En estos días transcurridos desde el inicio de la pandemia tuve el infortunio de perder dos amigas y un amigo, todos muy queridos y por distintas razones, ninguno por el virus que tiene al mundo en vilo. El covid nos pone restricciones que se pueden entender desde la lógica, pero difícilmente con el corazón: la imposibilidad de despedir a los seres queridos, de darles un último adiós. Sin hacer nombres, me queda atravesada la angustia de un gran amigo que sólo pudo decirle chau con la mano a su mujer a la distancia, cuando se la llevaban para la habitación de la clínica donde murió: sola. Me persigue la tristeza de imaginarlo con sus dos hijos como única compañía en el entierro. La impotencia de no haber podido abrazarlo, llorar con él, acompañarlo en el dolor, tramitar el mío. Los rituales del final nos sirven para eso: para darle play al duelo.
En las primeras horas del 20 de agosto, rodeada por su familia en este caso, murió Patricia Zalazar, una maravillosa mujer a la que tuve la oportunidad de conocer cuando comencé la aventura de escribir Ruido de magia, la biografía de Luis Alberto Spinetta: la madre de sus cuatro hijos y su mujer durante 23 años. La última vez que hablamos fue para Navidad, hace menos de un año, por Whatsapp. Nos debíamos una cena con otro amigo, que había perdido a su hermano en este tiempo. Luego la saludé para el cumpleaños, pero no contestó. La presumí ocupada con sus nietos. Y después vino el shock de tristeza inconsolable que me provocó la noticia de su partida.
Ella sabe todo”, me confirmó Cata, y era verdad. Ella supo todo, incluso sabía cosas que no sucedieron en el tiempo: las vaticinó.
Cuando con Catarina Spinetta acordamos trabajar en una biografía oficial de su padre, entre otras cosas coincidimos inmediatamente en algo: Patricia era clave en este relato. “Ella sabe todo”, me confirmó Cata, y era verdad. Ella supo todo, incluso sabía cosas que no sucedieron en el tiempo: las vaticinó. “Yo escucho un hola de cualquiera de los hijos por teléfono –me contó Patricia una vez– y yo ya sé si está bien, si está angustiado. Es más: no hace falta siquiera que escuche el hola, porque ya capto con las antenitas. Sé qué molesta, sé qué no, sé lo que sienten”.
El asunto era que Patricia y yo no nos conocíamos; ella siempre fue una mujer de perfil bajo, nunca dio notas, nunca había hablado. Nos juntamos por primera vez en un barcito de Palermo, cerca de su casa, en Villa Crespo, con Catarina como chaperona. Le llevé algunos libros míos para que viera lo que escribía, y pensé que mi biografía de Charly García no era la mejor carta de presentación porque es un libro de sexo, drogas, rock’n roll y muchas otras yerbas. En ese primer encuentro observé algo: Patricia tenía buen humor. Ya era una buena señal, a la que le seguirían otras.
La segunda vez que nos vimos ya fue en la intimidad de su hogar –intimidad que cuidaba con firmeza– y casi no hablamos de Spinetta. Yo quería conocerla a ella; quería saber quién era esa mujer con la que Luis compartió tantos años, con la que tuvo cuatro hijos. Y me encontré con una persona cálida, luminosa, inteligente, ilustrada y con una risa que hacía temblar las paredes. Por suerte le encontré el punto con el humor: no quería hacerle recorrer sus años con Luis cargando la mochila de su ausencia. Fueron como diez charlas, pero en esa primera me contó toda su historia, tremendamente difícil, porque se tuvo que hacer a los golpes desde muy chiquita. Y no fueron golpes, sino verdaderos palazos de los que se sobrepuso porque se forjó un temple extraordinario. Nació en Florida, Vicente López, en 1956 y sus padres estaban más locos que cualquier rockero: las abandonaron a ella y a su hermana cuando consideraron que estaban lo suficientemente grandes. Patri recién había terminado la primaria y tenía una hermana menor. Después, la pareja de su madre fue la que proporcionó una salida para esas dos nenas.
las calles de vicente lópez
Es una historia con muchísimos detalles reveladores, pero quisiera poner la lupa sobre una derivación de esos hechos: Patricia Zalazar no existió. Ella se inventó a sí misma: su nombre original era Beatriz Isabel. Cuando la bautizaron, se cortó la calle en Vicente López y se bailó, se comió y se bebió en honor a la niña, a la que le eligieron el nombre entre todos los vecinos. Con el tiempo sintió que ese fue un primer abandono: “¡Ni siquiera fuiste capaz de elegirme el nombre, mamá!” Años después, durante una tarde en la plaza de Olivos unos muchachitos quisieron entablar conversación con ella y su hermana. “Cuando me preguntaron el nombre, me salió decirles Patricia. Y una vez que lo dije, lo dije”. Ninguna tonta, a su amigo Willy le puso otro nombre que había pensado para ella misma. Y Willy pasó a ser Sharon.
