Ni el más sofisticado diseño institucional ni la Cancillería más eficiente o el mejor legado de diplomacia presidencial pueden reemplazar las ideas fuerza que Juntos por el Cambio necesitará consensuar, si gana las elecciones, para diseñar e implementar una política exterior que reemplace a la errática política actual.
Consensuar ideas fuerza puede ofrecer marcos de consistencia narrativa y coherencia práctica que vincule la agenda doméstica al accionar externo. Esto serviría para articular una visión global que ayude a la mejor gestión de la política exterior. Hace falta dotarla de más gobernanza porque es una política pública dictada desde la Casa Rosada, donde participa la Cancillería y varios ministerios, secretarías, agencias y oficinas técnicas, además de provincias y gobiernos locales, que cada vez más definen su propio perfil internacional.
Además, compartir nociones básicas sobre las principales ideas impulsoras de la nueva política exterior puede ser útil para administrar desafíos de coordinación inter-agencial y problemas agente-principal. Dos conceptos que politólogos y economistas usan, respectivamente, para aproximarse a lo que yo, con licencia de impunidad y carente de todo rigor, describiría más bien como un opaco multiverso de pujas burocráticas, colisión de egos y competencia entre facciones y grupos de interés, que caracterizan tanto al funcionamiento del Estado como a las dimensiones humanas del liderazgo, el poder y la toma de decisiones.
Un opaco multiverso de pujas burocráticas, colisión de egos y competencia entre facciones y grupos de interés caracterizan tanto al funcionamiento del Estado como a la dimensión humana.
Esa suerte de “orden emergente” en el funcionamiento de un gobierno (ni hablar si es de coalición) se puede abordar desde la teoría general del Estado o a partir de la noción psicológica del hubris, pero al final siempre se condensa en equipos de personas. Personas que ocupan roles, ejercen funciones y tienen responsabilidades. Individuos a los que, en mi experiencia, no les vendría mal contar con la mayor claridad conceptual posible. No a modo de instrucción sino más bien de orientación político-programática. No por “bajar línea” sino por ofrecer un marco epistémico común para potenciar el trabajo de mandos medios y técnicos que participan de “lo internacional” en diferentes sectores del Estado.
Entre los desafíos del próximo gobierno estará la tarea de estructurar un gabinete minimalista, eficiente, sin atentar contra el cumplimiento de las metas de gestión ni traicionar el mandato de la sociedad. Y ese mandato muy posiblemente incluirá un fuerte involucramiento internacional. Supondrá la vocación mayoritaria de una Argentina global, abierta al mundo, con un sector privado competitivo.
Los expertos en teoría organizacional y derecho administrativo se ocuparán de los decretos y resoluciones de la estructura de ministerios y secretarías de Estado. Yo prefiero hacer mi aporte proponiendo tres “C ” que JxC podría impulsar como ejes ordenadores de una nueva política exterior. Son tres anclajes estratégico-narrativos. Me parece que cuentan con potencial para construir posicionamientos y coaliciones tanto domésticas como en el plano internacional. Por eso creo que la estrategia internacional de la Argentina tendría que estar conceptual y funcionalmente ordenada alrededor de tres impulsores nítidos (no es mi meta ser exhaustivo, así que bienvenido todo debate, ya que seguramente haya más).
1. Comida: futuro alimentario sostenible
La primera “C” es el elemento impulsor más poderoso: la comida. Todos comemos y en buena medida “somos” lo que comemos. Podemos enfermarnos o curarnos de acuerdo a cómo comemos, así como también por lo que dejamos de comer. Sin importar el lugar del planeta, la comida es parte de las realidades más básicas y cotidianas de las personas. Y a través de la comida podemos desempeñar un rol relevante en el mundo. Según el último informe de la organización de la ONU para la alimentación y la agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), unas 2.300 millones de personas enfrentan niveles de inseguridad alimentaria entre moderada y severa.
Al mismo tiempo, siete de cada 10 dólares de exportación en nuestro país lo generan las cadenas agroindustriales, y somos el primer exportador mundial de harina y aceite de soja, aceite y jugo de limón, porotos, y maní, según la Fundación Agropecuaria para el Desarrollo de Argentina (FADA) . Por otra parte, como muestra esta visualización de datos hecha con el Atlas de Complejidad Económica, nuestro país se encuentra entre los mayores exportadores netos de bienes agrícolas y productos alimentarios, con una participación superior al 7% del total y sólo por detrás de Brasil, que representa el 17%. Junto a Canadá, Indonesia y Nueva Zelanda integramos el Top-5 de los mayores exportadores netos de comida del mundo.
