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Éste es el hecho formidable de nuestro tiempo, descrito sin ocultar la brutalidad de su apariencia». Así introducía Ortega y Gasset hace un siglo (1929, en las páginas de La Nación) su La rebelión de las masas, referencia ineludible para uno de los libros de estos tiempos, La rebelión del público, de Martin Gurri. La obsesión del español era el comportamiento inédito e inexplicado de las multitudes humanas. Para el humanismo liberal aquellos incipientes fenómenos eran puro desconcierto. Y la “brutalidad”, enfatiza, es uno de sus aspectos clave. Si bien, tras el nazismo y los populismos, se destacaron las interpretaciones políticas o ideológicas sobre el comportamiento de “las masas”, la visión de Ortega y Gasset iba más allá. Tal cual rescató el crítico Ted Gioia semanas atrás, el libro tiene absoluta vigencia: “El motor clave del cambio, según Ortega, proviene de una actitud chocante característica de la era moderna. En pocas palabras, las masas odian a los expertos”.
Siguiendo a Ortega y Gasset, y ahora también a Gurri, podemos concluir que, plataformas y redes sociales mediante, la batalla que se libra es entre una multitud y una élite, entre unos muchos y unos pocos. La casta puede ser política, burocrática, científica o mediática; y las turbas enardecidas vienen dispuestas a derrocarla. Una guillotina sobre el pescuezo de los encumbrados.
La evolución de las criaturas digitales antes conocidas como “influencers”, ahora rebautizados “creadores de contenido”, merece un foco pormenorizado a la luz de ese prisma entre élite y masas/público. La democratización de la producción de “contenidos” en sus diferentes expresiones es el gran territorio donde se libra la disputa.
La democratización de la producción de “contenidos” en sus diferentes expresiones es el gran territorio donde se libra la disputa.
El nuevo entorno de la comunicación, dominado por redes de mensajería, medios sociales y plataformas de streaming genera un ecosistema que, regidos por algoritmos que premian con viralidad y alcance a sus mejores representantes, estimula la producción de individuos (personas individuales) o marcas e instituciones que se comporten como ellos. Cada uno de nosotros, generadores con más o menos celebridad, usuarios, somos el alimento que nos mantiene a nosotros mismos, audiencias, chequeando con frecuencia, scrolleando hasta el hartazgo, embobados, fatigados.
Si en el comienzo fue “la influencia” un modo de describir a esas nuevas figuras por su capacidad de generar algo, hoy el foco es “la creación”, una cualidad que distingue un factor propio, una destreza comunicacional. Transnacionales, con menos barreras geográficas e idiomáticas, son una factoría exuberante de contenidos y también de fama. Esta economía de creadores –sus modelos consagratorios, la circulación de prestigio y dinero, su volatilidad algorítmica, sus principios y valores– genera también una “sociodelia”, una deformación sobre nuestra percepción de los vínculos sociales.
Un informe reciente establece que en Estados Unidos hay unos 27 millones de personas que trabajan como creadores en diferentes plataformas. Para el 44% de ellos representa un trabajo de tiempo completo. Otras fuentes asumen que son 120 millones en el mundo. ¿De qué se trata? Acaso finalmente en la clase creativa y en la comunicación humana sucede algo parecido a lo que ocurre en el mundo del reparto de comida o del transporte de personas: una multitud captura centavos que caen como propina del flujo millonario de exitosas plataformas. Algunos, claro, capturan millones.
Aquella clase creativa de la que hablaba Richard Florida cuando comenzaba el siglo, hasta la evolución de tiktokers de popularidad viral basada en gestos y humor-mudo, o millonarias embajadoras de make-up. En todos los casos, héroes anónimos que empiezan a ocupar el lugar antes reservado para un puñado de profesionales.
Hasta acá, Milei con su motosierra (un símbolo del terror más americano que argentino) y su rol de topo destructor del Estado, anticipó a e influyó más en Musk que a la inversa
Más allá de la evidente afinidad previa entre Javier Milei y la impronta libertaria de Elon Musk (el hombre más rico del planeta, con una fortuna construida a base de golpes de efecto innovador en industrias tan disímiles como la automotriz, los medios de pago digitales y la navegación espacial), su retroalimentación positiva como figuras alumbra también este fenómeno: icónicos outsiders que impactan en el mainstream, devenidos empresario que habla mal de otros empresarios y economista que habla mal de otros economistas: hasta aacá, Milei con su motosierra (un símbolo del terror más americano que argentino) y su rol de topo destructor del Estado, anticipó a e influyó más en Musk que a la inversa. Devenido en Ciudadano Kane en la red X de su propiedad, su frase de cabecera retoma en los últimos días a Ortega y Gasset: You are the media now, insiste. Primero el hombre, después el movimiento y eventualmente después, si hace falta, la Patria.
Si la quema del cajón de la UCR fue el meme de la derrota del peronismo brutal y periférico de Herminio Iglesias en la democracia de 1983 (aquel del slogan “Luder o Coca-Cola”), el loco de la motosierra es el emblema del triunfo del fenómeno barrial convertido en influencia mainstream para la democracia de Washington, vínculo que contamos en Seúl hace un año cuando comenzaba el gobierno de Milei.
