Dejé de escribir en primera persona hace algunos años por dos razones: por un lado, mi escritura devino más formal y adopté el impersonal nosotros del registro de los textos filosóficos, que borra la singularidad en pos de una supuesta “comunidad académica”; por el otro, puse en pausa otras formas de escritura, más ensayísticas, por no encontrar ahí el mismo disfrute del que supe gozar. Sin embargo, esta primera persona se torna imperiosa ahora porque el objeto de este artículo es mi devenir, o bien ciertas transformaciones personales, sexuales y políticas de mi existencia.
¿Qué sería atractivo de uno mismo para ser objeto de escritura? Quizá tenga que ver con eso que no pocos amigos que me conocen bien me han dicho: “Sos una persona libre”. Y es algo sobre lo que he pensado a menudo. ¿Soy libre? No comparto el concepto de libertad como autodeterminación absoluta a la Sartre ni tampoco suscribo plenamente la idea de la libertad como no interferencia (negativa) del liberalismo clásico. Soy más escéptico al respecto: creo que somos libres y determinados al mismo tiempo. Considero que tenemos un espacio de voluntad y autonomía (mi lado liberal), pero al mismo tiempo creo que operamos siempre entre relaciones de poder que nos determinan (mi lado foucaultiano). Es una negociación o lucha permanente. Podemos revertirlas o resistirlas, pero estoy convencido de que no hay nada por fuera de ellas.
Estos tres elementos, que tal vez parezcan divergentes, poseen un hilo conductor evidente a mis ojos: cierta fobia a la estatalidad.
Por tanto, sí: soy libre desde mis determinaciones. ¿Cuáles son? Partiendo de alguien nacido en enero de 1976 en una familia porteña de clase media, puedo identificar con claridad tres discursos que condicionaron y produjeron mi subjetividad: en primer lugar, mi educación católica de niño, consecuencia de la cercanía de mi padre con los frailes dominicos del convento de Santo Domingo; en segundo lugar, la contracultura californiana durante mi adolescencia, a la cual llegué a través de mi tío, un arquitecto ecologista admirador de Frank Lloyd Wright que incentivó el hábito de la lectura en mí con textos de Henry David Thoreau, los escritores beatniks, el monje trapense Thomas Merton y la colección de la revista Mutantia de Miguel Grinberg; en tercer lugar, el clima de época promercado en mi juventud, efecto de la caída del Muro de Berlín y de las reformas económicas del menemismo.
Estos tres elementos, que tal vez parezcan divergentes, poseen un hilo conductor evidente a mis ojos: cierta fobia a la estatalidad. Iglesia, autogestión y mercado tienen en común ser dispositivos en los cuales el Estado está al margen. Desde estas perspectivas que me matrizaron escribo sobre mí y, si bien mi relación con estas ideas ha tenido altas y bajas, este core libertario esculpió mi modo de vida, mi ethos hasta el día de hoy. Tal vez sea raro para un país tan estatizante y paternalista como la Argentina. Posiblemente, a ello se refieran algunos amigos cuando me dicen que soy libre.
Progresismos
En los ’90 fui antimenemista en un momento en el que el campo progresista, al que pertenecía más por default que por convicción (estudiaba cine y filosofía, circulaba por la noche under porteña: no se podía ser otra cosa), se definía por el espanto, no por el amor. Sin embargo, el pegamento del rechazo a Menem se quebró una vez que el cuco se fue y fracasó la Alianza, que como muchos voté con ilusión y hoy veo que como un gesto de tremenda ingenuidad. Lo cierto es que al interior del progresismo anidaban dos expresiones antitéticas: una liberal en lo político y cosmopolita, de raíces radicales, y otra populista y nacionalista de filiación peronista. La debacle del menemismo dejó en evidencia las diferencias sustanciales entre ambas tendencias. Para el sector nacional-popular (quienes venían del Frepaso), la reconversión kirchnerista fue automática, gradual y sostenida en el tiempo, mientras que para quienes nunca compramos el relato K, ni siquiera votamos a Néstor en 2003, se desplegó frente a nosotros una galaxia panradical que iba del centroderecha (Recrear de López Murphy) al centroizquierda (el ARI y luego la Coalición Cívica de Lilita Carrió), en la cual boyé sin demasiado entusiasmo como uno más de esa “inmensa minoría” que pretendía ir a la búsqueda de un liberalismo progresista en la Argentina.
