El otro día fui a un cóctel en honor de Juan José Sebreli, que presentaba Entre Buenos Aires y Madrid, su nuevo libro, escrito a medias con su amigo Blas Matamoro, que vive en España desde 1975. Durante la charla, Sebreli insistió en definirse como un liberal de izquierda y Marcelo Gioffré, que conversaba con él, se mostró de acuerdo. Ambos criticaron a Margaret Thatcher y a Ronald Reagan y elogiaron a Felipe González, a Fernando Henrique Cardoso y Angela Markel ante una veintena de personas, entre las que estaban Fernando Iglesias, Pablo Avelluto, Marta Oyanarte, Jorge Ossona y otros. Nadie parecía demasiado en desacuerdo.
Sentado ahí, en ese departamento en la frontera entre Recoleta y San Nicolás, no pude evitar comparar esas pasiones socialdemócratas con las denuncias de estos días sobre la supuesta radicalización de la oposición, la polarización asimétrica (según la cual el kirchnerismo es centrista y la oposición, extremista) y sobre cómo en el último mes –desde el alegato del fiscal Luciani pero especialmente desde el ataque contra Cristina Kirchner– ha habido un renovado intento del oficialismo y sus usinas intelectuales de empujar a Juntos por el Cambio fuera de las fronteras de la democracia liberal.
Lo que vengo a decir entonces en estos párrafos son dos cosas. La primera es que los intentos por pegar al PRO o a Juntos por el Cambio con posiciones extremistas son todos muy tirados de los pelos, flojos de papeles y absolutamente transparentes en su intencionalidad política, a pesar de estar a veces disfrazados de argumentos académicos. Horacio Verbitsky, por poner un ejemplo, dijo el otro día en la radio que Steve Bannon, el ideólogo populista de Trump, “ha estado en contacto con el macrismo y sectores de la derecha argentina”. Más allá de que Verbitsky no dice nada específico sobre esos contactos, el macrismo –tecnócrata, globalista, pro-sistema– es todo lo que Bannon odia. Es cierto que Bannon es un guerrero anti-progresista, pero justamente porque ese progresismo de Nueva York y California le parece tecnócrata, elitista e internacionalista. En su cruzada contra los medios hegemónicos y la justicia independiente y su cortejo a los trabajadores dejados atrás por la globalización, a quienes busca insuflarles su propio resentimiento contra las élites, Bannon parece tener más similitudes con otra coalición, de la que no participa el macrismo.
Los intentos por pegar al PRO o a JxC con posiciones extremistas son todos muy tirados de los pelos, flojos de papeles y absolutamente transparentes en su intencionalidad política.
La segunda cosa que quiero plantear es que acusar constantemente al otro de estar fuera de la democracia, sobre todo desde el Gobierno, es una manera también de ponerse fuera de la democracia. Según Levitsky y Ziblatt en Cómo mueren las democracias, una de las maneras en las que un partido de gobierno corroe la democracia por dentro es negándole la legitimidad a la oposición (y también a los jueces y a los periodistas). Al decir, no sólo ahora, sino desde hace ya varios años, que Patricia Bullrich, Mauricio Macri, el PRO o quien sea su enemigo del momento, están fuera de la democracia, debilitan la convivencia republicana. Es la típica paradoja a la que nos ha empujado el kirchnerismo en todo este tiempo: al acusar a los opositores de golpistas o extremistas y, por lo tanto, negarles la posibilidad de ser participantes legítimos del sistema democrático, ¿no están ellos también abandonando las reglas democráticas?
Todo esto es aún más insólito porque las ideas del PRO o de JxC no tienen ni un hueso extremista o ultra o radical en su cuerpo. Más bien al contrario, en cuestiones políticas su propuesta es fortalecer las instituciones que ya existen, defender el statu quo constitucional: lo opuesto del extremismo. En cuestiones económicas, más allá de la variedad de miradas, hay un consenso en Juntos por el Cambio de avanzar hacia una economía más ordenada, con equilibrio fiscal, algo más de apertura comercial, gasto público e impuestos más bajos, algún tipo de reforma laboral. Se puede estar en desacuerdo con esos posicionamientos, por supuesto: pero no se puede decir que son extremistas o que vulneran el contrato democrático. Es más, posturas de JxC que eran calificadas como “extremas” hace un par de años, como transformar los planes sociales en puentes hacia el empleo formal, hoy son parte del discurso mainstream, incluso dentro el oficialismo.
