VICTORIA MORETE
Domingo

Paraíso caja negra

El respeto religioso de los intelectuales de izquierda por la dictadura cubana se basó en falsos mitos de origen que resulta cada vez más difícil sostener.

Qué es Cuba? Un país opaco que ha creado a su alre­dedor una serie de mitos que lo recubre como un domo de palabras. Es el destino de las dictaduras. Ese tinglado es algo así como una iglesia atea o no tanto, donde el lu­gar de la divinidad está ocupado por la Revolución, con mayúscula, por cierto. Si una revolución es un proceso de cambio violento, en cambio la Revolución es la fuente de toda razón y justicia, el movimiento continuo hacia un futuro venturoso. Dos cosas complican la imagen: que no existe el movimiento continuo y que el futuro está siem­pre, claro, en el futuro. Como el paraíso, la utopía socia­lista es una cuestión de fe. Mientras en cierto sentido las izquierdas y los progresismos nos dicen que ese futuro ya llegó en la isla, la información que podemos conseguir nos dice todo lo contrario.

El 11 de julio de 2021, las gigan­tescas restricciones a causa de la pandemia, la escasez de alimentos, los cortes de luz, la falta de libertad general en la isla generaron un monumental movimiento ciudada­no que fue brutalmente reprimido. La represión dejó por lo menos 1.500 prisioneros en manos del gobierno, pero pasó algo más: las conmociones del 11J generaron un flujo de información que, por un tiempo, hicieron agujeros en el domo de papel. Es importante tenerlo en cuenta, por­que, como ocurre en toda dictadura, es muy difícil saber qué sucede realmente. Como si Cuba –y lo mismo aplica a Nicaragua, Venezuela, Irán y China, por mencionar paí­ses que están conectados directamente con Cuba– fue­ra un espacio vacío en el mapa sustituido por un mar de consignas.

Es problemático, por ejemplo, googlear o wikipediar datos sobre Cuba. No es que no los haya, sino que en ge­neral provienen del Estado cubano.

Es problemático, por ejemplo, googlear o wikipediar datos sobre Cuba. No es que no los haya, sino que en ge­neral provienen del Estado cubano. Es necesario un ejerci­cio de contraste, de deducción, para intuir al menos qué es exactamente lo que sucede, cuánto hay de verdad y cuánto de mentira en esos datos. Ahora bien: en general, todos los países tratan de mostrar al público global su mejor cara, y en medio de las mentiras surgen gotas, datos de una reali­dad irrefutable. Por mucho que se controlen los medios de comunicación y de prensa, es imposible tapar el sol con la uña. En algún momento, esos pequeños datos se vuelven lo suficientemente sólidos como para que uno pueda res­ponder con seguridad a la mitología.

La pregunta respecto de por qué la izquierda y el progresismo se aferran a Cuba y a la Revolución como la señora del último banquito de la parroquia a los misterios dolorosos de su rosario diario requiere algo así como un tratado patológico. La Revolu­ción Cubana, el hecho histórico, y no el ídolo inasible, nace de una serie de equívocos. A esta altura, decir que Er­nesto Guevara Lynch y Fidel Castro Ruiz liberaron la isla del imperialismo estadounidense es como decir que David derribó a Goliat con una honda y una piedra. De hecho, es exactamente ese mito el que está detrás de la admiración por los revolucionarios del Granma, como estuvo también con el Vietcong: los pocos valientes que derrotan al im­perio. Bueno, no. La verdad, no. Este es el primer mito al que hay que responder.

El mito del antiimperialismo

La guerra en Cuba desde 1956, cuando el Granma lle­ga a la isla, tuvo en principio apoyo político no sólo del Partido Ortodoxo (cuya plataforma tenía no pocos puntos de contacto con el peronismo, como la industrialización, la nacionalización de los servicios públicos, la justicia social y el antiimperialismo), sino también de sectores del empre­sariado cubano e incluso de la CIA. Esto último, amplia­mente documentado, tenía que ver con el punto central: se trataba de derrocar a Fulgencio Batista, dictador militar cuya corrupción era un problema tanto para las clases me­dias cubanas como para los intereses comerciales de Estados Unidos.