Paradójicamente, hacia fines del primer gobierno de Cristina Fernández y comienzos del segundo recuerdo haber vivido momentos vitales, efervescentes y creativos, ajeno a la euforia hegemónica del 54 %, en mi propio laboratorio, tejiendo ideas complemente fuera de la agenda y la discusión pública. Así las cosas, mi exploración me llevó a estudiar, escribir y hablar, producto del desencanto político, sobre filosofías extrañísimas para el mundo que solía transitar hasta ese entonces y que me gustaba llamar “contracultura liberal” (del anarco-individualismo al libertarianismo). De más está decir que no tenía conexión alguna con quienes suscribían estas ideas estrambóticas, si es que los había en la Argentina. Fue así que en los cursos de filosofía que dictaba en mi casa comenzaron a llegar personajes pintorescos lindantes a estas corrientes, algunos de ellos integrantes del extinto Partido Liberal-Libertario. Más allá de sus maximalismos y delirios políticos (que, debo admitir, en aquel entonces me divertían), la cercanía circunstancial con el ambiente liberal y libertario argentino, que aún distaba mucho de la moda actual entre ciertos jóvenes, me permitió conocer autores lúcidos (economistas, sobre todo) que ponían a prueba preconceptos que traía en mi mochila o, al revés, que tenían vasos comunicantes aún no explicitados con las fibras anarcoides de Foucault y Deleuze, en cuyas filosofías me había formado y especializado.
Después de mi “momento libertario”, que se extendió por unos cinco años, más producto de lo novedoso que me resultaba ese descubrimiento teórico que por auténtica adscripción ideológica, con el arribo del gobierno de Cambiemos (al que voté) de alguna manera volví a repensar la posibilidad del liberalismo progresista que buscaba en los ’90. Tomé contacto con gente muy valiosa vinculada al PRO, al cual siempre percibí como un monstruo bicéfalo que aglutinaba un sector mayoritario conservador y un sector minoritario liberal, es decir, racionalidad económica y progresismo en las cuestiones individuales. Obviamente, mi afinidad era con el segundo espacio y creía que el partido podría crecer en esa dirección, aunque esto no sucedió en aquel momento.
Eso es una debilidad del kirchnerismo: están demasiado cómodos, no mutan, leen de manera resentida lo extraño a su clúster, no se dejan atravesar por otras tradiciones filosóficas.
Un progresismo no peronista en esta Argentina es algo siempre difícil, en mi caso ello implicó vivir experimentos que un peronista no necesita transitar al estar galvanizado por los fueros que le da la pertenencia nac&pop. Eso, lejos de lo que se cree, es una debilidad del kirchnerismo: están demasiado cómodos, no mutan, leen de manera resentida lo extraño a su clúster, no se dejan atravesar por otras tradiciones filosóficas y rápidamente le colocan la etiqueta de “derecha” a todo lo ajeno a su trinchera de superioridad moral.
A pesar de mis experimentos políticos, nunca dejé de percibirme como un progresista, alguien que se mueve entre el centro y el centroizquierda. En Estados Unidos votaría al Partido Demócrata, en Canadá al Partido Liberal de Justin Trudeau, en Francia apoyaría a Emmanuel Macron y en España me siento afín a Ciudadanos. Hoy sostengo una posición socioliberal, a mi juicio la más razonable y madura, a contrapelo en estos tiempos intensos, porque logra equilibrar libertad y equidad. Mi devenir político me permitió incorporar conocimiento económico, del cual carecía por completo, así como la conciencia de una racionalidad para el crecimiento del país, al mismo tiempo que logré tornar más sutil mi defensa y búsqueda de ampliación de las libertades civiles y personales sin que ello implique la descalificación de quienes sostienen posiciones conservadoras en estos temas pero que no buscan imponerlas como una norma general.
