VICTORIA MORETE
Domingo

Apóstol capitalista

Santi Maratea sabe que ayudando a los demás también se ayuda a sí mismo.

Ves a un millennial con un outfit de corte minimalista verde flúo decir a cámara: “Hay un tema que es que, para que no desalojen a las Madres de la Trata, hay que juntar dos millones de pesos”. Parece salido de un desfile de Fashion Week, pero es el primer influencer engagé de la historia argentina, y acaba de ser nominado, junto a grandes estrellas internacionales, a ​los premios People’s Choice Awards 2021 por el impacto positivo que genera con sus redes sociales.

La moda le encanta, él mismo lo dice, pero no es por eso que lo subraya. Su contenido consiste en lucir el más atrevido streetstyle para ponerle el cuerpo a una causa social. Algo así como: “Tengo que conseguir una ambulancia para la comunidad wichí, ¿qué me pongo?” Para salir a hacer el bien, un activista como Santi Maratea necesita el placard de Timothée Chalamet. La combinación entre compromiso social e industria del lujo no es inocente, no es frívola, no es un desliz: es parte del mensaje que ha venido a traernos. Para el Santu, como lo llaman sus seguidores íntimos, ser solidario es el mejor negocio de todos.

Nunca hay que resignarse del todo con la televisión argentina, pienso, mientras lo miro sentado en el set de Los ángeles de la mañana (LAM). Las pocas esperanzas que no se pierden suelen venir de sus canales de aire, un zapping corto que guarda, a lo largo de los años y a pesar del cambio de siglo, su irrevocable murmullo argentino. Con Tinelli fuera de juego, se acabó, ahora sí, el siglo XX, decía un tuit que vi pasar esta semana. “Es el siglo que más veces terminó: la caída del muro, las torres gemelas, la muerte de Maradona. No para de terminar el siglo XX”, me dijo un amigo que había tenido un mal día. “Suelten”, nos aleccionó irritada Malena Pichot desde Twitter. Los tiempos cambian. Algún día la cortina musical de Mirtha Legrand va a ser un recuerdo en vías de extinción como lo es hoy la de Hora Clave (¿escuchan ahora mismo en sus cabezas el ritmo insistente de los sikus?).

¿Sos una ONG? ¿Qué hay detrás tuyo?”, le pregunta De Brito con su estilo único de  sobria provocación.

Y sin embargo la tele resiste. Ahí está. Ahí lo veo sin prestarle demasiada atención a Ángel de Brito, acodado sobre sus siempre próximas rodillas con el mentón bajo y la mirada inquisidora, tal vez un poco defensiva. Se lo ve inquieto y al mismo tiempo concentrado, como si estuviera en medio de una final de ajedrez. Enfrente, un chico joven de enormes ojos turquesas y el pelo amarillo flúo y al ras como una pelota de tenis con muchos partidos encima.

“¿Sos una ONG? ¿Qué hay detrás tuyo?”, le pregunta De Brito con su estilo único de  sobria provocación. Abajo, reza el zócalo: “Santi Maratea: el influencer de las colectas solidarias”. Un clip introductorio lo muestra en diferentes colectas a lo largo del año. Sus hazañas van de convertir dos camionetas Chevrolet en ambulancias para los wichí a conseguir en diez días dos millones de dólares para comprarle un medicamento a Emmita, una beba con Atrofia Muscular Espinal. También logró juntar 10 millones de pesos para que unos atletas argentinos pudieran viajar a un campeonato y 16.000 dólares y 300.000 pesos para que Tammy, un elefante que estaba en Mendoza, pudiese llegar a un santuario en Brasil. La lista es larga y diversa. 

“No sos Margarita Barrientos”

Lo que De Brito quiere saber es cómo y por qué un influencer que vive de canjes publicitarios llega a convertirse en un influencer engagé. “No sos Margarita Barrientos”, lo torea de frente, sin preámbulos. Maratea tampoco da vueltas: “La empatía es un motor de productividad”, dice. Él, que tuvo distintos kioscos en las redes, que pasó por todas, encontró al fin el mejor producto para vender. Cómodamente recostado sobre su silla, explica: “Me va mejor y gano más plata ayudando a la gente”. Ser solidario tiene un rendimiento económico impresionante, por eso su bio en Instagram dice “No hago caridad”. Que pueda hacer plata con sus colectas, por otra parte, no disminuye en absoluto la contagiosa fuerza comunitaria que desatan: “Parece una boludez porque todo es por Instagram, cada uno aporta desde su casa con el teléfono en el sillón. Sin embargo el impacto que podemos tener es real, está en la calle y es muy fuerte, boludo”.