Ni extrema ni radical
Para hacerlo un poco más riguroso, podemos usar las categorías del politólogo holandés Cas Mudde, uno de los teóricos más respetados del mundo sobre el surgimiento de nuevas derechas anti-sistema. Lo primero que marca Mudde sobre la ultraderecha es su hostilidad a la democracia pluralista. ¿Muestra la oposición argentina hostilidad a la democracia pluralista? Por supuesto que no. Incluso diría que si ha habido en estos años políticos que buscaron experimentos por fuera de la división de poderes y las instituciones republicanas han sido los kirchneristas, empezando por la propia vicepresidenta, en un recordado discurso de 2018. Después Mudde divide a las nuevas derechas en dos grupos: la extrema, que rechaza las formas más esenciales de democracia; y la radical, que acepta jugar a la democracia pero rechaza sus elementos pluralistas, como el respeto a las minorías, la separación de poderes o el Estado de derecho.
Es imposible ubicar a la oposición en ninguna de estas categorías. No sólo eso: elementos habituales en otros movimientos nuevos anti-sistema, identificados como indispensables para merecer la etiqueta de “ultraderecha” o “extrema derecha”, también están ausentes en el discurso, las propuestas y la historia de gobierno de Juntos por el Cambio. Por ejemplo, en JxC no hay un discurso anti-inmigración o xenofóbico, tampoco hay un discurso reaccionario en cuestiones de sexualidad o género, no fomenta tensiones raciales ni regionales y no basa su apoyo en sectores religiosos intransigentes. Insisto: a uno pueden gustarle más o menos las posiciones o las actitudes de los partidos o los dirigentes que integran Juntos por el Cambio; entiendo si a un progresista algunas propuestas le parecen demasiado conservadoras. Todo eso es legítimo. Lo que no es legítimo es decir que JxC tiene posiciones antidemocráticas. Porque 1) decirlo es negarle representatividad a una coalición que viene sacando el 40% de los votos; y 2) porque es falso.
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Quizás la confusión viene no de los posicionamientos de policy de JxC (perfectamente razonables en un país normal, casi revolucionarios en la Argentina kirchnerista) sino de su actitud hacia el kirchnerismo, que sí se ha vuelto más intransigente en los últimos años, en la misma medida en que se ha vuelto más intransigente la actitud del kirchnerismo con cualquier tipo de crítica o discurso opositor. Hay una cuestión de modales o de griterío que sí existe ahora y que no existía antes. Una plantada más firme frente a lo que es percibido como psicopateo o mentiras de parte del kirchnerismo. Admito que esto no genera el clima más apacible para la conversación pública, pero también creo que es difícil seguir pidiéndoles a dirigentes o votantes agredidos durante años que sigan poniendo la otra mejilla. Quizás esto es a lo que llaman “extrema derecha”: un antiperonismo más nítido. Eso sigue siendo imperdonable en buena parte de la clase intelectual, para la cual no hay razones válidas para ser opositor al peronismo. En esta década y media, si uno no ha sido kirchnerista, siempre se ha debido a malas razones: defecto de personalidad, origen social, intereses espurios.
A pesar del runrún de estos días sobre una posible intención de Cristina Kirchner y el Gobierno de abrir un diálogo con la oposición, lo cierto es que el kirchnerismo nunca aceptó la legitimidad política y social de JxC: de sus votantes vienen diciendo (desde hace una década) que están movidos por el resentimiento social o el odio al peronismo; de sus dirigentes, que responden a grupos económicos concentrados o intereses extranjeros. En el relato histórico del kirchnerismo sobre su otro político, jamás hubo un reconocimiento de que sus adversarios tenían visiones distintas pero legítimas o que sus votantes solo querían cosas diferentes a las que ofrecía el peronismo. De ahí la negativa de Cristina de entregar las atributos de mando en diciembre de 2015 y su insistencia posterior, compartida por La Cámpora y otros, de que la elección de aquel año fue “una estafa” o “un engaño”, un pueblo llevado por el mal camino por los medios de comunicación y las redes sociales.
Ernesto, el extremista
Un artículo que circuló mucho estos días en las redes sociales es una entrevista en El País al sociólogo, historiador y novelista Ernesto Semán, donde dice que en Argentina, más que una polarización, lo que hay es una radicalización de la derecha. “Lo que veo más es una marcada radicalización de la derecha en sus agendas, en su discurso, y en el tipo de identidad política, social, y en algunos casos racial, que se va construyendo alrededor de esa radicalización”, dice Ernesto, a quien conozco desde hace por lo menos 15 años (la única noche en dos décadas que dormí fuera de mi casa después de una pelea con mi mujer fue en su departamento de Brooklyn, donde vivíamos ambos). Tengo dos anécdotas con Ernesto relevantes para este artículo. La primera ocurrió un mediodía de 2008, creo que en un boliche llamado Burritoville, frente a los cines de Carroll Gardens, donde discutíamos sobre el conflicto del gobierno sobre el campo. Los términos de nuestra discusión quedaron más claros cuando Ernesto dijo que la solución al conflicto era “expropiar y nacionalizar” los campos de los rebeldes. La segunda ocurrió un par de años después en la casa de Martín Sivak, ahora director de ElDiarioAr, que también era vecino nuestro, cuando durante otra discusión sobre política le dije a Ernesto que proponía cosas como si fueran obvias pero que en realidad eran extremas. “Sí, sí, yo soy extremista, claro”, me respondió.
