En todas las épocas han existido los progres. En términos generales, los progres son aquellos que se piensan del lado bueno de la historia, los que creen comprender cuál es la trama secreta de intereses que sostienen el orden de lo social y están dispuestos a denunciarla y luchar para cambiarla. ¿Quiénes son hoy los progres y cómo reconocerlos en el ámbito de la educación?
Muchos de ellos pertenecen a sectores ilustrados universitarios y se piensan a sí mismos como los iluminados de cada generación. ¿Quién no ha sido progre y por un período de su vida no se ha sentido partícipe del grupo que sabe y puede ver más allá del velo de la apariencia? Además de saber y de formar parte del reducido grupo de iluminados que no puede ser engañado por intereses que sostienen el statu quo, son aquellos que se arrogan saber para dónde enderezar el devenir del orden de las cosas, porque conocen qué hay al fondo del túnel.
Podemos decir que personajes así no sólo existen y existieron en todas las épocas, sino que además se los puede encontrar a lo largo y a lo ancho de todo el espectro político e ideológico de la sociedad. Si bien es así, lo que diferencia a los progres vernáculos es su convicción de que están del lado de la defensa de los derechos de los humildes y que consideran a los poderosos responsables de las desventajas sociales y económicas de los de abajo.
La academia —o sea, las universidades, las cátedras, los equipos de investigación, las agrupaciones de alumnos y docentes y las comunidades artísticas de todas las ramas— es el hábitat más habitual de los progres. Su identidad resulta de una amalgama de autores y líderes a los que se reverencia y otros a los que se demoniza y, por lo tanto, no se los lee, no se los cita y se los marca como los precursores del mal.
Un progre tiene convicciones inapelables, contradicciones no sometidas jamás a discusión y pruebas indiscutibles de sus afirmaciones.
En general, un progre tiene convicciones inapelables, contradicciones no sometidas jamás a discusión y pruebas indiscutibles de sus afirmaciones. El progre está en la vanguardia, aunque en ocasiones, como la actual, reivindique el pasado y abjure del futuro. Son los más tenaces defensores del discurso crítico, aunque jamás ponen en cuestión sus convicciones. Hoy, muchos de los que fuimos progres abjuramos de las que fueron nuestras certezas y nos resultan banales las redefiniciones actuales, pero eso no nos excluye de la responsabilidad de haber sido.
En los ’80, con la apertura democrática, retornaron al país los progresistas de los ’70 y algunos de ellos, no todos, revieron sus posiciones anteriores en vista del valor que adquirió la democracia en la defensa de la vida. Estos intelectuales hicieron suyas la máxima de Norberto Bobbio: “Alcanzar la mayor igualdad que admita la preservación de la libertad y el estado de derecho”. Los progres de hoy son los que no se sumaron a esta revalorización de la democracia y siguen pensando como en la década de 1970.
¿Quiénes son hoy los progres y cuáles son los hitos de su pensamiento? Lo primero que hay que decir es que un progre hoy es alguien que se muestra como tal desde el primer momento. Rápidamente, hace evidente su pertenencia. Si bien no llevan distintivos en la vestimenta, han transformado el lenguaje en su signo de distinción. Apenas se presentan, se sabe cuál es su grupo de referencia. Ellos dicen todos y todas y ellos y ellas, y los que pertenecen al grupo rojo de la cofradía escriben con la equis (x) reemplazando las vocales, o para aludir a la extensa variación de los géneros se habla con la e. Las convicciones progres son de carácter político-ideológico, pero tienen la fuerza de las creencias religiosas. Se sostienen aún para fundamentar los discursos supuestamente científicos. En sus palabras, la realidad es una plastilina maleable que siempre admite una interpretación acorde con las certezas previas. Las estadísticas se construyen sobre la base del resultado que se espera tener. Si no dan los datos, da la legislación; si no da la realidad, dan los discursos. Pero siempre se encuentra el modo de transmitir la interpretación que dicta la conciencia militante.
Cómo distinguir a un “progre”
La versión 4.0 de la cultura progre en su manifestación criolla, en lo que al campo de la educación respecta, se conforma con los siguientes elementos o rasgos que la caracterizan como una expresión específica del progresismo.
Futuro-fobia: tienen una visión negra sobre lo que nos depara el futuro y un discurso destinado a generar miedo respecto a lo que vendrá si no nos defendemos, rechazándolo. La idea no es conocerlo para evitar el daño y sacar provecho. Se trata de negarse a que exista, como si se pudiera cancelar el futuro y optar por un mañana que transcurra como el pasado. La actitud es la de quien dice: “No estoy de acuerdo con el futuro”, como si se pudieran congelar el mundo y nuestra inclusión en él. Es una posición que mete miedo y cancela la posibilidad de incursionar en lo que viene.
El elemento que más los amenaza es el avance de la tecnología, por su capacidad de control sobre los seres humanos y la concentración de poder en las grandes empresas tecnológicas. Para ellos, las computadoras, la inteligencia artificial y el big data terminarán dominando el mundo, y los seres humanos pasaremos a ser sus esclavos. Hay una visión de cuento de hadas que cree que las máquinas terminan animándose a sí mismas, como si cada salto tecnológico no resultara de una planificación humana.