Argentina es capaz de producir materias primas agrícolas y bienes agroindustriales para cientos de millones de personas en lugares del mundo con déficit calórico y nutricional, donde la calidad y extensión de los suelos, así como el clima, no permiten producir para abastecer sus necesidades. Además, tenemos la oportunidad de aumentar exportaciones de proteína animal y vegetal, grasas saludables y nutritivas, brindando seguridad alimentaria y oferta asequible en un mundo que sobrepasó los 8.000 millones de habitantes.
[ Si te gusta lo que hacemos y querés ser parte del cambio intelectual y político de la Argentina, hacete socio de Seúl. ]
Podemos ser protagonistas en construir un futuro alimentario sostenible. Es un lugar global que podemos ocupar. Tenemos las condiciones para hacerlo y el mundo le dará la bienvenida a nuestra vocación, si demostramos que estamos a la altura de lo que significa cumplir con ese rol.
¿Por qué vale la pena trabajar por ese futuro? Porque la comida es un vehículo potente, un activo de peso con el que cuenta la Argentina para construir y proyectar reputación global y posicionarse explotando su poder simbólico. Porque supone una oportunidad para apalancar un modelo de crecimiento y desarrollo que se impulsa en y desde los sectores más dinámicos y competitivos de la economía. Y porque ofrece una plataforma para desatar toda la potencia productiva y emprendedora del ecosistema agrotecnológico en el interior y las ciudades intermedias en un contexto mundial receptivo hacia las iniciativas de esta naturaleza.
¿Cómo luce ese futuro? En un futuro alimentario sostenible la sociedad argentina come bien y el país exporta más comida, haciendo un aporte a la humanidad, proyectando su diversidad culinaria, la calidad de sus productos y el potencial de fusionarse con las mejores tradiciones gastronómicas del mundo. En ese futuro el país es una potencia agroindustrial que enorgullece a los argentinos de tener presencia en cada rincón del mundo con sus recetas, sus bienes y servicios, potenciando el valor agregado. En un futuro alimentario sostenible las economías regionales y complejos exportadores producen conservando los recursos y la biodiversidad, con buenas prácticas de bienestar animal y menor impacto ambiental, posicionando al país como protagonista de la transición hacia la descarbonización.
¿Por qué vale la pena trabajar por ese futuro? Porque la comida es un vehículo potente, un activo de peso con el que cuenta la Argentina para construir y proyectar reputación global.
Esto demandará capacidad de gestión del Estado. Requerirá de políticas agropecuarias, pesqueras, de sanidad animal y vegetal, etc. adecuadas. Supondrá oportunidades para las economías regionales, el sector gastronómico y las empresas productoras de alimentos diferenciados, con marca y alto contenido de valor agregado. Y ofrecerá espacios internacionales donde promocionar y consolidar presencia de la imagen país, desde nuestras denominaciones de origen e indicaciones geográficas, hasta el posicionamiento regional y global de cocineros, franquicias, restaurantes y marcas diferenciadas.
Pero para lograr un futuro alimentario sostenible tenemos que ser conscientes de la importancia de la gestión sustentable de los suelos, el agua y los espacios marítimos. Será imprescindible profundizar el intercambio de prácticas y tecnologías agrícolas innovadoras y promover la colaboración público-privada para gestionar los riesgos, proteger la biodiversidad y reducir el impacto de los eventos climáticos extremos. Hacerlo mientras trabajamos en mejorar la productividad y la participación en las cadenas globales de suministro será un enorme desafío que hoy está atravesado por la agenda prioritaria de lucha contra el cambio climático. La buena noticia es que no son agendas excluyentes.
2. Carbono: transiciones a largo plazo
La segunda “C” impulsora es el carbono. El cambio climático es un riesgo existencial y se ha convertido en el tema prioritario de la agenda internacional. La acción climática es hoy el principal impulsor de las transformaciones globales y las transiciones hacia un mundo carbono-neutral ya están en marcha (especialmente en el sector energético, pero también en todos los sectores de la producción y los servicios). Estamos en una trayectoria bastante nítida hacia sistemas económicos, comerciales y productivos cada vez más carbonocéntricos.