El propio Castro, en la célebre entrevista que Her­bert Matthews le realiza para el New York Times, asegura que no es comunista. Lo dijo, incluso, en la propia Cuba y, tras el triunfo de la Revolución, nuevamente en Estados Unidos. De hecho, los estadounidenses estaban convenci­dos (como los cubanos) de que Castro sería una especie de conservador democrático que diversificaría la economía sin alterar muchos de los negocios estadounidenses. Su comu­nismo o, más bien, su “marxismo-leninismo”, declarado en diciembre de 1961, provinieron después de un crédito de 100 millones de dólares cedido por la Unión de Repúbli­cas Socialistas Soviéticas (URSS) y la decisión del gobierno de Nikita Kruschev de comprar el azúcar que Estados Uni­dos, tras la expropiación por el gobierno castrista de empre­sas de comunicaciones, dejó de comprarle. Dicho de otro modo, convertirse en “marxista-leninista” fue la posibilidad de conseguir financiación de la URSS cuando la Guerra Fría estaba en un momento, paradójicamente, caliente al que la cálida Cuba caribeña caía como anillo al dedo.

Convertirse en “marxista-leninista” fue la posibilidad de conseguir financiación de la Unión Soviética cuando la Guerra Fría estaba en un momento caliente.

Basta entrar a Google y estas cosas aparecen sin ni si­quiera buscar demasiado. Preguntar “¿cuándo se declaró marxista Fidel Castro?” trae un sinfín de notas, análisis y datos –además del propio discurso interminable del barbado líder– que no necesitan demasiada explicación. Como cuenta Guillermo Cabrera Infante en Mea Cuba –aunque es cierto que su testimonio está teñido por el desencanto, la tristeza y el justificado odio al dictador–, Castro era sólo un matón del Partido Ortodoxo antes de Batista (un dictador que primero persiguió al Partido Co­munista y que luego recibió el apoyo electoral y explícito del Partido Comunista), un hombre de familia primero humilde y después adinerada, criado desde los 4 años por una institutriz y un estudiante universitario donde tal cosa estaba reservada a las clases pudientes. Dado que estudió Ciencias Sociales y más tarde Derecho (de lo que se gra­duó), seguramente tenía alguna lectura o conocimiento sobre el marxismo, pero estaba casi en las antípodas del comunismo.

No es sólo Wikipedia la que dice que asis­tió en 1948, patrocinado por Juan Domingo Perón, como delegado estudiantil a Caracas y Panamá y luego a la Con­ferencia Interamericana de Estudiantes en Bogotá, inte­rrumpida por el Bogotazo. No quiero decir: “Fidel, ni yan­qui ni marxista, peronista”, pero seguro –seguro– no era comunista. Y, sin embargo, su imagen y la del Che están ahí, pintadas en el comité central del PC en Buenos Aires, en la calle Entre Ríos entre Humberto Primo y Carlos Cal­vo.

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El problema no es que los hombres cambien (¿acaso Mussolini no era socialista y gramsciano en sus orígenes?), sino que los propios datos y el conjunto de eslóganes tien­den a encubrir lo que es incómodo decir. ¿Y qué es incó­modo decir? Simple: que Cuba es la dictadura militar más exitosa que tuvo América Latina en cuanto a duración y corrupción, y que lo único que permite sostener su estatu­to de paraíso socialista es el discurso. Lo que hay detrás es, se sabe, más complejo.

