Hace más de un año que falta un juez en la Corte Suprema, a raíz de la renuncia de Elena Highton. En ese lapso, el presidente no ha siquiera postulado a alguien para ese cargo. Donald Trump tuvo la suerte de que durante su único mandato se le abrieran tres vacantes en la Corte de su país, integrada por nueve miembros. Designó a los sucesores, y logró que el Senado les prestara el acuerdo. En la nueva composición del máximo tribunal, una sólida mayoría conservadora no perdió demasiado tiempo en dejar sin efecto la doctrina emanada del célebre caso “Roe vs. Wade”, de 1973, que establecía un derecho constitucional al aborto durante los dos primeros trimestres del embarazo, a través del fallo “Dodds”, dictado hace pocos meses, que restituyó a los Estados la regulación del aborto. ¿Por qué no hizo nada Alberto Fernández? ¿Desidia? ¿Conflictos internos? Algo de eso debe haber, pero la clave está en otro de los precios que le hizo pagar Raúl Alfonsín a Carlos Menem para habilitar constitucionalmente su reelección: una mayoría especial para que el Senado conceda el acuerdo a los jueces de la Corte.
El artículo 108 de la Constitución Nacional establece: “El Poder Judicial de la Nación será ejercido por una Corte Suprema de Justicia, y por los demás tribunales inferiores que el Congreso estableciere en territorio de la Nación”. Si bien la Corte es el único tribunal creado por la Constitución, ésta nada dice sobre su composición, que, por lo tanto, se entiende como una atribución del Congreso. Lo dijo en el texto original de 1853, en el que determinó que estaría conformada por nueve jueces y dos fiscales, pero la reforma constitucional de 1860 incorporó la redacción todavía vigente del actual artículo 108.
La ley dispuso diversas composiciones de la Corte. La más frecuente fue de cinco miembros, pero las hubo de siete y de nueve. En una nota anterior comenté la pulsión de los gobiernos peronistas por contar con una Corte adicta. El fundador del Movimiento fue, en este aspecto, el más eficaz. Al año siguiente de asumir su primera presidencia promovió el juicio político de cuatro de los cinco jueces del tribunal (el quinto, Tomás Casares, representante del nacionalismo católico, había sido designado por el proto-peronismo, en su etapa de facto). Quienes reemplazaron a los removidos fueron peronistas militantes que hasta formaron parte del bloque de convencionales constituyentes de ese partido en 1949 y realizaron continuos actos de genuflexión frente a Perón y su esposa.
Carlos Menem, sin mayorías en el Congreso como para seguir las enseñanzas del General, optó por el camino que había intentado sin éxito Franklin Roosevelt en 1938: amplió la Corte de cinco a nueve miembros. El periodista Horacio Verbitsky, que en esa época fungía de republicano, bautizó al nuevo esquema como “la mayoría automática”. Néstor Kirchner, a su turno, pudo remover a algunos miembros de la Corte por juicio político. Contó con apoyo de otros partidos en el contexto del extendido humor social antimenemista de 2003. Los nuevos nombramientos no fueron de militantes (Eugenio Zaffaroni lo habría de ser, pero no se lo vislumbraba necesariamente así entonces), porque Kirchner quería demostrar que no era el gobernador homónimo de Santa Cruz, quien no había dejado fechoría institucional por cometer.
Kirchner quería demostrar que no era el gobernador homónimo de Santa Cruz, quien no había dejado fechoría institucional por cometer.
La sociedad, acaso ya fatigada de las convulsiones iniciadas a fines de 2001, mayoritariamente les creyó a Kirchner. Muchos “halcones” de hoy saludaron la ejemplaridad del nuevo tribunal. Éste no incurrió en las groserías de la Corte peronista original, pero, con buenos modales, retribuyó las designaciones, en especial al demoler conceptos fundamentales del derecho penal liberal como el principio de irretroactividad de la ley penal o la cosa juzgada para reabrir los juicios a los militares beneficiados por la ley de obediencia debida o los indultos. Esto también fue saludado calurosamente por la gran mayoría de la sociedad.
En 2006, la senadora Cristina Kirchner, que sería candidata a presidente, impulsó una ley que redujo la Corte a cinco miembros (a la fecha había siete de los nueve debidos), lo que le impediría nombrar nuevos jueces cuando fuera presidente. Este gesto de desusado republicanismo era parte de su campaña presidencial, en la que prometía que con ella el kirchnerismo llegaría a una etapa institucional. Ya en su segunda presidencia se quitó esa máscara y anunció que iría “por todo”, para lo cual consideraba necesario “democratizar la justicia” mediante el control político del Consejo de la Magistratura, sobre el que ya había avanzado en 2006 a través de una ley que recién fue declarada inconstitucional en diciembre del año pasado.
Libre de cualquier atadura de apariencia republicana, la actual vicepresidenta hace pocos meses promovió un proyecto de ley para que la Corte tuviera 25 miembros. En 2006 quiso que se redujeran de nueve a cinco; en 2022, que se aumentaran de cinco a 25. Groucho Marx le hubiera advertido que su famosa frase sobre los principios no llegaba a tanto. Los fundamentos alegados por quienes se pronunciaron a favor del proyecto, que fue aprobado en el Senado (que luego redujo su pretensión a 15, con igual arbitrariedad), son insólitos. Pretenden que la Corte sea más federal, para lo cual la convierten en una suerte de nuevo Senado en el que estarán representadas todas las provincias, como si un tribunal de justicia fuera un cuerpo político representativo. Por cierto, la verdadera intención no se le escapó a nadie: llenar las nuevas vacantes con acólitos y alcanzar una nueva mayoría. Menem recargado.
