Getting your Trinity Audio player ready...
|
Hay momentos en los que conviene tomar distancia. Hacer lo que Ronald Heifetz, experto en liderazgo adaptativo de Harvard, llama “subirse al balcón”. En su metáfora, la pista de baile es donde transcurre la acción: se dan las discusiones, las roscas, los forcejeos de poder. El día a día de la política, vivido con una intensidad que muchas veces excede lo que la ciudadanía está dispuesta a tolerar o siquiera a registrar. Pero desde el balcón se ve distinto. Y esta vez, fueron los votantes los que se subieron. Eligieron mirar desde arriba una elección que sintieron como ajena: una pelea entre políticos por el control de la Legislatura, donde todo parecía girar en torno a internas, pases de factura y estrategias partidarias. No sobre ellos.
La prueba es el dato más elocuente: solo la mitad del padrón fue a votar en la Ciudad de Buenos Aires, un distrito históricamente movilizado. En el fondo, el mensaje fue claro: “Esta no es mi pelea”. Y en parte tenían razón. La elección fue nacionalizada. El oficialismo y el PRO compitieron por separado en una campaña con más ruido que contenido, con cruces personales y desconfianzas que escalaron innecesariamente.
¿El resultado? Salimos terceros. Por eso ahora somos nosotros los que debemos subirnos al balcón. Desde ahí, lo que se ve con claridad es que el gobierno nacional logró lo que hace unos meses parecía imposible: contener la inflación, avanzar en la apertura comercial, ordenar la calle, devolver cierta esperanza. La gente sintió ese cambio, lo asoció con una mejora concreta y votó. Tal vez no por una convicción ideológica, pero sí por una percepción de alivio. En un país tan golpeado, no es poco.
¿El resultado? Salimos terceros. Por eso ahora somos nosotros los que debemos subirnos al balcón.
Es cierto que lo que se votaba era una elección legislativa local, no un plebiscito nacional. Bueno, no se entendió así. Y también es cierto que, para que ese éxito a nivel nacional ocurriera, el PRO ha sido un actor clave. Pero el votante nos respondió con algo que, aunque incómodo, tiene lógica: “Hicieron lo correcto, ¿querés que te aplauda?”. Y sí, hicimos lo correcto, incluso cuando nos insultaron, cuando se metieron con cosas que parecían no tener retorno. No fue fácil. Y la respuesta de la ciudadanía es aún más contundente: más difícil es para nosotros. El ajuste y el esfuerzo para recomponer una Argentina devastada lo estamos haciendo nosotros día a día. Perdoná si no me conmuevo porque tengas que sesionar un par de veces al año y votes bien. Es duro pero es así. En este contexto, hacer lo correcto no alcanza para construir liderazgo. Por eso, volvamos al balcón.
Un contrapeso racional
Desde el balcón, ¿tiene sentido que siga existiendo el PRO? Yo creo que sí. No por nostalgia ni por ego partidario, sino porque es sano para el sistema democrático que exista una fuerza republicana, con vocación de poder, que crea en el equilibrio fiscal, la integración global y el respeto por las instituciones. Que el único contrapeso posible al mileísmo no sea el kirchnerismo de ideas anacrónicas y fallidas.
Pero ojo: existir no es sobrevivir. Y mucho menos, pasar del adulto responsable al despechado. Si el PRO va a seguir existiendo, no puede hacerlo desde la lógica del “cuando esto fracase, nos van a venir a buscar”. Esa idea es profundamente dañina. Para la política, para la sociedad y para nosotros mismos. Si nuestra única razón de ser es el fracaso ajeno, estamos actuando –sin querer o queriendo– para que ese fracaso ocurra. Y eso nos convierte, más que en alternativa, en obstáculo.
El PRO debe ser una fuerza superadora. No alcanza con compartir un rumbo económico: necesitamos también una visión igual de ambiciosa en materia institucional y política. Tiene que ser un espacio que convoque a dirigentes y militantes con vocación de poder, pero que valoren el debate de ideas, el respeto y la pluralidad interna. Tenemos que prepararnos para ser competitivos no cuando el oficialismo tropiece, sino cuando haya logrado estabilizar la economía y emerjan nuevas demandas más sofisticadas. Porque si eso ocurre, será una buena noticia para el país.
Este gobierno ha mostrado una notable capacidad para ejecutar el “mandato destructivo” que la sociedad le encomendó.
