alguien me habla de los ideales socialistas”.

El diálogo llega a un callejón sin salida del que ambos salen por arriba con un chiste sobre Camilo Cienfuegos. El desacuerdo precede a la ideología (Allan llega a decir que está a favor de la universidad arancelada), es una cuestión de sentimientos, una cuestión emocional.

Diferencias irreconciliables

Al final, Villegas dialoga con su amiga Cecilia (que, viendo los agradecimientos finales del libro, intuimos es la escritora Cecilia Szperling), que se identifica como “albertista”, dice que Cristina siempre la “conmovió” y reconoce que piensa la política “vinculada a las emociones”. No es extraño, entonces, que en el ida y vuelta minimice una medida tan poco romántica como la normalización del INDEC. “¿En qué le cambia eso la vida a la gente?”, dice. Villegas se lo explica y ella al final lo reconoce, pero sigue repitiendo que el de Macri fue “un gobierno sin épica”.

Lo emocional y lo simbólico versus lo racional y lo concreto. Otra vez: dos lenguajes diferentes. Villegas cuenta que luego de la charla, Szperling le mandó un mensaje diciendo que habían tenido un “muy buen encuentro”. Él dice que piensa lo mismo. No hay razón para suponer que no están siendo sinceros, pero menos la hay para creer que lo que se dio entre ellos fue un diálogo y no una exposición por turnos de cosmovisiones irreconciliables.

El análisis de Diario de la grieta podría continuar y superar en páginas al propio diario. El mismo Diario podría continuar en el tiempo y otras personas podrían emprender sus propios diarios para pintar una gran Comedia humana, para que luego otros desmenucen cada línea y poder alcanzar el objetivo final de comprender en qué consiste, finalmente, eso de lo que hablamos todos hace tantos años, al punto de estar hartos de nosotros mismos, que nos atravesó la vida.

La empresa es imposible y quizás no valga la pena. Pero basta el aporte fundamental de Juan Villegas para sacar una modesta conclusión: hoy por hoy, la grieta es insalvable.

Diario de la grieta
Juan Villegas
Galerna
232 páginas
$1.290

 

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Diego Papic

Editor de Seúl. Periodista y crítico de cine. Fue redactor de Clarín Espectáculos y editor de La Agenda.

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