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El 30 de octubre de 1983 casi un 52% de los argentinos eligió al candidato de la Unión Cívica Radical, Raúl Alfonsín, por sobre el candidato del Partido Justicialista, Ítalo Luder, que obtuvo algo más del 40% de los votos. Se rompía, con este resultado, un axioma relativamente incontrovertible de la política electoral argentina de la segunda mitad del siglo XX: el peronismo no podía perder en elecciones abiertas a todos los competidores.
El impacto de la derrota en el movimiento fundado por Juan Domingo Perón fue colosal, el desconcierto entre sus dirigentes era palpable a primera vista. Muchos creían que las elecciones habían sido amañadas, pero no se atrevían a culpar a los militares que las organizaron porque el candidato que los había derrotado había sido un severo crítico de esos militares, mucho más que los propios dirigentes justicialistas.
En 1983, el peronismo era esencialmente una formidable organización sindical que había atravesado la dictadura militar relativamente indemne (me refiero a la alta burocracia, obviamente, no a la militancia de base) y un conjunto de organizaciones históricas pero menos importantes: la clase política peronista, las mujeres peronistas (la “rama femenina”) y la juventud (la JP). La diferencia de importancia entre el gremialismo y el resto era tan grande que no existía ninguna chance de que un arreglo político (por ejemplo, una negociación destinada a designar un candidato a gobernador y, mucho menos aun, a un candidato a la presidencia de la república) tuviera chances de prosperar sin la aprobación de Lorenzo Miguel o Herminio Iglesias, eso que Juan Carlos Torre bautizó como la “vieja guardia sindical”.
En 1983, el peronismo era esencialmente una formidable organización sindical que había atravesado la dictadura militar relativamente indemne.
Entonces sucedió lo esperable: una proliferación de críticas contra esa dirigencia política. Desde los medios de comunicación se acuñó la designación “mariscales de la derrota”. La expresión, ampliamente peyorativa, gozó de una amplia acogida y fue el modo en que una nueva generación de militantes empezó a designar a aquellos dirigentes a quienes se consideraba responsable de la derrota electoral. La situación, sin embargo, era más fluida y ambigua de lo que uno podría suponer.
¿Cómo funcionaba aquel “peronismo de la derrota”, como los llamaron Miguel Unamuno, Julio Bárbaro y Antonio Cafiero en un libro que circuló mucho? Un estereotipo de enorme circulación, incluso en ámbitos académicos, es que el peronismo de los años ’80 era una fuerza verticalista y poco democrática que decidía todas las nominaciones. Sin embargo, la realidad es que la elección de la fórmula presidencial, por ejemplo, había sido competencia de un congreso nacional partidario cuyos miembros eran elegidos por voto directo de los afiliados. Los candidatos a gobernador y vicegobernador de Buenos Aires y los representantes nacionales de esa provincia, habían sido elegidos por el congreso de la provincia de Buenos Aires, cuyos congresistas, a su vez, habían sido elegidos por los afiliados al PJ.
Pero, como la organización de masas implica burocracia partidaria y requiere ser financiada para su funcionamiento permanente, ahí radicaba la superioridad del sector sindical sobre todos los demás en la reorganización del peronismo pos-dictadura: era el único sector con los medios económicos y organizacionales para confeccionar listas de congresales en todos los distritos del país y con una relativa habilidad para involucrar en ellas al elenco de notables de la “rama política” del PJ.
El problema fundamental de aquel peronismo, por lo tanto, no era si sus procedimientos se apegaban o no la democracia sino una idea muy extendida (y fomentada por los propios peronistas) de que era necesario revisar la manera en que el PJ se conectaba con la sociedad civil, con el “afuera” de la organización partidaria. En esa época era muy popular la forma en que el problema había sido enunciado, con enorme éxito, por el presidente Alfonsín: el problema de la Argentina residía en los límites que los poderes fácticos de las corporaciones imponían a la democratización, ampliamente entendida, de la sociedad argentina. Para el registro histórico quedó la famosa de denuncia del pacto militar-sindical.
Aparecen los renovadores
Una generación de dirigentes peronistas hizo propio ese diagnóstico: había que limitar la capacidad del gremialismo peronista para tutelar el proceso de nominar a los candidatos del PJ y para eso era necesario minar su influencia económica y organizativa. La novedad que traía esa propuesta se corporizaba en la consigna “elecciones directas”. Las burocracias partidarias controladas por los gremialistas y sus aliados primero se resistieron a esa iniciativa. De hecho, en las elecciones legislativas de 1985 el peronismo fue dividido en varias provincias.
