IGNACIO LEDESMA
Domingo

Pasando lista

Como en los ejércitos de la Guerra de la Independencia, hace 200 años, en las marchas piqueteras sigue siendo importante contar a los presentes y castigar a los desertores.

Militancia, militante, militar una idea. Son palabras y expresiones que el kirchnerismo glorifica, a la vez que desprecia el otro significado derivado del latín militaris (relativo a los soldados o la guerra). Sin embargo, las movilizaciones rentadas, tanto para apoyar como para reclamar al gobierno de los Fernández, utilizan dos principios básicos, y antiquísimos, de la organización de milicias y ejércitos. Lo vimos, lo escuchamos, lo leímos. En las marchas de grupos piqueteros oficiales, paraoficiales y funcionales K, se toma lista a los presentes como condición para mantenerles los planes o algún tipo de paga (es decir, para evitar deserciones en las filas). Por su parte, los obligados a cortar puentes, calles y avenidas, si no pueden o no quieren asistir a la convocatoria, deben abonar una changa para que alguien más los reemplace. En el lenguaje de las armas del siglo XIX en Argentina, ese sustituto es un personero.

Contra la primera asociación libre que solemos hacer, el acto de tomar lista no proviene de la escuela. Nació en las fuerzas armadas y de ahí saltó, a lo largo de la historia, a otros contingentes humanos donde había que imponer control, orden y disciplina: tripulaciones, cárceles, colegios, plantaciones, fábricas. Ya en las legiones romanas, que tenían una estructura burocrática inmensa, se pasaba lista para conocer cuántos efectivos quedaban en condiciones de combatir y cuántas bajas se habían producido por enfermedad, muerte o deserción tras las marchas y batallas. El llamado a viva voz de los hombres se repetía para efectuar la paga, imponer condecoraciones e instrucciones, prestar juramento, etc.

Hoy el Estado presente se encarga de explicarles el concepto a niños de entre siete y ocho años. En un manual para segundo y tercer grado de primaria, publicado en 2020, al comienzo de la pandemia, dentro de la colección Seguimos educando, el Ministerio de Educación de la Nación hace una descripción de “La vida en el campamento El Plumerillo”. Los soldados de San Martín que se preparaban para el Cruce de Los Andes, dice el texto, “tenían que levantarse muy temprano y los sargentos tomaban lista para asegurarse de que no faltara nadie. Eso era porque había soldados que se escapaban del campamento, no todos estaban convencidos de estar en el ejército. A la noche se volvía a tomar lista”. Entonces, alumno, si la militancia del termo Stanley y el celu enchulado está tan convencida de la epopeya nacional y popular, ¿por qué le pasan lista?

Soldado que huye

La deserción fue, desde la antigüedad, un grave problema de los ejércitos. Para frenar la imitación, el castigo buscaba ser ejemplar. Pena de muerte, prisión, tormentos, azotes en público y hasta amputación eran los remedios tradicionales. En 1684, en el ejército francés, se dispuso el cercenamiento de la nariz y las orejas a los condenados por desertores. Otra posibilidad: prolongar el tiempo de servicio. Pero era un arma de doble filo. Por un lado, el soldado seguía disponible y entero; por el otro, quedaba latente el riesgo de una nueva fuga o motín.

La historiadora Diana Roselly Pérez Gerardo, de la Universidad Nacional Autónoma de México, investigó esta problemática durante el período colonial en el Río de la Plata en su trabajo “Blandengues desertores: dinámicas sociales de frontera en Buenos Aires a finales del siglo XVIII”. Los blandengues eran un cuerpo de caballería creado en 1751, financiado por el Cabildo, con el objetivo de vigilar y proteger el difuso límite con los indios.

La deserción fue, desde la antigüedad, un grave problema de los ejércitos. Para frenar la imitación, el castigo buscaba ser ejemplar.

Según cita Pérez Gerardo, las Ordenanzas Militares de Carlos III de 1768 calificaban la deserción como un crimen y dictaban pena de muerte para quien lo cometiera en tiempo de guerra. Cualquier ausencia por retraso de una licencia sería tratada como deserción y se preveían cuatro años de servicio extra para conatos de fuga. Había atenuantes si el evadido no había recibido sueldo, comida o vestuario. En este caso, la pena era servir en la compañía seis años más.

Aún bajo el clima de fervor patriótico causado por la Guerra de Independencia, costaba conseguir hombres para ir al frente. La cosa se complicó aún más a medida que avanzó el siglo XIX, para saciar la sed de sangre de las guerras civiles y exteriores y el combate con el indio.