“No es la boludez de vibrar alto”. El reparo de Maratea dibuja alivio en la cara de Ángel, y se mira con su invitado. Ambos sonríen. En eso están de acuerdo, pero no en todo. “Uno cree que lo malo vende más, pero uno tiene que enfocarse en el vendedor, no en el producto”, explica Maratea. Ángel se hunde en una incógnita que ni sus ojos impávidos, adiestrados al póker del chimento, pueden esconder. Parece estar pensando, cínico, “Wanda vende más que Emmita”, y sin embargo duda. Es cauteloso. ¿Frente a quién está? ¿Es Maratea un enviado? ¿Jesús volvió y es capitalista?

De Brito no termina de entender –y lo mismo nos sucede a muchos de nosotros– si está frente a un gurú, un milagrero, un profeta, una mente que vino a cambiar la arquitectura de nuestras mentes, o frente a un drogón, un frívolo, un niño actor frustrado, un loco. El mensaje de Maratea es tan fuerte que deja en suspenso la reacción de quien lo escucha. Nos quedamos dudando entre el cinismo y las ganas de creer. ¿Es o no es?

Nos quedamos dudando entre el cinismo y las ganas de creer. ¿Es o no es?

“Es creer o reventar, boló”, dice en su vivo a medianoche mientras cuenta su primer milagro en Avellaneda. “Poderes del Santu, pum, pum, pum”, dice levantando las manos al cielo. “Pelé toda mi energía, dije ‘brother, el año que viene Racing sale campeón’”. Y así fue. “Nadie me agradeció, nadie”, se ríe. En LAM, Maratea habla como si estuviera sentado en el monte de Getsemaní, debajo de los olivos. “Entiendo mucho la fuerza que tengo”, explica, pero no es eso lo que importa, sino a quién está dirigida.

El secreto de su éxito fue descubrir que la juventud que está en sus casas con el corazón desganado y el deseo aplastado por un país roto, deprimidos en sus sillones frente a una pantalla con un porro encendido en la mano, son un nicho insospechado que una buena causa social puede convertir en millones. La gente no solo “quiere ver que en el país pasan cosas lindas”: quiere ser parte de esas cosas lindas. Maratea baja al lenguaje de la tele para que Ángel lo entienda mejor: “Vos sabés lo alto que es mi rating cuando me pongo a ayudar”. Datos, no opinión. Hay una comunidad, un pueblo virtual cuyo deseo de consumo consiste en ser mejores personas: ahí hace raíz el negocio de Maratea, un Robin Hood que en lugar de robarle a los ricos para darle a los pobres (como pensaría alguien que cree que la economía es un juego de suma cero), dedica horas y horas de su día a manguear. Le manguea a sus seguidores 10 pesos, a los famosos algo para rifar, a las empresas un don, lo que sea para lograr su objetivo del día, y en el camino cobrarse su parte también. Si no fuera así, si no le rindiera también a él su colecta, su mensaje no sería tan poderoso.

Maratea le reprocha al chimentero lo que hace con su espacio y su audiencia. ¿Para qué vender chimentos? ¿Qué importa con quién cojo?

La lógica liberal la aplica, también, para reivindicar a las redes sobre la tele. Las primeras son aguas de libre circulación, sin controles, donde la agenda se regula sola, y él sabe cómo hacer para que un tema se vuelva tendencia. Lo que para otros influencers podría ser un ejército de haters dispuestos a matar en su nombre, para Maratea son hermanos, compatriotas, amigos, discípulos. En la tele, en cambio, “la pasa como el orto” (sic), un espacio institucional, con jefes y controles, donde la agenda está intervenida por el criterio de una sola persona. Con una paz que el hijo de Dios no tuvo para echar a los mercaderes del templo, Maratea le reprocha al chimentero lo que hace con su espacio y su audiencia. ¿Para qué vender chimentos? ¿Qué importa con quién cojo? ¿Para qué, peor aún, lucrar con mentiras y agravios, como hicieron, dice Maratea, con La Faraona, inventando datos falsos sobre su presunta pedofilia?

Es tanto un reparo moral como una convicción empresarial: para Maratea, vender buenas noticias rinde más que vender malas. “Yo también junto mucha plata para mí”. Él mueve cielo y tierra, duerme poco, viaja, se consume, entrega oreja y corazón a cada persona que ayuda, se involucra, llora con ellos, se agota por cada causa, y una vez que la logra, arma una nueva colecta para comprarse una cartera Louis Vuitton: “Querer sacar provecho del bien que hacemos no está mal”.

Lujo, consumo, humanitarismo

No hay cortocircuito. “Solidaridad no es pobreza”, acota, elogiosa de su amigo millennial, Yanina Latorre. La filosofía económica de Maratea no está lejos de la misión de Mercado Libre (“democratizar el comercio y el dinero”), ni del sueño de Steve Jobs (que cada persona tenga en su casa una computadora). Hoy en día la Responsabilidad Social Corporativa te dice que si no tenés un propósito humanitario, no arrancás. Es claro de qué lado de la frase “No te salva el mercado, te salva el Estado” está el influencer argentino que no piensa caer en la trampa jesuita de tenerle culpa al dinero. Ni al lujo. Ni al consumo. “Parece que el que hace solidaridad tiene que ir en alpargatas”, argumenta a su favor la botinera madre y ama de casa con impecable estilo barrial. Mientras, la cámara enfoca el pie que Maratea levanta en alto luciendo una Nike botita verde flúo.