El hilo flojo

Nada de lo que dicen estas páginas sobre Cuba es algo que no esté al alcance de cualquiera con sólo entrar a In­ternet. Está todo allí, a la vista y evidente. Sin embargo, a pesar de que la escenografía revolucionaria se cae a pedazos ante la mirada de cualquiera que desee prestarle atención, mantiene su estatuto de respetable. Mantiene, además, el estadio del “sí, pero”. Que la economía esté destrozada, que el bloqueo no sea el bloqueo, que los derechos hu­manos sean permanentemente pisoteados no parece hacer mella en quienes todavía idolatran a Fidel y al Che. Hace muchos años, el autor de estas líneas entrevistó a un in­telectual argentino que había escrito una ficción sobre la Revolución Cubana. Dado que me pidió que no publicara sus palabras, me reservo su nombre (aunque ya no creo que pueda decir nada) y el de la ficción de marras. En ella, se narraban los fusilamientos llevados a cabo, rápido y sin derecho a defensa, por el Che Guevara. Pero algunos en­cumbrados burócratas de la isla protestaron: era inadmisi­ble tal mención. “Pero si fusilaban y era público”, insistió el intelectual. No, no se podía. Dejó entonces aquel traba­jo. Por lo bajo, este hombre inteligente hablaba pestes de Cuba, de Fidel y de lo que habían hecho, pero en público defendería a capa y espada la Revolución. La pregunta es por qué.

Una posible respuesta: Cuba fue, durante muchas dé­cadas, una caja absolutamente negra, una esfera impene­trable surgida en la Guerra Fría, cuando gran parte del universo intelectual estaba dominado por el Partido Co­munista, y no sólo en América Latina, sino también en Europa. Ya entonces los intelectuales desconfiaban bas­tante del asunto. Es famoso el hecho de que Fidel Castro quiso prohibir la publicación de Paradiso, la enorme no­vela-fantasía barroca de José Lezama Lima (de los mayores poetas y escritores que dio el siglo xx) sobre todo por su séptimo capítulo, en el que, de manera metafórica y alegó­rica, oscura de acuerdo con el estilo hiperculto del “Proust de La Habana Vieja”, como llamaban a Lezama, narraba la homosexualidad. Fidel Castro y los burócratas cultura­les no eran tan tontos como para no ver a qué aludía tal texto. También es sabido que el libro salió de incógnito de Cuba gracias al amigo de la Revolución –pero más amigo de la literatura, ergo de Lezama– Julio Cortázar. Y que eso permitió finalmente que el libro, alabado en todas partes, circulase, aunque difícilmente en La Habana Vieja. Los trapos sucios de la Revolución se lavaban en las casas de los que creían en la Revolución, y todo esto quedaba sotto voce, en forma de chisme o mito. Era posible, pues, salvar la idea de que una revolución había logrado acabar con las taras del capitalismo para imponer las mieles del socialismo.

En 2013, el gobierno de Cuba permitió que los particulares pudieran acceder a Internet. La telaraña cubana tiene, entonces, un hilo flojo.

En 2010, en los hoteles de lujo de La Habana, había Internet. Era carísima (cuatro dólares los quince minutos), lentísima y en general inviable. En 2013, el gobierno de Cuba permitió que los particulares pudieran acceder a ella. Por supuesto que no ha sido sencillo, pero ahí está a pe­sar de todo y, entonces, la telaraña cubana tiene un hilo flojo. Podemos ver qué sucede cuando sucede. Pudimos enterarnos del Movimiento San Isidro y del 11J. Cuba, durante décadas, pudo sostener una muy hábil diploma­cia que posibilitó que todos los datos sobre la isla fueran sólo los que el Gobierno podía comunicar para sostener el mito. Hoy eso es mucho más difícil, casi imposible. No sólo eso: es anacrónico en un mundo donde las violaciones a los derechos humanos en Venezuela, Nicaragua o Irán se conocen inmediatamente. Entonces, otra vez, la pregunta: ¿por qué la necedad de seguir defendiendo aquello que los propios postulados vuelven indefendible? ¿Por qué, ante el abismo de la contradicción, se huye hacia adelante?