Si querían eludir el enrolamiento más o menos “voluntario”, cuando no obligatorio, los hombres sanos en edad de sumarse a filas tenían distintas alternativas: solicitar el instituto de reemplazante o personería (del que hablaremos más adelante), abandonar momentáneamente la ciudad o poblado, solicitar dispensa por motivos familiares, laborales o de salud, utilizar influencias, etc.

La vida en el Ejército y en la Guardia Nacional (cuerpo de civiles enrolados y armados como fuerza auxiliar del ejército de línea) era una suma de calamidades: sueldos que llegaban tarde, mal y nunca, escasez de armas, ropa, calzado y comida. Por encima de todo, sobrevolaban las heridas, la enfermedad y la muerte y, no menos importante, la arbitrariedad de los jefes a quienes estaba obligada a responder la soldadesca.

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El Ejército argentino no tuvo un código militar propio hasta 1889. Antes, la justicia militar se aplicaba a partir de diversas interpretaciones de las Ordenanzas de Carlos III. Una estaqueada bajo el rayo del sol o una tarde de spa en el cepo eran lo más suavecito que podía ocurrirle a la milicada. En una tesis doctoral de 1875 titulada “Higiene del soldado en guarnición”, el médico Francisco Castellanos escribió sobre “los castigos de que tanto se abusa”. Y agregó: “Recuerdo que en un ejercicio que hacía un batallón, un soldado cometió una falta, muy leve, se equivocó, en vez de hacer tal maniobra, hizo otra; esto fue suficiente para que en el momento su jefe le lanzara una estocada que trajo la muerte del individuo”.

¿Se entiende por qué tantos desertaban y se pasaba lista dos veces al día?

Presentes y ausentes

En su artículo “La militarización del Río de la Plata, 1810-1820”, el doctor en Historia Alejandro Rabinovich, investigador del CONICET y profesor en la Universidad Nacional de La Pampa, analizó “listas de revista militar”.

“Este documento fundamental –sostiene Rabinovich– era elaborado por un funcionario llamado comisario, quien tenía la responsabilidad de servir de nexo entre la estructura militar y la hacienda encargada de pagar los sueldos de los soldados. Mes a mes, el comisario debía pasar lista a cada una de las compañías presentes en un punto determinado, las que se formaban en un lugar abierto a fin de ser inspeccionadas. La revista consignaba el cargo, nombre y apellido de cada individuo presente en la unidad y a partir de ella se ejecutaban los sueldos, se suministraba rancho (comida, tabaco, yerba, aguardiente), armas y uniformes. Es probable que algunas listas fuesen ligeramente «infladas» para cobrar algunos sueldos extras, pero en líneas generales nos dan una imagen realista del efectivo de cada unidad”.

¿Corrupción en tiempos de la Guerra de Independencia? Tal vez sólo se trataba de rapiñar más recursos para mantener la cohesión de la fuerza. Afirma Rabinovich: “Tras cada marcha, tras cada combate, tras cada batalla terminada en derrota, las bajas (muertos, heridos y prisioneros) se multiplicaban. Huaqui, Ayohúma, Sipe-Sipe o Cancha Rayada significaron cada una la disolución de unidades enteras que se perdieron para siempre. Es decir que por cada soldado que se cuenta sano y salvo en la revista, puede haber un enfermo en algún hospital, un cadáver en algún campo de batalla, un desertor recorriendo la campaña”.

¿Corrupción en tiempos de la Guerra de Independencia? Tal vez sólo se trataba de rapiñar más recursos para mantener la cohesión de la fuerza.

El homicidio del soldado Omar Carrasco, ocurrido en 1994 en la guarnición de Zapala, Neuquén, significó el fin del servicio militar obligatorio. Menem lo hizo. Los flamantes compañeros de Carrasco supieron que no estaba en la cuadra al tercer día de su incorporación a la colimba. ¿Cómo se dieron cuenta? Por la noche, cuando se pasó lista, él no respondió. En el parte diario de novedades, el oficial a cargo omitió consignar la ausencia. Fue el inicio de una cadena de mentiras que comenzó a desarmarse un mes después, cuando apareció el cadáver.

Lucas Codesido, doctor en Historia por la Universidad Nacional de La Plata, hace un repaso de las formas de reclutamiento, más allá de las levas forzosas y generales, en el trabajo “Los soldados, sus jefes y el Estado: La construcción de la obediencia en el Ejército de Línea (Argentina, 1862-1882)”.

Estaban, por ejemplo, los “enganchados” y los “voluntarios”, que firmaban un contrato para sumarse a la carrera de las armas bajo distintos grados de coacción. Los “reenganchados” eran los que renovaban el período de servicio. “Destinados” era un nombre que englobaba a delincuentes convictos y a gauchos capturados bajo las leyes de “vagos y malentretenidos”. Los “recargados” no eran fanáticos de Matrix, sino condenados a pasar más tiempo bajo bandera por faltas cometidas en la fuerza. “Desertor aprehendido” es una figura bastante clara. Los prisioneros de facciones derrotadas en las guerras civiles también engrosaban las filas del bando triunfante. Por último, estaban los “personeros”.