En la Argentina nunca nada es lineal y es todo más caótico, tal vez porque el corte no es derecha o izquierda sino una tradición liberal-republicana y una nacional-popular, y cada conglomerado tiene su línea progresista y conservadora al interior de sí. Por tanto, quienes somos liberales-progresistas debemos convivir con liberales-conservadores a pesar de tener diferencias sustanciales en cuestiones morales, pero compartiendo un paraguas republicano común cuya herramienta electoral hoy encarna Juntos por el Cambio. Esto no debería ser una incomodidad, ya que el Frente de Todos también hace cohabitar en su interior a La Cámpora con Massa y Berni sin complejos.
Sexualidades
Alguna vez respondí en una entrevista que era un foucaultiano en lo ético y político, es decir, que pensaba la moralidad como una estética de la existencia al mismo tiempo que mi concepción política partía de una analítica del poder en las relaciones y las gubernamentalidades. Sin embargo, también decía que en el plano estético y erótico era un deleuziano, en el sentido en que tenía predilección por la aproximación al arte como una máquina de producción de afectos así como por mi gusto por el cine y la tradición literaria angloamericana. ¿Y lo erótico? Durante un tiempo sentí mi anormalidad en este plano y la viví como una falta, algo que debía ser arreglado o incluso como una indefinición molesta. No tenía novias (era en silencio asiduo cliente de prostitutas) pero no era gay, no participaba de la masculinidad prototípica (fútbol, minas, boliches), pero tampoco sentía deseos de transitar por circuitos de minorías sexuales. Mis amigos durante la secundaria y adolescencia no eran los “populares”, me rodeaba de nerds y homosexuales. Tal vez lo “no binario”, hoy tan presente en la agenda de la diversidad sexual, era algo que estaba ahí, en potencia, listo para ser desplegado.
Quizá por eso digo que mi erótica es deleuziana. Traducido para quienes nunca leyeron una línea del filósofo francés: podría decir que en la esfera sexo-afectiva siempre fui anarquista, vale decir, nunca desarrollé vínculos propietaristas en este aspecto. No estoy casado, no tengo hijos, nunca tuve pareja estable y los valores de la monogamia, la fidelidad y la sexualidad con fines reproductivos son irrelevantes para mí. Jamás sentí deseos de algo por el estilo. No necesito poseer las relaciones de las personas con quienes comparto momentos sexuales. Esta fugacidad, que algunos llamarán de manera denigrante “promiscuidad”, a mi juicio lleva a construir un conocimiento profundo de la sexualidad humana a la cual veo como una dimensión de creación de placeres: el deseo sexual es algo que nos atraviesa hasta la muerte y trato de vivirlo con alegría. Fui dichoso al ser muy amado por mi padre y actualmente recibo caudales amorosos de mi madre, mis hermanas, amigos y alumnos. Nunca busqué ni me resultó indispensable el amor romántico, lo mío es el amor filial y fraterno.
Si una identidad sexual se deriva de las prácticas sexuales, entonces soy bisexual o pansexual.
Soy un anarco-deseante, mi deseo es nómade. En este sentido, hay conceptos de la filosofía de Deleuze, como “devenir mujer” y “homosexualidad molecular”, que me han ayudado a pensar esta forma que tengo de vivir la sexualidad (fuera de guetos e identidades), de igual modo que las obras de Guy Hocquenghem y René Schérer. Si una identidad sexual se deriva de las prácticas sexuales, entonces soy bisexual o pansexual, ya que he tenido experiencias con mujeres (la gran mayoría), mujeres trans (sobre todo en las últimas décadas) y hombres (minoritariamente y de modo esporádico). En este sentido, me gusta emplear la palabra “libertino”, porque la siento afín en el sentido clásico, del siglo XVIII, como los personajes de las novelas de Sade que eran abiertos a toda sexualidad.