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Pero entre el court packing (como se llamó en los Estados Unidos al intento de Roosevelt) de Menem y el del fernandez-kirchnerismo medió un acontecimiento trascendente: la reforma constitucional de 1994. Ésta suele tener mala prensa, pero introdujo varias modificaciones positivas. Una de ellas, de enormes consecuencias institucionales, es la de exigir una mayoría especial de dos tercios de los presentes para el acuerdo del Senado al nombramiento de un juez de la Corte por parte del presidente. El kirchnerismo tal vez podría (aunque es improbable) aprobar el proyecto en la Cámara de Diputados, porque para eso basta la mayoría simple, pero no podría designar nuevos integrantes sin contar con al menos parte de la oposición en el Senado.
El propósito de esa reforma fue que los jueces de la Corte no fueran designados exclusivamente por una mayoría circunstancial (que en el Senado ha sido siempre peronista), sino que contaran con un aval más amplio. Esto obliga a generar cierto consenso entre distintas fuerzas políticas, que obliga al presidente a no nominar a figuras demasiado radicalizadas o de extracción puramente partidaria. Menem pudo designar a quienes quería, sin necesidad de ninguna negociación ni de buscar perfiles no irritativos para otros sectores; Néstor Kirchner ya no: debió apelar a personas de apariencia independiente. Cristina Kirchner, en el final de su segunda presidencia, la del “vamos por todo”, se creyó con fuerza suficiente como para dejar de lado esa cautela y postuló a Roberto Carlés para ocupar la vacante dejada por la renuncia de Zaffaroni. Fue éste, ya entonces un abierto militante del kirchnerismo, quien habría recomendado a su sucesor, un joven de 33 años de casi nulos antecedentes profesionales, discípulo suyo y vinculado también al Papa Francisco. En octubre de ese año, luego de las elecciones primarias, la presidente retiró esa postulación y nominó a figuras de apariencia menos cuestionable, Eugenio Carlos Sarrabayrouse y Domingo Juan Sesin (una nueva vacante se abriría por la renuncia de Carlos Fayt), que tampoco obtuvieron el acuerdo senatorial.
Inusuales decretos
A poco de asumir la presidencia, Mauricio Macri hizo uso de una atribución que le concede la Constitución pero que suscitó controversias cuyos ecos persisten en la actualidad. Designó por decreto a dos nuevos ministros de la Corte, Carlos Rosenkrantz y Horacio Rosatti conforme al artículo 99, inciso 19, que lo faculta a “llenar vacantes de los empleos, que requieran el acuerdo del Senado, y que ocurran durante su receso, por medio de nombramientos en comisión que expirarán al fin de la próxima legislatura”. Si bien esa decisión tenía un soporte constitucional, el recurso era muy desusado. Pocas veces se lo había empleado; la última, durante la presidencia (que pese a su fachada civil debe considerarse de facto) de José María Guido en 1962. Ante las críticas que provenían no solo de la oposición sino de miembros de su propia coalición, Macri envió el pliego de ambos candidatos al Senado. Estos no asumieron hasta que no obtuvieron el acuerdo correspondiente. Por eso es falso, como insiste el kirchnerismo, que sean jueces designados por decreto. Es legítimo cuestionarle al presidente el ejercicio de esa atribución que la Constitución le confiere, pero ambos jueces ocuparon sus cargos en virtud del procedimiento constitucional ordinario, que incluye el acuerdo del Senado.
Y ese acuerdo se pudo lograr porque no se trataba de militantes, sino de juristas que acreditaban una valiosa trayectoria y no se identificaban con un único partido. Rosenkrantz había sido radical en su juventud y fue asesor de la UCR en la Convención Constituyente de 1994; Rosatti, un notorio dirigente peronista, fue intendente de Santa Fe y ministro de Justicia de Néstor Kirchner.
Desde el 1º de noviembre de 2021, cuando se efectivizó la renuncia de Elena Highton, hay una vacante en la Corte. Pasó más de un año y el presidente todavía no postuló a nadie. En lugar de hacerlo e iniciar conversaciones con la oposición acerca de una persona que pueda reunir un mínimo consenso, el oficialismo se dedicó a denostar a los jueces que integran el máximo tribunal, a impulsar puebladas para que se vayan y a promover el ridículo proyecto de la Corte de 25 miembros, que terminaron en 15 como una concesión generosa.
Cualquier observador poco informado podría pensar que la conformación actual de la Corte es notoriamente antiperonista.
Cualquier observador poco informado podría pensar que la conformación actual de la Corte es notoriamente antiperonista. Sin embargo, tres de los cuatro ministros no sólo son de origen peronista, sino que dos de ellos, Maqueda y Rosatti, tuvieron una actuación política muy relevante como figuras de gobiernos de ese partido. Pero les parece poco en la medida en que no obedecen ciegamente los dictados del presidente o, más bien, de la vicepresidente. En otras palabras, les molesta que actúen como jueces. En su discurso del 17 de noviembre pasado, en la fecha que el peronismo fijó como el día de su militancia, honró la más genuina tradición peronista al volver por enésima vez a cargar contra los jueces “sentados de por vida como una rémora monárquica en una sociedad democrática que deciden sobre la libertad y el patrimonio”.
Los jueces ya no están “sentados de por vida”, porque la reforma constitucional de 1994, que ella votó, los obliga a retirarse a los 75 años de edad. Y está muy bien que, aunque no sean vitalicios, permanezcan largo tiempo en funciones, como una de las garantías de su independencia. Sucede en las monarquías constitucionales y en las repúblicas, en cualquier sistema de gobierno que respete el Estado de Derecho. Lo que Cristina Kirchner añora en verdad es la monarquía absoluta o las variadas formas de autocracia totalitaria o populista que lo primero que hacen es suprimir cualquier mecanismo de control del poder político. Con una Corte dominada por el kirchnerismo militante no habría República ni libertad.
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