El ejemplo más notable de aquella disputa tuvo lugar en la provincia de Buenos Aires, donde el peronismo concurrió a elecciones para renovar la cámara de diputados de la Nación con dos listas enfrentadas: la lista oficial, encabezada por Herminio Iglesias, y la lista del peronismo renovador, liderada por Cafiero. Un indicio de aquella competencia vino dado por un hecho novedoso: de los 11 diputados elegidos por la lista del peronismo renovador, solo dos eran de origen sindical. La lista oficial eligió solo cuatro representantes. Se iniciaba el cambio de época.
Erigido sobre la plataforma de haberse quedado con el “paquete” de la representación territorial de la provincia de Buenos Aires, Cafiero lanzó un desafío a la dirigencia nacional del partido a la que se plegaron dirigentes de otros distritos que pujaban contra las versiones provinciales de la burocracia partidaria (a la que en aquella época se la llamaba “ortodoxia peronista”): Carlos Grosso, José Manuel De la Sota, José Octavio Bordón y varios dirigentes más formaron una nueva camada de dirigentes cuyo propósito explícito era “renovar al peronismo”. Nacía entonces la renovación peronista, encabezada por tres dirigentes: Cafiero, Grosso y Carlos Menem, gobernador riojano que había pasado gran parte de la dictadura detenido.
Los renovadores proponían cambiar el centro de gravedad de la política partidaria, desplazándolo desde las organizaciones sindicales a los políticos profesionales.
¿Qué proponían esos nuevos (y en parte no tan nuevos) dirigentes peronistas a la sociedad? En esencia, cambiar el centro de gravedad de la política partidaria, desplazándolo desde las organizaciones sindicales a los políticos profesionales. Las campañas electorales se hicieron más serias, y sociólogos y expertos en comunicación se integraron a los equipos de los candidatos. El caso más notable fue, por lo vistoso, el del peronismo bonaerense, ya hegemonizado por el sector de Antonio Cafiero, donde destacaba la revista Unidos (dirigida por un asesor del senador Deolindo Bittel llamado Carlos “Chacho” Álvarez) y un grupo de intelectuales y expertos en ciencias sociales cuyo emergente más notable era Oscar Landi.
Desde el punto de vista ideológico, en cambio, el contenido de la renovación peronista era menos claro en su contraste con el de la vieja ortodoxia partidaria. Es reveladora una definición que solía ofrecer Cafiero cuando era requerido por el periodismo acerca de los contornos y alcances de la renovación: “Renovar, como sugiere la expresión, es devolver algo a su estado original”. En otras palabras, el peronismo renovador era más un cambio de mando en el control sobre la organización partidaria y el proceso de nominación de candidaturas que un cambio sustancial en la orientación ideológica del peronismo.
De aquel proceso político surgieron emergentes que hablaban a las claras de hasta qué punto el peronismo renovador implicaba más una definición sobre el “cómo” que sobre el “qué” de la política: el proceso renovador llevó a la presidencia de la Nación a Carlos Saúl Menem, uno de los fundadores de esa corriente, y a la cámara de diputados a políticos como De la Sota, Grosso, Jorge Matzkin, Miguel Ángel Toma y “Chacho” Álvarez pero también a economistas como Guido Di Tella y Domingo Cavallo, más tarde canciller y ministro de Economía, respectivamente, de Menem.
El peronismo renovador no era, contra una interpretación que ha tenido cierto predicamento, un peronismo más a la izquierda que el peronismo tradicional.
El peronismo renovador no era, contra una interpretación que ha tenido cierto predicamento, un peronismo más a la izquierda que el peronismo tradicional, si por eso se entiende una visión determinada del papel del Estado, la economía o los derechos de propiedad. Eran peronistas renovadores personajes tan disímiles como el citado Cafiero o viejos caudillos provinciales, como el gobernador Carlos Juárez, el ex ministro de Isabel Perón Carlos Ruckauf y el ex miembro de la juventud peronista de las regionales (Montoneros) Dante Gullo, detenido durante buena parte del gobierno de la viuda de Perón y luego de la propia dictadura militar.