Argentina emite cada año casi 400 millones de toneladas de dióxido de carbono (CO₂) equivalentes, según Climate Watch. Esto nos coloca como el 24° mayor emisor, pero representando menos del 1% de las emisiones globales. Por otra parte, este mapa del carbono permite poner esta problemática en perspectiva y visualiza claramente el principio de las responsabilidades compartidas pero diferenciadas. Al ilustrar el tamaño de los países según emisiones CO₂ por uso de energía durante el período 1850-2011, la imagen pone sobre la mesa el debate acerca de los costos de las transiciones hacia la descarbonización y la capacidad de movilizar los recursos necesarios para llevarlo a la práctica.
Si la Argentina logra dejar atrás las tentaciones pseudodesarrollistas de “vivir con lo nuestro” (como el debate actual sobre algunos proyectos de nacionalización del litio) y rechaza cualquier reflejo negacionista del cambio climático, facilitando y quitando obstáculos a la energía emprendedora, desatando el potencial de la riqueza productiva, la provisión de servicios ambientales y la explotación sostenible de los recursos naturales y alimentarios (es decir la combinación virtuosa de las dos primeras “C”: comida y carbono), se podrían incentivar nuevos sectores. Un ejemplo de esa búsqueda podría ser el sector de fertilizantes nitrogenados, tanto como oportunidad comercial para abastecer el dinámico mercado local como para también hacer un aporte a estabilizar el mercado internacional, que sufrió una gran disrupción tras la invasión de Rusia a Ucrania.
Todo esto también requiere de un Estado inteligente, con políticas públicas acordes a las buenas prácticas internacionales.
Todo esto también requiere de un Estado inteligente, con políticas públicas acordes a las buenas prácticas internacionales. Así podrá suponer una oportunidad para el desarrollo de nuevos proyectos en materia de desarrollo pacífico de la energía nuclear, así como también brindará nuevas chances para trabajar con socios locales y externos que apuesten a la explotación sustentable de nuestros recursos renovables y fósiles, del sector foresto-industrial, y para el desarrollo de la actividad minera (especialmente aquellos rubros que desempeñan un rol crítico para la transición energética y la transformación digital, como son los casos del litio y el cobre).
Además, los compromisos asumidos en el Acuerdo de París y el escenario mundial de las finanzas climáticas ofrecen a nuestro país la oportunidad de explorar nuevas trayectorias de financiamiento sostenible. Una que suponga el armado de un esquema de precio del carbono y que se sostenga en el posicionamiento global de la Argentina como un país protagonista, alineado con metas ambiciosas de acción climática, y que cuenta con una hoja de ruta clara para cumplirlas.
Argentina puede hacer una gran contribución a los objetivos de lucha contra el cambio climático dadas sus grandes extensiones verdes, bosques y condiciones naturales. Sin embargo, por la falta de instrumentos, esos activos nacionales no están participando hoy del financiamiento climático. Necesitamos hacer un gran esfuerzo nacional para poder lograr asignar y percibir un valor a los cientos de millones de hectáreas que sean gigantescos captadores de CO₂ atmosférico y estén reconocidos en el sistema financiero internacional.
3. Confianza: nuestro Everest
La tercera “C” es un concepto transversal y posiblemente el más intangible: la confianza, el atributo fundamental que requiere toda sociedad para funcionar, incluida la sociedad internacional. Es esa característica tan ardua de obtener y fácil de perder, que nos condena a lidiar con la entropía de los ciclos políticos discontinuos.
La construcción de confianza debe guiar la política pública y el accionar tanto de los líderes como del gobierno. Así, por gloria y gracia de la vía negativa, los funcionarios de la próxima administración deberán abstenerse de toda iniciativa que pueda alimentar desconfianzas hacia la Argentina. Tras la presidencia de Alberto Fernández, que ha dilapidado toda la confianza internacional después de la gestión de Mauricio Macri, se impone una agenda donde será necesario construir credibilidad y demostrar capacidad de cumplir con los compromisos asumidos: enfrentar una vez más nuestro Everest de confianza y reputación global.