El traductor y ensayista francés Michel Malherbe, en su libro Les Religions de l’Humanité, coloca al marxismo como “pseudorreligión”. Seamos intelectualmente ho­nestos: Malherbe era un católico convencido y un antico­munista feroz, lo que entonces –y a esta altura digamos “sólo entonces”– podía calificarse como “de derecha”. Esto no quitaba que fuera culto e inteligente: la aprecia­ción sobre el marxismo y el comunismo como su forma política tenía algo de verdad. Hay un futuro venturoso que nos espera gracias a leyes históricas inmutables. Una utopía (que, en sí, termina en una implosión, como muy bien lo señala Marshall Berman al analizar el Manifiesto comunista en Todo lo sólido se desvanece en el aire) que siempre es eso, “ningún lugar”, como clama la etimolo­gía. Pero sí es un ideal.

Marx no contaba con Internet, las comunicaciones instantáneas, la sociedad global que en estos momentos se está forjando. Quizás, incluso, ese paraíso global sea la realización irónica de ese ideal, pero veremos. En todo caso, la historia del siglo xx ha demos­trado que creer en el comunismo es más bien una cues­tión de fe. Si tomamos distancia, si vemos indicadores como esperanza de vida, hambre, miseria, crecimiento poblacional y otras minucias, notaremos que el auge del capitalismo en los últimos 150 años llevó a una mejora de las sociedades en todo el mundo, incluso si aún hay miseria, hambre y enfermedades evitables. Lo paradóji­co es que estos males (sobre)abundan en las sociedades socialistas.

La cuestión es que, cuando la Cuba real se escondía de­trás de la cortina de hierro de la esperanza revolucionaria, cualquier información disidente del credo socialista era interpretada rápidamente como una avanzada del imperio yanqui contra el primer territorio libre de América. En rea­lidad, no contra Cuba, sino contra lo que Cuba represen­taba: la superación de las desigualdades capitalistas gracias al esfuerzo de una sociedad guiada por un líder impoluto y esclarecido, capaz de hablar cuatro horas de corrido y sin leer. Esto era ostensiblemente falso, pero también era im­posible demostrar que era falso. Hoy, no. Pero el mito per­siste, porque ningún fiel irá contra el dogma.

Como en el Vaticano, donde los pecados y crímenes de los sacerdotes se encubren mientras el culpable reza penitencias, en el caso de Cuba sucede lo mismo. En privado, se podía decir cualquier cosa; en público, había que defender la Revolución a cual­quier precio. Dada la opacidad absoluta de la información y la imposibilidad de acceder a ella, bastaba únicamente con ganar la batalla retórica. Eso es cosa del pasado. Una prueba: incluso quienes han aplaudido a Hugo Chávez en la Argentina mantienen la frase “no somos ni seremos Vene­zuela” cada vez que alguien criticaba al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner o lo hace al momento de escribirse estas líneas con el de Alberto Fernández. “No vamos hacia Venezuela” es decir “no seremos una dictadura militar con hiperinflación y récord de exiliados”. ¿Por qué? Porque es imposible ocultar lo que pasa en Venezuela en épocas de Internet. Nadie puede adherir a Nicolás Maduro, al menos explícitamente, como sí se podía adherir al carisma barbado de Fidel Castro o al perfil romántico de la foto del Che.

El bien y el mal

Pero persiste una idea: aquella que dice que el Imperia­lismo (con mayúscula) es el peor de los males y que quien­quiera que lo combata está del lado “del bien”. Otra de las características de las religiones es que funcionan como códi­gos morales: separan el bien del mal. En lugar de Jehová y Satán, los dos principios en conflicto son la Revolución y el imperio. El mito cubano consiste en eso. El imperio es malo y, de paso, se identifica con Estados Unidos. Este resabio de la Guerra Fría tomó vida propia al punto de que muchos datos de la realidad lo contradicen. Por ejemplo: Rusia no es un país socialista, sino una democracia de baja intensidad donde un líder dictatorial, aliado con la Iglesia Ortodoxa, abiertamente xenófobo y homofóbico, quiere recuperar el imperio de los zares. Pero como se opone a Estados Unidos, que es el imperio y, por lo tanto, el mal, está bien. Irán, una teocracia absoluta con procedimientos pseudodemo­cráticos, es también imperialista, pero su Satán (de hecho, lo llaman así) es Estados Unidos. Ergo, está bien.