Podríamos aventurar que era un peronismo con una impronta más moderna, atento a los giros de la opinión pública y con una actitud de cooperación con otras fuerzas políticas en el Congreso de la Nación. En eso, me inclinaría a pensar, hay poco de aquella experiencia que sobreviva hoy en la política del peronismo electoral, ahora que la disciplina y la verticalidad han cobrado un nuevo impulso en el proceso abierto en 2003 y consolidado sobre todo desde 2011, cuando Cristina Kirchner fue elegida para un segundo mandato.
¿Ha dejado la renovación peronista un legado político? Es difícil contestar esa pregunta y, soy consciente, mi propia perspectiva es ampliamente controvertible. Pero no voy a evitar formular un juicio sobre un tema fundamental para la democracia: el peronismo renovador suponía una adscripción del peronismo, al menos hasta cierto punto, a la democracia liberal. No implicaba una ruptura con la tradición anterior (“renovar es devolver algo a su estado original”), pero sí un intento de ofrecer a la sociedad una propuesta política más parecida a los partidos políticos de la democracia liberal representativa moderna. No era una apuesta libre de tensiones, pero se aceptaba que el peronismo no era la única posibilidad de expresión de la soberanía popular o de los intereses de la Nación.
El peronismo renovador suponía una adscripción del peronismo, al menos hasta cierto punto, a la democracia liberal.
En la medida en que el peronismo posterior al proceso de la renovación asumió esas premisas de ser parte de una competencia por la representación popular en paridad de condiciones con otras fuerzas políticas (el radicalismo alfonsinista o la Alianza en los años ’90), cumplía con el propósito de integrar al justicialismo al sistema político democrático como un actor de primerísima importancia por su implantación social y su papel en la legitimación del sistema visto como un todo.
Eso no excluía, naturalmente, la posibilidad de un peronismo más volcado a la derecha (por designar de algún modo al peronismo de Menem, pero también de Néstor Kirchner, Domingo Cavallo, Guido Di Tella o el propio Cafiero de los ’90) o más a la izquierda (si de ese modo entendemos a la variante imperante recientemente con sus movimientos sociales y sus simpatías por las experiencias de la centro-izquierda en América Latina), en la medida en que esa fuerza política se concibiera a sí misma como parte de un sistema de legitimidades que no podría (ni debería) tenerlos como único portavoz legítimo del pueblo.
El regreso del antagonismo
Mientras las viejas ideas veían al peronismo como expresión única de los sentimientos populares o los intereses nacionales, antagonizados por la anti-patria (ahora designada como “neoliberalismo”, “derecha”, etc.), la nueva encarnación kirchnerista ha repuesto una lógica del antagonismo político que había sido clausurada por el propio Perón a su regreso. Vista desde esa perspectiva, la versión que hoy colorea el panorama del peronismo es un animal político diferente al de la renovación de los ’80: la presunción de expresar en soledad los intereses populares lo ponen a gran distancia tanto de los renovadores como del peronismo “de la reconstrucción nacional” que Perón propuso en 1973.
El peronismo kirchnerista no solo repuso la lógica de los antagonismos como fuente esencial de su identidad sino que, además, supuso un importante retroceso en el estilo de procesar las candidaturas partidarias. Desde 2003, pero sobre todo desde 2011, se ha hablado intensamente del papel que desempeña el manejo “de la lapicera” para confeccionar las listas de diputados nacionales, senadores, etc.; un eufemismo de época para nombrar aquello que en otra época se llamaba “el dedo de Perón”. La digitación de candidaturas en todos los niveles ha sido tan generalizada que volvió irrelevantes las PASO promovidas por los propios kirchneristas luego de la derrota legislativa de 2009.
¿Hay espacio para un peronismo que recupere esa búsqueda de un debate abierto sobre su horizonte político como el que en los ’80 impulsaron Cafiero, De la Sota, Menem o Grosso? Todo dependerá de cómo resuelvan sus actuales dirigentes una situación que entonces parecía no menos ardua que hoy: necesitarán encontrar un modo de volver a su fuerza política un espacio abierto al diálogo con la sociedad, más que un ámbito donde grupos de militantes disputan cargos y posiciones asegurados por quien aún hoy es la gran proveedora de seguridad electoral de todos ellos, la ex presidente de la Nación. Los peronistas que le soltaban la mano a Herminio Iglesias y Lorenzo Miguel en los ’80 no lo hacían por aventurerismo político, sino porque sabían que existía una nueva oportunidad para sus carreras políticas junto a los nuevos protagonistas de la hora.
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