Me refiero a los picos estadísticos que se observan cada vez que comparamos el desempeño argentino en índices y mediciones internacionales durante los últimos años. Esta tendencia se refleja con claridad, por ejemplo, en el Índice de Percepción de Corrupción que elabora Transparencia Internacional. El último ranking hace del período 2015-2022 una montaña perfecta. Un Everest, por su espectacularidad. El final del segundo gobierno de Cristina Kirchner registró la peor performance del país y la posición 106°, entre Moldavia (el país más pobre de Europa) y Bielorrusia (tal vez la última dictadura del continente europeo). Es la base de nuestra montaña.
La mejora en esta percepción ya se observó en 2016, cuando la Argentina se ubicó 90°.
La mejora en esta percepción ya se observó en 2016, cuando la Argentina se ubicó 90°. A partir de ahí, la ladera de esta montaña de institucionalidad se disparó, haciendo que la diferencia con 2015 fuera abismal. Entre esa base y el pico de 2019, nos separan 40 posiciones. Ningún país de América Latina logró un salto de transparencia semejante, durante el mismo período. Además, tanto en 2018 como 2019, el puntaje de transparencia de nuestro país estuvo por encima del promedio mundial, algo que no había sucedido hasta entonces ni volvió a suceder. Volver a subir esa escarpada pendiente no va a ser fácil. Pero ahora ya sabemos que no es imposible.
Necesitamos una política exterior diferente a la actual. Una que coloque a la Argentina en el lugar del mundo que le corresponde. Un lugar acorde a lo que somos y también a lo que queremos ser. Desempeñando un rol de protagonismo en aquellas agendas que son valiosas y de interés para nuestro futuro. Participando de las soluciones a desafíos globales, desde nuestro lugar. Y asumiendo la responsabilidad de participar de la gobernanza global y los debates internacionales cumpliendo nuestros compromisos. De ahí que la tríada comida-carbono-confianza puede ser la impulsora de una nueva política exterior. Una política exterior, me arriesgo a decir, piola.
Piola, según el Diccionario Latinoamericano de la Lengua Española de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF), tiene varios tipos de uso coloquial. Unos son los más difundidos en Argentina y están relacionados con la sagacidad, con lo vivaz, así como también al trato agradable y simpático. Pero en la región, lo “piola” también se vincula con la tranquilidad, lo silencioso, e incluso con la reserva y el secreto.
Son acepciones útiles para inspirar la política exterior que necesita la Argentina. Una política exterior astuta, cordial y sutil que permita cubrirnos de riesgos globales y regionales, y aprovechar las oportunidades de trabajar con la mayor cantidad de socios en el mundo como sea posible, mientras éstos respeten nuestros valores e intereses nacionales.
Una política exterior astuta, cordial y sutil que permita cubrirnos de riesgos globales y regionales.
Especialmente después de las PASO, la política exterior ofrecerá un punto de encuentro entre las curvas y vectores que componen JxC. Es decir que puede formar parte del menú de opciones políticas atractivas para la sociedad, con mirada de futuro, y con el potencial de ser uno de los vértices de la geometría de coaliciones tanto electorales como de gobierno que necesitamos para que la próxima década sea de crecimiento, inversión y exportaciones. Incluso, pueden establecer las condiciones de base para el diálogo y la negociación con la oposición democrática. Esta, entre otros roles relevantes, tendrá que participar de los procesos legislativos que, según corresponda, suponen las herramientas de la política exterior con las que contamos (desde la confirmación de los Embajadores por parte del Senado hasta la ratificación de acuerdos bilaterales o multilaterales por parte del Congreso).
Una política exterior piola supone sagacidad para construir confianza, astucia para aprovechar las oportunidades de ser protagonistas en las agendas del futuro (comida y carbono), y sutileza para entender en su justa medida cuando conviene y cuándo no conviene hacer uso de las distintas acepciones con respecto a “lo que es piola”. Porque en un contexto de creciente estrés geopolítico e incertidumbre global como en el que vivimos, la diferencia entre “hacerse el piola” y “ser piola” en la política internacional, puede ser tremendamente costosa para nuestro futuro.
Si te gustó esta nota, hacete socio de Seúl.
Si querés hacer un comentario, mandanos un mail.