En materia educativa, esto se traduce en una desacreditación de los modos de trabajo que se organizan sobre la base de la utilización de tecnologías y también en una incomprensión respecto de cómo se articula su uso con nuevas formas de aprender. Hay una asociación entre tecnologías, innovación escolar y neoliberalismo. Se interpreta que son los neoliberales los que están atentos al futuro, porque su preocupación es generar sujetos funcionales a las nuevas características del mercado.
Se interpreta que son los neoliberales los que están atentos al futuro, porque su preocupación es generar sujetos funcionales a las nuevas características del mercado.
La situación de pandemia y suspensión de las clases valorizó el uso de celulares e Internet para la realización del trabajo escolar. Junto con ello, ingresaron al terreno de lo “pensable” el aprendizaje de la programación y la robótica, y algunas provincias los incluyeron su enseñanza en proyectos pilotos. En mi lectura, el temor que los domina es el de la pérdida de control sobre los discursos a los que los alumnos pueden acceder si se les abre la puerta de Internet. Hay un cierto “pánico moral” que se produce precisamente cuando surgen conductas y valores “desviados” y que son vividos como amenaza de la economía moral. Hay una permanente preocupación por la disolución de un arbitrario cultural común, compartido por todos y, por supuesto, definido desde el poder. En este punto, subyace una creencia en la existencia de un arbitrario cultural que nos identifica y diferencia de los demás. Como si volvieran a resucitar la pregunta por la esencia nacional.
La utilización ideológica, política y partidaria del portal educativo Educ.ar, la creación del personaje Zamba, destinado a generar una nueva lectura de la historia a la usanza de los revisionismos, los contenidos de los cuadernillos armados para el período de suspensión de clases presenciales constituyen ejemplos que muestran a las claras que el supuesto progresismo sigue pensando en el valor de la escuela como constructor de una y sólo una versión de la realidad. El pluralismo es una idea que parece buscar invisibilidad con alevosa premeditación.
La novedad es la cancelación
Casi como consecuencia de lo anterior, los nuevos progres son activistas de la cultura de la cancelación, que no es otra cosa que borrar, negar, omitir, anular todo aquello que no corresponde con su actual definición de lo políticamente correcto. Para quien dice, escribe o se expresa a través del arte fuera del canon de lo correcto, las consecuencias posibles de lo que se expresa son la autocensura y una autoritaria armonización de los intercambios y las expresiones públicas. Se cancelan autores, acontecimientos, fenómenos, obras de arte o músicas. Cualquiera de estas manifestaciones que utilice un lenguaje que es considerado no adecuado para nombrar al otro es inmediatamente cancelada, lo que equivale a sacarlo de circulación, no nombrarlo, hacer como que no existe.
Se puede hacer desaparecer una estatua de un personaje visto como políticamente incorrecto de acuerdo a los usos actuales. Esta fue la suerte que corrió la estatua de Cristóbal Colón en nombre de las convicciones descolonizadoras; también fue el destino de la ópera Carmen, cuyo final fue cambiado porque tiene un desenlace machista. Así, se llega a cambiar la trama de algún cuento infantil porque expresa una idea no adecuada de las mujeres, o el relato del lugar de los negros durante la colonia porque los presenta como sirvientes.
El rigor histórico, bien, gracias. El valor documental de esas expresiones artísticas, tirado al tacho en nombre de un deber ser que no se puede dejar librado al arte. Tantos siglos dedicados a pensar el peso de lo dionisíaco y lo apolíneo en el carácter humano, la tensión entre las luces y las sombras, para que la cultura de la cancelación venga a zanjar una reflexión filosófica tan fértil y apasionante sin más argumentos que el del poder.
Se puede mutar el relato de la historia nacional para que el pasado sea coherente con el presente de determinados líderes o agrupaciones políticas.
También se puede mutar el relato de la historia nacional para que el pasado sea coherente con el presente de determinados líderes o agrupaciones políticas. Se generan pasados heroicos o se borran acciones vergonzosas a la luz de los actuales relatos. El ejemplo más evidente es la invención de una historia de lucha por los derechos humanos para los Kirchner, cuando no hay datos en su pasado político de haber participado de acciones de este tipo. O el gesto de Néstor Kirchner de bajar el cuadro de Videla en el Colegio Militar de El Palomar y pedir disculpas por veinte años de democracia en la que no se había hecho nada en defensa de los derechos humanos. Un gesto que pretendía borrar de la memoria de los argentinos el Juicio a las Juntas y el Nunca más, y también el indulto del menemismo.