Pobres conchaban a otros más pobres

Luciano Literas, sociólogo (UBA) y antropólogo social (Universidad Autónoma de Barcelona), escribió sobre los personeros en “La dimensión social de la guerra. Organización estatal, prestaciones militares y sociedad de las llanuras pampeanas (segunda mitad del siglo XIX)”.

“La personería se ubica dentro del abanico de prácticas asociadas a evadir el servicio de armas y muestra que no todas transgredieron las regulaciones jurídicas. A poco de crear la Guardia Nacional (en 1852, después de la caída de Rosas en la Batalla de Caseros), el gobierno dispuso que los obligados al servicio podían contratar a un personero en su lugar. La contratación de un sustituto no era novedosa, aunque en las décadas que siguieron tuvo lugar una creciente optimización”, asegura Literas, y añade:

En 1864 el gobierno provincial estableció que estos personeros debían contratarse ante el juez de paz, con el fin de evitar voces subversivas con respecto á los Jefes de G.N. Esto aludía a que los últimos admitieran sin inconvenientes a los personeros en los contingentes de frontera. Al comenzar la Guerra del Paraguay se sistematizó este enganche mediante decreto del presidente de la república. Aunque usado y reconocido desde los orígenes de la Guardia Nacional, el recurso de contratar personero fue sistematizado durante este conflicto, estipulando modo y cuota del enganche, momento en que probablemente cobró singular auge. Todo guardia nacional que quisiera poner personero en el Ejército de Línea debía pagar una cuota de 5.000$ m/c, para eximirse del servicio de campaña, dinero destinado a pagar al personero. Una muestra de la extensión de dicho recurso de elusión fue la creación de la Comisión de Personeros para recaudar el dinero sufragado en las contrataciones y depositarlo en el Banco de la Provincia de Buenos Aires.

El coste convirtió a la personería en un recurso más propio de los sectores de altos recursos. En momentos de gran reclutamiento existieron, incluso, mercados de personeros con estructuras comerciales específicas.

Aunque peones, jornaleros y pequeños productores accedieron a la personería reuniendo dinero entre familiares y amigos, el mecanismo fue, mayoritariamente, cosa de ricachones. Hoy, pobres conchaban a otros más pobres para que sean sus suplentes en las marchas piqueteras. En determinadas estructuras, la finalidad ya no es escapar de una carga pública, sino sumar puntos y seguir participando por el sueño del carguito público.

En 1813, luego del combate de San Lorenzo, que significó el bautismo de fuego del Regimiento de Granaderos a Caballo, el general San Martín ordenó que todas las tardes, en la lista mayor, se siguiera leyendo el nombre, apellido y grado póstumo de Cabral, soldado heroico.

El día de mañana, cuando alguien la recuerde, ¿qué emociones nos generará la abyecta práctica de tomar lista a la militancia rentada?

La tradición llega hasta nuestros días a través de la “Invocación al Sargento Cabral”, que se realiza en actos oficiales del Regimiento. Puede verse en YouTube y resulta conmovedora. El jefe de Granaderos llama al “Sargento Juan Bautista Cabral”. Desde el fondo, el suboficial más antiguo grita “¡presente!” y se lanza al trote rápido. Detiene el caballo frente a su superior y responde con voz atronadora: “¡Murió en el Campo del Honor, pero vive en nuestros corazones! ¡Viva la Patria, Granaderos!” Los efectivos formados responden con un “¡Viva!” que hace temblar todo. En ese momento, hasta el más anarquista siente que podría librar mil batallas por Argentina si San Martín se levantara de la tumba y lo ordenara.

El día de mañana, cuando alguien la recuerde, ¿qué emociones nos generará la abyecta práctica de tomar lista a la militancia rentada? ¿Alguien gritará “presente”? ¿Alguien se sentirá orgulloso de haber cobrado? ¿Se grabarán placas y se levantarán monumentos para honrar a los burócratas y rufianes que armaron el gerenciamiento de la miseria, con retornos incluidos? ¿O bajarán la mirada, silbarán bajito y rezarán para que caiga sobre ellos, y sus fortunas, el manto piadoso del olvido?

 

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José Montero

Nació en Buenos Aires en 1968. Es periodista, escritor y guionista. Autor de literatura infantil y juvenil, sus libros se leen en escuelas primarias y secundarias. Colabora en La Agenda. Acaba de cursar la Diplomatura en Dramaturgia de la UBA.

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