Este gobierno ha mostrado una notable capacidad para ejecutar el “mandato destructivo” que la sociedad le encomendó: desarmar privilegios, desburocratizar el Estado, romper con lógicas enquistadas. Lo hizo con un capital técnico heredado del macrismo. Pero el próximo desafío será otro. Cuando baje la inflación y crezca la exigencia ciudadana por un Estado más eficiente, vendrá el “mandato constructivo”. Y hará falta un liderazgo capaz de convocar profesionales con experiencia, que aporten sin temor a ser descartados por prejuicio ideológico o cancelados por no repetir slogans extremos.
Por eso, lo que necesitamos ahora es un liderazgo sereno, con visión y grandeza. Un liderazgo capaz de alinear los incentivos: que al gobierno le vaya bien y que el PRO siga existiendo como fuerza política con identidad propia. En cualquier sistema sano, eso debería ser natural. Pero no es el caso. Para el oficialismo, destruir al “ejército amarillo” no es un accidente, es un objetivo. Sometimiento, absorción o desaparición: esa parece ser la consigna. Como repite un empresario del mundo tecnológico, “la competencia nos eleva”. Ese principio, tan presente en la política económica del Gobierno, parece ausente en su concepción de la vida política. Justamente por eso, este momento exige una conducción con temple. Que no caiga en la trampa de devolver con la misma moneda, sino que sea lo suficientemente lúcida como para entender que tal vez hoy no sea nuestro turno de liderar, pero sí puede ser el momento de acompañar con inteligencia. Sumar ideas, apoyar lo que está bien, marcar lo que falta. Y sobre todo, contener a los que siguen en la pista de baile, atrapados en el vértigo cotidiano, y a quienes les cuesta subir al balcón a tomar aire y perspectiva.
Sí, vamos a tener que salir a bancar, por ejemplo, la baja de aranceles a los bienes tecnológicos, aunque el rédito electoral se lo lleve el gobierno. ¿Fue en plena campaña? Sí. ¿No es fair play? Tal vez. Pero si hacer campaña significa animarse a adoptar buenas políticas, ojalá estemos en campaña todo el año. Lo verdaderamente tóxico era usar una elección para dilapidar un punto del PBI, eliminar impuestos progresivos o extender el régimen de Tierra del Fuego para devolver favores.
Acompañar con inteligencia también implica marcar agenda. El PRO tiene la responsabilidad de empujar al gobierno a ser mejor. Exigirle que avance con las reformas que prometió pero que no se concretan, como el cierre de las empresas públicas, que se mantienen como instrumentos de reparto y construcción de poder. Lo mismo ocurre con la reforma tributaria, previsional, laboral y sindical. Si no se abordan mientras el mandato de cambio sigue vigente, corren el riesgo de esfumarse.
Bordear la banquina
Cuando el Gobierno se exceda de los márgenes institucionales habrá que marcarlo con firmeza. Porque no hay estabilización económica sostenible sin normalidad institucional. Y está claro que en algunos aspectos ya están bordeando la banquina. Muy jugado. Pero como suele decir mi colega Alejandro Bongiovanni, Argentina parece haber desarrollado anticuerpos contra los populismos autoritarios pero no contra los desfalcos económicos. Si queremos consolidar la normalidad económica desde lo institucional, primero hay que alcanzarla. Y todavía falta. El desafío es lograr un equilibrio fino: no caer en la sobreindignación permanente, pero tampoco diluir nuestras convicciones. No nos van a convencer, por ejemplo, de que usar un canal estatal para adoctrinar niños está bien, o de que Lijo es un candidatazo. Fusionarnos implicaría, como se ve en algunos potenciales conversos, hacer contorsionismo ideológico para simplemente subsistir. Se nota mucho y no sirve.
Tal vez este no sea el momento del PRO para liderar. Pero sí puede —y debe— ser un momento para madurar. Para quedarse no esperando el tropiezo ajeno, sino ayudando a sostener lo que está bien. Ese puede ser nuestro nuevo lugar. Menos épico, menos cómodo, pero más útil. Y si aprendemos a ocuparlo con inteligencia, quizás el próximo turno de liderazgo no haya que pelearlo: probablemente nos lo devuelvan solos.
Desde el balcón, eso se ve claro.
Si te gustó esta nota, hacete socio de Seúl.
Si querés hacer un comentario, mandanos un mail.