Siempre me he identificado con hombres no patriarcales (dandys, aristócratas, solitarios) y mujeres fuertemente deseantes (pornostars, divas de Hollywood y la cultura pop). En esta dirección, la sexualidad que transito implica una “disidencia” de la libido que es rechazada de igual forma por feministas puritanas y la alt-right; en el primer caso, debido a mi afinidad con cierta “feminidad cliché”; en el segundo, por ser una expresión “deconstruida” de la masculinidad, muy lejana del varón mítico que buscan restaurar los influencers de derecha de Youtube.
Así como en el plano político el contacto con tradiciones ajenas a una mirada progresista ha enriquecido y tornado más elaborada mi posición actual, en el plano sexual podría decir lo mismo: de mi heterosexualidad exclusiva en mis veintes, a las experiencias con mujeres trans en mis treintas a mi actual fluidez más allá del género, he consolidado una mirada no sólo en la cual el deseo tiene un valor central sino también la tolerancia y comprensión de toda diversidad en esta materia. Mis experiencias sexuales me han tornado más compasivo y pacífico. En este aspecto, mis viajes a San Francisco (tuve una relación con una chica californiana entre 2009 y 2010) han sido un momento determinante en mi aprendizaje, en el cual logré conjugar teoría y práctica, vale decir, todo lo que había leído de la contracultura aún se respira allí y permite márgenes de libertad sexual como no vi en ningún otro lado gracias a un marco político liberal.
Micropolíticas
Con la experiencia de estos 45 años vividos con intensidad, producto del estudio y de mis visitas al exterior, tomé conciencia, luego de una maceración lenta, de que las “microrrevoluciones de la subjetividad” a las que se apelan desde posiciones anarcos o progresistas son posibles precisamente bajo administraciones liberales de ciudades cosmopolitas que permiten y protegen las libertades individuales, vale decir, aquellos espacios que hacen posible la experimentación toxicológica (antipunitivistas en materia de comercio y consumo de drogas), la libertad sexual (el trabajo sexual está regulado o no penalizado y hay industria del cine pornográfico), que garantizan los derechos de la mujer y de la comunidad LGBT (aborto legal, matrimonio homosexual y ley de identidad de género), sin contar, obviamente, que habilitan una libertad de expresión sin reservas, incluso de proclamas subversivas, sediciosas y revolucionarias contra el propio sistema político que las permite.
Las llamadas “micropolíticas de género” por el filósofo español Paul B. Preciado nacieron en Nueva York, San Francisco, Berlín o París (no en La Habana, Caracas ni Moscú), todas urbes multiculturales en las cuales los ciudadanos gozan de formas legales que les permiten experimentar y ampliar sus modos de vida libertarios. Aún hoy son muy pocos los intelectuales que admiten esto de manera franca. La mayoría sostiene dobles varas morales (con regímenes totalitarios y teocráticos) y son hipócritas sobre los beneficios que tienen por vivir en sociedades abiertas. Hoy no tengo dudas de que los Estados administrados bajo gobiernos liberales-progresistas son aquellos que permiten desplegar existencias singulares y desarrollar utopías voluntarias de diverso tipo (socialistas, anarquistas, puritanas o libertinas). Holanda, Nueva Zelanda, Australia, Alemania, Francia, Canadá, Uruguay y Estados Unidos, particularmente el estado de California, son sólo algunos ejemplos evidentes en los cuales esto es visible.
En este aspecto es que puedo decir que lo personal es político, pero en otro sentido, disímil al de su formulación originaria, vale decir, lo personal no es político por su apelación a una política de la identidad (sexual, de género o racial), cosa que rechazo por su tendencia al narcisismo y la dinámica de gueto, sino porque la diversidad de los modos de vida tiene su expresión política en un ensamble legal que permite su devenir y estos, a su vez, modifican y se configuran como el caldo de cultivo que impactará posteriormente en una reelaboración de las normas de convivencia. En el fondo es la lección del movimiento de derechos civiles en los ’60 en Estados Unidos, al cual admiro cada vez más: para no ser letra muerta, la libertad debe ser una conquista de todos los días y que se ejerce poniendo el cuerpo. La norma siempre llega después, pero es necesario que llegue.
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