En enero de 1973, a poco más de un mes de ir a un recital que iba a cambiarle la vida para siempre, Patricia vivía y disfrutaba de una adolescencia relativamente sana. Había experimentado con esas pastillas raras como el Artane, pero le producían alucinaciones arácnidas; la marihuana la llevaba a angustiarse con los problemas. No había escuchado a Almendra ni le gustaba Sui Generis y mucho menos conocía a ese cuarteto que respondía al psicodélico nombre de Pescado Rabioso; prefería a los Rolling Stones, los Beatles, Rick Wakeman (un disco que había en las cercanías de su Winco) y amaba con locura a Jackson 5. ¿Un ADN que se trasladaría a Illya Kuryaki & The Valderramas?
“En aquella época teníamos la libertad de poder movernos a cualquier hora en la calle. No había banditas, recorríamos todo lo que era la zona norte, de Vicente López a San Isidro, caminábamos muchísimo, y en el camino se iban uniendo amigos, con los que nos identificábamos por cómo nos vestíamos. Tenía muy poca ropa, no tenía maquillaje, no era una chica de peluquería, ni de pintarme las uñas, ni nada: no estaba dentro de nuestra vida. Lo femenino no estaba en acción, porque mi mamá y mi abuela eran de ascendencia alemana (Kronemberger), y en ellas primaba la cuestión de lo que correspondía en cuanto al contacto con los demás o en lo social”.
Tenía muy poca ropa, no tenía maquillaje, no era una chica de peluquería, ni de pintarme las uñas, ni nada: no estaba dentro de nuestra vida.
El 3 de febrero de 1973, forzada por los amigos de su barra a los que arrastraba a ver las estrellas a la vera del río, Patricia concurrió a la Sociedad Italiana de Vicente López a ver una banda que ellos no querían perderse: Pescado Rabioso, que estaba de gira por el conurbano presentando los temas del insuperable Pescado 2. Esa noche Patricia subió al rayo al fin, rayo que se dio como una descarga eléctrica cuando cruzó un beso en la mejilla con el cantante de aquella banda, Luis Alberto Spinetta, amigo de la infancia de uno de los que la llevó a ese show. Y el resto es historia. Si bien no comenzó a salir de inmediato con él, una vez que Luis la presentó a sus padres y hermanos, Patricia encontró en la casa de Arribeños un calor de familia que era como rayos solares que acarician. La incluían, era una más, la quisieron de inmediato: era la familia que desafortunadamente no había tenido. Con el novio que jamás había imaginado. Se casó con él cuando estaba embarazada de Dante y los testigos de aquella ceremonia civil de 1976 fueron Pomo y Machi, todavía miembros de Invisible. Tuvieron a Dante, Catarina, Valentino y Vera, que les dieron nueve nietos.
Sería injusto –porque hoy la estrella es Patricia– que cuente aquí cosas de su vida junto a Spinetta, algunas de las cuales figuran en Ruido de magia. Pero ese libro no es sólo mío, porque participaron más de cien personas. Y la persona que me contó todo por primera vez fue Patricia, en incontables cafés con galletitas en su casa, riéndonos hasta no poder más, procurando no irnos de tema… para descarrilar a los dos minutos. ¡Esa risa, más contagiosa que la variante delta, era más fuerte que nosotros!
Sé que cuando vuelva a retumbar un trueno sobre Buenos Aires será sólo un eco de su risa celestial, haciendo vibrar la tierra.
En el transcurso nos hicimos amigos: me aconsejaba en todo y muy bien. “Voy a tener que ir a hablar con Dylan”, me repetía cuando le contaba los destrozos que hacía mi perro (hoy mucho más calmo). Hablábamos de nuestros hijos, de sus nietos (Ciaro y Eloísa estuvieron presentes en algunas charlas), del mercado inmobiliario, de política, de lo que nos surgiera, y la amistad sobrepasó el proyecto de la biografía de Luis. Fue una entusiasta lectora de mis otros libros y una implacable correctora de Ruido de magia. Cuando vimos unas fotos de Rubén Andón como posibles tapas le marqué una donde Luis estaba muy lindo, pero había otras hermosas también. Patricia ya había decidido: “Ahora quiero que sea esa que marcaste”. Era una de las que fue a la final junto a otra, que mostraba a Luis agarrando una guitarra como al revés; esa fue la que la editorial, creo que Valentino y yo queríamos: era un Spinetta muy rockero. Las dos tapas se sometieron a votación (Patricia, sus cuatro hijos y yo; la editorial gentilmente nos dejó decidir) y ganó la que quería Patricia: “La otra, no, Sergio, Luis se ve muy desaliñado”. Patricia cuidó a Spinetta durante su vida juntos, más allá de su matrimonio y más allá de la muerte.
En realidad cuidaba a todos: fue la auténtica Madre en Años Luz. Y sé que cuando vuelva a retumbar un trueno sobre Buenos Aires será sólo un eco de su risa celestial, haciendo vibrar la tierra.
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