Jesús, primer influencer
En su reciente libro Nexus, dedicado a explorar la evolución de las redes informativas desde la Edad de Piedra hasta nuestros días, el best-seller israelí Noah Yuval Harari desliza una hipótesis más alegórica que provocativa. “Hasta donde sabemos Jesús fue un típico predicador judío que se hizo con un pequeño grupo de seguidores después de curar enfermos. Sin embargo, tras su muerte, Jesús fue objeto de una de las campañas de promoción de marca más importantes de la historia. De desconocido gurú de provincias con una carrera breve y un puñado de discípulos, ejecutado como un criminal identificado luego como la encarnación del Dios creador del universo”. Influencia, comunidad y storytelling, la Santísima Trinidad de la Economía de Creadores. La pregnancia global del año cero da sustento a la idoneidad del ejemplo.
Más cerca en el tiempo, pero aún en la era pre-redes, la figura de Martha Stewart (revivida por una biopic reciente disponible en Netflix) también sirve de antecedente, veinte siglos más tarde. Un libro de recetas publicado en los ’80 y llamado Entertaining se convirtió en best-seller. Extendió su éxito a libros, títulos de revista (llegó a vender 1,5 millones de copias mensuales en los ’90), programa de TV basado en su carácter y su estilo, y creó una compañía multimedia con su nombre que llegó a cotizar en la bolsa de Nueva York. Fue la primera self-made woman billonaria, destaca el analista Rex Woodbury, quien postula una fase de Creadores 3.0.
Martha y su estilo de vida pavimentaron, digamos, la autopista para la popularidad de las Kardashian: el puente que fue desde las figuras y celebridades de la edad dorada del cine de Hollywood a los influencers actuales.
Los ensobrados del prestigio social vs. aquellos dispuestos a contar sus verdades por chirolas.
Como dijimos, la palabra “influencer” no resulta ya representativa. Estos creadores lo hacen en medios conocidos, espacios creativos, digamos, convencionales: video, escritura, música, fotografía, periodismo, entretenimiento, comedia, artesanías… Y hay algunas plataformas (como YouTube, Spotify, Substack e Instagram) que ofrecen compensación económica, alterando la mediación profesional habitual para estas actividades. Los ensobrados del prestigio social vs. aquellos dispuestos a contar sus verdades por chirolas. La Inteligencia Artificial Generativa, con su capacidad de producción económica e inmediata, promete acelerar el proceso.
Donde antes había una élite de creativos profesionales bien rentados (privilegiados por su acceso y su compensación económica y prestigio) ahora hay una masa atomizada y distribuida de amateurs expertos que logran llevarse una parte al menos de los privilegios, el prestigio o el dinero. Finalmente, el histriónico showman Tomás Rebord y el temido pero torpe Daniel Parisini (aka Gordo Dan) tienen más en común de lo que admitirían, aunque Rebord presuma de ser un Dan first generation, y que para sus primeras “misas” en YouTube, observara atento y con admiración el fenómeno de los Hagoveros (el movimiento que orbita alrededor de Rebord) y la construcción de comunidad: culto a la personalidad, diatribas y habilidad para el pugilismo verbal. Habilidades hard y soft para conquistar la calle digital. Ambos de hecho son militantes políticos construidos desde los contenidos, son creadores devenidos influencers sobre el que los neutrales creemos que tomamos partido ideológico. El que sí “la ve” es Augusto Marini: empresario dueño de Blender y Carajo, los canales de YouTube donde habitan ambas figuras aparentemente opuestas.
El que sí “la ve” es Augusto Marini: empresario dueño de Blender y Carajo, los canales de YouTube donde habitan ambas figuras aparentemente opuestas.
El principal fenómeno televisivo del siglo, los reality shows con Gran Hermano a la cabeza, también puede verse como el puente: el acceso a la vida cotidiana y antes privada de figuras en horario central reemplazó como atractivo de rating a todo el resto de la oferta de la televisión abierta. La mezcla de morbo personal, miserias, virtudes y limitaciones, expuestas en cámara, son el atractivo magnético de la comunicación masiva. El show de la realidad. O también la “intimasividad”, como propone el publicista Nicolás Pimentel para analizar el fenómeno de Taylor Swift en la cultura pop: historias en primera persona, sobre detalles hiper-individuales, convertidos en fenómenos de popularidad inéditos.
En un escenario de ricos y famosos sin habilidad convencional aparente, un ícono global es el apodado Mr. Beast, un literalmente bestial creador de contenidos en YouTube con facturación millonaria y una exhibición, como mínimo promiscua, del dinero. Si la belleza en cámara de las divas de Hollywood justificaba su vida estelar, las cualidades de Mr. Beast para protagonizar formatos semi-guionados de video parecen alcanzar para convertirlo en una figura con cotización billonaria.
Como sea, la lógica de Ortega y Gasset parece elocuente: acaso en lugar de “brutal” debió haber dicho “bestial” para que su visión anticipada se explicara por sí sola un siglo después.
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