En la entrevista con El País Ernesto reconoce que no es un moderado. De hecho, sobre el kirchnerismo dice que es mucho ladrido pero poca mordida: revolucionario en las palabras, insulso en sus acciones. De todas maneras, como pasa con otros denunciadores del supuesto extremismo de la derecha argentina, cuando baja al barro de los ejemplos, se queda muy corto. Lo mejor que se le ocurre a Semán, que ahora vive y enseña en Noruega, es el caso de la ley de etiquetado frontal. “En Argentina, el año pasado, hubo que dejar jirones, ¡jirones! de identidad política y de poder político para aprobar la ley del etiquetado frontal de los alimentos”, dice. Y continúa: “Fijate de lo que estamos hablando: una puta etiqueta. No te digo la reforma agraria, la eliminación de la policía, la socialización de los medios de producción… No, una puta etiqueta que dijera: «Esto tiene cosas que pueden matar chicos si se come en exceso». Eso fue el nivel de radicalización”. Justamente de esto es de lo que venía escribiendo más arriba. Alguien puede decir legítimamente que oponerse a la ley de etiquetado frontal está mal, pero es equivocado o malintencionado decir que esa oposición constituye una posición extremista. Nunca el statu quo, si es constitucional y dentro del Estado de derecho, puede ser extremista. Durante 100 años las papas fritas y los dulces de leche vinieron sin octógonos negros de advertencia: ¿cómo podría ser una señal de radicalización la continuidad de esa situación? (Aclaración personal sobre el etiquetado frontal: conceptualmente no me parece mal, pero la ley, típica del kirchnerismo, hace tres gambetas de más y arruina una causa que merecía una legislación mejor.)
Nunca el ‘statu quo’, si es constitucional y dentro del Estado de derecho, puede ser extremista.
Hay otros ejemplos, pero empiezo a aterrizar para no hacer esto demasiado largo. Acá Pablo Semán, hermano de Ernesto, dice que Macri es la “ultraderecha”. En otros ámbitos ha intentado argentinizarse el concepto de “polarización asimétrica”, originario de Estados Unidos, donde una línea de pensamiento dice que la política está polarizada pero el Partido Republicano está más polarizado que el Partido Demócrata: en la extrapolación local, los republicanos extremistas serían los macristas; los demócratas moderados serían los kirchneristas. Y Roberto Navarro dice que ni siquiera hay polarización ni grieta: sólo hay persecución. Escuchen estos minutos de Navarro, donde no sólo dice que Luis Novaresio es “macrista” (recordemos que para el kirchnerista, todo no kirchnerista es macrista) sino que da nombres de los miembros de un supuesto “ejército con mucho poderío”: Jonatan Viale, Luis Majul, Alfredo Leuco. ¿No se escucha Navarro a sí mismo? ¿En qué planeta puede pensar que él es más pluralista que ellos? Me hace acordar a la discusión, ahora antigua, abandonada, de hace sólo dos semanas, sobre los “discursos de odio”. ¿Ninguno de sus denunciadores miraba C5N, leía Página/12, seguía en tuiter a Wado de Pedro?
Como con el auge contra los discursos de odio, el pánico moral de los kirchneristas sobre la extremización de la derecha viene floja de ejemplos. En abstracto son elocuentes; en concreto balbucean. Para mí lo central de la cuestión pasa por otro lado. Aquella noche, mientras escuchaba a Sebreli y Gioffré, comiendo empanaditas y tomando (en mi caso) coca-cola sin azúcar, también pensé que el impulso creciente a negarle credenciales democráticas a la oposición, a los periodistas y a los jueces viene, además, de su miedo a perder las elecciones del año que viene. Los tiempos van cambiando. No había grieta cuando había hegemonía kirchnerista. Hubo grieta cuando la hegemonía estuvo en disputa. Y ahora hay “extrema derecha” cuando asoma la derrota, porque para el kirchnerismo y sus intelectuales es lógicamente imposible que el peronismo (encarnación del Pueblo, vehículo natural de la Nación) pierda contra una fuerza democrática: entonces, ante la derrota, que sea contra una fuerza ilegítima. Habremos perdido, dirán, pero al menos perdimos contra un ejército fascista y todopoderoso. Quizás les sirve de consuelo.
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