En la vereda opuesta de los misioneros católicos que combinan voto de pobreza con lujo pobre, Maratea es un apóstol capitalista que se viste en Gucci y tiene buena onda con los líderes jóvenes del kirchnerismo, como Ofelia, cuyo pensamiento económico está en las antípodas del suyo. Mientras que para Ofelia la única solución para tener más es que alguien tenga menos, para Maratea, la distribución se ha convertido en una fuente de creación de riqueza. Se trata de ser creativo, de trabajar duro y de buscar el contenido que mejor rinda para vos, para los demás y para el planeta; “sin caer en la meritocracia”, aclara marcando un equilibrio. Si algo entiende el influencer, es que un buen vendedor puede generar abundancia ahí donde antes no había más que un montón de drogadictos en Twitch.

El sueño de un Maradona cebollita es jugar en el mundial; un sueño de mérito, de excelencia, de superación, de representatividad colectiva, de sentimiento patrio; encarnar la alegría de todo un pueblo y ser la parte que más orgullo despierta en el todo. En el origen del fenómeno Maratea hay un niño sanisidrense que pasa en la calle frente a una filmación de Chiquititas y, como un personaje de Borges, se da cuenta de una vez y para siempre quién es. Si un movilero (oh, siglo XX, divino tesoro) lo hubiese agarrado en ese momento y le hubiese preguntado “¿cuál es tu sueño?”, Maratea habría respondido: “Ser famoso”. No descartar la frivolidad, en él, es un acto responsable. Conciencia de clase: él no nació en Villa Fiorito, él no puede deshacerse de sus privilegios. Desde el lugar que le tocó, lo más revolucionario que puede hacer es reivindicar sin culpa su derecho a hacerse rico ayudando a los que más necesitan. Cada vez que asiste a una comunidad que el Estado olvida, Maratea se capitaliza.

Desde el lugar que le tocó, lo más revolucionario que puede hacer es reivindicar sin culpa su derecho a hacerse rico ayudando a los que más necesitan.

Un Ángel y el Mesías conversan en LAM. Digno, en dominio de sus emociones, De Brito se pregunta si su nombre de pila no acaba acaso de cobrar su sentido cabal. La buena nueva de Maratea no viene solamente a absolver al dinero y a la industria material de lo bello de la doble demonización progresista y católica. También viene a limpiar a los drogones de su estigma social. Que tire la primera piedra el que no sepa que los porreros, cuando se organizan, pueden juntar dos palos verdes en diez días. “Último llamado para la Banda de los Colgados”: son ellos los que nutren las filas del activismo social de Maratea. “Si lo conseguimos, la verdad que es una locura, boludo. Que los influencers y todos sus seguidores drogadictos se junten, se organicen 200.000 personas y puedan llegar a comprar una ambulancia para una comunidad que el Estado olvida, es un flash”. Por eso Maratea es un anfibio que respira en las aguas cibernéticas casi mejor que en el oxígeno atmosférico.

Como si fuera un no binario del sistema realidad/virtualidad, es en un vivo de Instagram y Twitch, cuando dialoga con sus seguidores a través del chat que lee y responde en voz alta desde su casa, cuando mejor se lo ve y cuando más conectado está con sus emociones: ahí pudo llorar la muerte de Fede, el destinatario de una de sus colectas, como no pudo en ningún otro espacio de su vida fuera de Internet. No es que la redes lo vuelvan real sino que lo que genera ahí, esa comunidad, es real. Y los de afuera son de palo, por más padre, hermano o amigo. Las causas unen en Instagram a las almas jóvenes argentinas. Maratea vende fraternidad, pertenencia, y lo hace sin demonizar el dinero. Un patriotismo que quiere vestirse bien sin pecado de incoherencia. En esa intimidad con una masa de mil nombres, casi dos millones de perfiles falsos y verdaderos que claman por él como en otra época clamaba una multitud por Perón en la Plaza. “Bueno, si me quieren votar el domingo, ah re”, bromea Maratea en su vivo.

Sus seguidores lo aman, le elogian la remera que tiene puesta, él responde con ese carisma argentino único que tan bien encarna: “Chicos, es una remera blanca”. Se hace tarde, mañana será un nuevo día. Como hacen las familias que duermen en la misma casa, se dicen buenas noches sabiendo que al día siguiente vuelven a verse bien temprano. “La estamos rompiendo, como siempre”, así se despide Santiago Maratea de aquellos que son dignos de llamarlo “el Santu”.

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Victoria Liendo

Editora de Seúl. Doctora en Letras (Universidad de Paris 8 Vincennes-Saint-Denis). Repatriada.

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