Transcurridos seis meses desde la asunción de Javier Milei, el presidente más improbable (o accidental) de nuestra historia, vale la pena analizar sus logros y en qué medida ha defraudado a los que lo votaron y a los que no. Asimismo, debemos resaltar los desafíos que le quedan por delante para que su presidencia no termine como han terminado todas, casi sin excepción, desde 1983.
A diferencia de lo que temían (o anhelaban) los que tuvieron la temeridad de votar a Sergio Massa, Milei no privatizó ni la educación ni la salud públicas, no impulsó la prohibición del aborto, no legalizó la portación de armas o la compraventa de órganos, ni dolarizó ni cerró el BCRA. Tampoco sacó a la Argentina del Mercosur. Moderado a pesar de sus modos, el presidente se enfocó en resolver la catástrofe heredada de su competidor, eliminando el déficit fiscal y su financiamiento monetario, impulsando reformas elementales del Estado y de la economía, y realineando la política exterior hacia las democracias de Occidente.
En cuanto a los que lo votaron, Milei cumplió con el norte que les prometió, abrazando una agenda que empezara a corregir algunas regulaciones y distorsiones que existen sólo en la Argentina, e impulsando una economía más libre y competitiva. Al mismo tiempo, su pragmatismo –que lo llevó a subir impuestos, retrasar la liberación del cepo, mantener privilegios para el juego o Tierra del Fuego, sostener en el cargo a funcionarios cuestionados de la administración anterior, o transar con la casta para designaciones en puestos clave, como la Corte Suprema– reveló más a un político realista que a un revolucionario utópico.
La mayor sorpresa de sus primeros seis meses: que aquel profeta despeinado y patilludo no fuera el loco que aparentaba ser.
Esto último fue tal vez la mayor sorpresa de sus primeros seis meses: que aquel profeta despeinado y patilludo no fuera el loco que aparentaba ser. A pesar de su estilo confrontativo y, por momentos, desencajado, el presidente argentino la ve, al menos en cuanto a las concesiones que debe realizar (como se hace en toda democracia liberal) para avanzar con los cambios que demanda la Argentina del futuro.
A pesar de un comienzo áspero con el fracaso de la primera Ley de Bases, el voto contrario al DNU en el Senado y el aumento de las jubilaciones en Diputados, creo que podemos descartar la fuga en helicóptero. Quedan, sin embargo, enormes desafíos por delante para garantizar que la economía salga de una vez del agujero negro y terraplanismo insólito en el que ha estado atrapada ya por décadas. Las anclas monetarias (light) y fiscales del programa, diseñadas por Luis Caputo —tal vez el más improbable (o accidental) piloto de tormentas— son indispensables pero insuficientes. Indispensables porque, sin ellas, la economía de Massa habría colapsado en una explosión inflacionaria que habría multiplicado la pobreza. Insuficientes porque con ellas solas es improbable que se generen las condiciones de crecimiento que garanticen la sostenibilidad de esas mismas anclas a lo largo del ciclo monetario global.
El plan, que no es hasta ahora más que un programa financiero de emergencia, similar al de un gerente financiero de una empresa que soporta pérdidas ilimitadas y la posible bancarrota, es un muy buen comienzo. Ha logrado detener la sangría de reservas, ordenado las cuentas públicas y, aunque más no sea a los manotazos, detenido la principal fuente de presión inflacionaria: el crecimiento exponencial de la oferta de dinero por financiamiento del déficit fiscal y el crecimiento tendencial de los pasivos monetarios remunerados.
Queda por definir la manera en que ese apretón fiscal podría tornarse permanente, sostenible e, idealmente, menos recesivo. En particular, con la oposición jugando en contra y añorando el colapso, visto el reciente voto alegre sobre las jubilaciones. Resta también avanzar hacia un régimen monetario y cambiario de mediano plazo. Descartada la dolarización exógena o forzada, y siendo la endógena impracticable (mientras el sector público opere en pesos y la moneda nacional sea la unidad de cuenta para los salarios), se precisa eliminar el cepo (o cepos) e introducir cambios legales y regulatorios para permitir la competencia de monedas.
Es fundamental y desafiante para la economía política reconciliarse con la idea de que el crecimiento sostenible exigirá un dólar de equilibrio más alto, o sea, un salario real bajo.
Es fundamental y desafiante para la economía política reconciliarse con la idea de que el crecimiento sostenible exigirá un dólar de equilibrio más alto, o sea, un salario real bajo, al menos por un tiempo. Cada vez que nos apuramos dejándonos llevar por la seducción de los salarios altos, nos ha ido mal y terminamos en una crisis, como después de 1996-97 o de 2016-2017. Para alcanzar el objetivo del dólar alto, que permita acumular reservas, es indispensable reducir el gasto público, mantener el superávit fiscal y abrir la economía. También se necesita calibrar el crawl para no apreciar en forma artificial el peso, tal vez hacia una tasa de depreciación que anticipe la inflación del mes entrante.
Para que las anclas fiscales y monetarias se tornen sostenibles, es indispensable librar a nuestra economía de las regulaciones, trabas y peajes que sofocan el apetito de ganancia, y que han encallado al barco del progreso en un fondo en el que nos hundimos y pudrimos hace décadas. Esto exigirá una sustancial liberalización comercial y una reformulación dramática de la coparticipación para fomentar la competencia entre las jurisdicciones, y el alineamiento entre la recaudación y el gasto.
Por último, queda por fin librar y vencer la gran batalla cultural de nuestros tiempos; lograr que el político promedio entienda que es el individuo con sed de ganancia y progreso (el paradigma de nuestros abuelos y bisabuelos inmigrantes) el que genera riqueza e innova, y que, al hacerlo, beneficia al resto de la sociedad. El político argentino y buena parte de nuestros votantes no creen en eso. Tienen, más bien, una visión corporativista (“si trabajamos juntos en vez de competir entre nosotros nos va a ir mejor”), voluntarista (“los incentivos no importan, lo que genera progreso es la voluntad, especialmente si mediada por el Estado”) y proteccionista (“el comercio internacional es un juego de suma cero, y de lo que se trata es de exportar mucho y no importar nada”).
Por supuesto, son todos sinsentidos que desafían a la ley de gravedad, pero es nuestra cultura dominante, la que debemos derrotar para que la Argentina pueda resurgir de sus cenizas. Y nadie mejor que Milei, en un país de locos, para liderar la tan necesaria fuga del manicomio populista.
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