En el campo de la educación, donde la preocupación del progresismo ha estado siempre enfocada en la problemática de la desigualdad educativa, sus razones, los factores que la generan y sus diferentes manifestaciones, estos resultan temas que hoy han sido prácticamente abandonados en favor del tratamiento de las inequidades. La equidad de género es una temática casi obligada en los temarios de investigación y formación. También la preocupación por la discriminación de raza. Paradójicamente, en Argentina la mayor sensibilidad se da con la raza negra, los pueblos originarios, los pobres y los musulmanes. No se toca el trato cotidiano a la inmigración de los países vecinos y menos aún con los judíos, pero sí con los palestinos. Es entonces una lucha contra la discriminación de algunos, no de todos. Y no estoy hablando de discriminación positiva, esa que reconoce rasgos específicos y conductas injustas que se asocian con ellos para corregir esa dinámica. Hablo de una discriminación discrecional, que se propone redimir a algunos destinándoles un trato compasivo, mientras que se exceptúa a otros de forma deliberada de ese gesto.
Hay algo para aclarar aquí. Si hablamos de educación, la discriminación exige reconocimiento del valor de ese alguien que es negro, travesti, pobre, quechua, marginal, coya o inmigrante árabe. No compromete un cuestionamiento de sus posiciones relativas en la distribución de bienes y servicios en una sociedad, y en eso se distancia claramente de las políticas de igualación. Se trata de que las diferentes condiciones sean valoradas y consideradas en sus características. Son las llamadas “políticas del reconocimiento”, porque se encargan de invertir el signo peyorativo que el imaginario cultural les reservó a las minorías para dotarlas de valor per se en nombre de la diversidad cultural. El gesto es meramente simbólico.
Contra la meritocracia
Los progres son renuentes al criterio del mérito como principio de reconocimiento o distribución. Consideran que lo que se denomina mérito no es más que una adopción de las pautas culturales y los valores de las élites como universalmente legítimas y, por lo tanto, exigibles a toda la población, sea cual sea su origen o condición. El mérito les exige a las minorías someterse a las pautas culturales de los sectores dominantes y, desde esta perspectiva, la meritocracia no es más que la coartada perfecta para la reproducción de las desigualdades.
Los académicos progres se esfuerzan en la construcción de sus carreras y cumplen con los requisitos que exige una trayectoria basada en el mérito, pero no creen que este sea el criterio que deba utilizarse para guiar las trayectorias de los alumnos, y mucho menos si estos provienen de los sectores más desfavorecidos. Para ellos, la contención, el reconocimiento de sus valores y la guía tutelar. No parecieran considerar ninguna alternativa de mejora para estos sectores sociales. Se podría hacer una relación con la cultura precolombina que Evo Morales rescataba con la frase de “estar bien”, a diferencia de las posturas modernas que se proponen progresar, mejorar o construir un futuro mejor. El “estar bien” precolombino se refiere a la armonía con la naturaleza y consigo mismo. Si fuera así, lo que se estaría proponiendo es reconciliarse con la condición de pobreza en la que se vive valorando y poner el esfuerzo en eso, no en cambiar.
La invocación al neoliberalismo es casi obligada en todos los escritos y las presentaciones. Es lo que llamamos un concepto residual, que se utiliza para denominar todos los cambios en el plano político, económico, social y cultural que resultaron de las reestructuraciones que se iniciaron en los años setenta como consecuencia del agotamiento del modelo de acumulación imperante previamente. La asignación del mote “neoliberal” es una acusación descalificadora para las personas, las políticas, los gobernantes y los fenómenos. Con la denuncia, suele alcanzar para saldar el intercambio de opiniones.
La asignación del mote “neoliberal” es una acusación descalificadora para las personas, las políticas, los gobernantes y los fenómenos.
Desde esta perspectiva, las políticas educativas de la década de 1990 fueron neoliberales y privatistas, destinadas a perjudicar a los sectores populares, sean cuales fueren los números que arrojan las estadísticas. En realidad, para ellos todas las políticas anteriores al arribo del kirchnerismo al poder fueron neoliberales. Es un truco destinado a borrar toda la historia anterior y a otorgarle un carácter fundador al movimiento progre que llegó del sur. De la misma forma actúan con respecto a la política de derechos humanos: ellos son los inventores de la defensa de los derechos y gracias a su lucha se logró la apertura democrática de 1983.
Los progres son cultores del corporativismo, y no del pluralismo político. Cuando se reclama consenso, se está aludiendo a los acuerdos entre corporaciones, sindicatos y aquellos que definen y defienden corporativamente sus intereses. Por ejemplo, los institutos de formación docente, o los rectores universitarios, o cualquier agrupación que se adjudique la representación de un colectivo que, por supuesto, acuerde con el pensamiento progre. Si no, serán acusados de defensores de los intereses neoliberales.
Al momento de escribir este texto, el Gobierno nacional con el que los progres se alinean acaba de perder las elecciones y rectifica su rumbo sobre la base de los valores del peronismo tradicional, que es muy ajeno a la constelación progre. Sin embargo, cunde el silencio y se acepta. Esta actitud también forma parte de la tradición de este pensamiento. Se es fiel a quien se ha instituido como la encarnación del progresismo, más allá de sus metodologías de poder.
Este texto es un fragmento de ‘El gran simulacro. El naufragio de la educación argentina’, publicado hace dos semanas por Libros del Zorzal.
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