China es una de las potencias que mejor demuestran los males del capitalismo, vive de la sustitución de importaciones gracias a una población de 1.400 millones de habitantes que han incorporado todos los hábitos occidentales posibles y pre­tende expandirse (basta ver qué sucedió con Hong Kong y cómo flirtea constantemente con ocupar Shanghái, sin contar el sostén a la cruel dictadura norcoreana), pero está en permanente conflicto con Estados Unidos. Por lo tanto, olvidemos cómo la pasa la minoría musulmana en ese país, aunque la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y otros organismos han denunciado gravísimas violaciones a los derechos humanos contra ellos. También, olvidemos el Gran Cortafuegos y la imposibilidad de los chinos de acce­der a la información que llega de Occidente. No importa, tienen su propio Netflix, y varias de las personas más ri­cas del mundo (al menos, hasta la pandemia de Covid, que comenzó justamente en China) provienen del gigante asiático.

El riesgo, para los intelectuales, es quedar fuera del círculo de prestigio si se cuestiona este credo, ser excomulgado.

Y Venezuela quizás hoy sea de risa, porque Nicolás Maduro es un personaje que el paladar negro de los intelectuales impide tragar. Pero el populismo expropiatorio de Chávez, que declamaba su oposición al imperio yanqui, despertó y sigue despertando admiración en la casta moral­mente ilustrada.

Nótese, finalmente, que cada una de estas dictaduras –de un hombre, de un grupo de hombres o de un parti­do, que sustituyen todo orden jurídico a voluntad– sue­le sumar a su nombre de origen el término “revolución”, sea la Revolución Islámica o la Revolución Bolivariana. El riesgo, para los intelectuales, es quedar fuera del círculo de prestigio si se cuestiona este credo, ser excomulgado. Ca­brera Infante, chismoso mayúsculo, cuenta en su artículo biográfico sobre Alejo Carpentier que el hombre, agregado cultural cubano en París en 1971, desapareció un par de días, y tenían miedo de que se transformara en un disiden­te. Cuando le contaron que estuvieron a punto de cazarlo como a un monstruo, comentan que dijo: “¡Comemierdas! ¡Como si yo no supiera desde hace rato que el escritor que se pelea con la izquierda está perdido!”.

De hecho, cual­quiera: en el artículo “Lo que podemos aprender del sistema de salud de Cuba“, de Nicholas Kristof, el autor, después de mencionar la (más que posible) manipulación de datos de nacimientos y muertes neonatales, y que un funcionario cubano le aseguró que tal cosa es imposible, dice: “Yo no estoy en posición para juzgar quién está en lo correcto, pero parece poco probable que la manipulación pueda marcar una gran diferencia en las cifras que se re­portan”. Se sabe: el Premio Pulitzer del New York Times que se pelea con la izquierda, etcétera.

Sin la permanencia, aunque sea imaginaria, del pa­raíso socialista cubano, todas estas complicidades serían mucho más difíciles de sostener. Mientras se sigue cre­yendo religiosamente en el bloqueo o las bondades sani­tarias del modelo castrista, algo de la religión revolucio­naria subsistirá y, mejor aún, permitirá la evangelización. La mala noticia para los misioneros es que ya no hay Saulo de Tarso que pueda contra la velocidad del flujo informativo global. Si quieren responder a un fanático de la Revolución Cubana, pueden tomar su celular y buscar rápidamente cualquier dato. No les va a creer, porque así es el fanático, sea que rece el rosario o repita las Palabras a los intelectuales.

 

Fragmento de Manual de autodefensa intelectual, de varios autores, coordinados por Gustavo Noriega (Libros Del Zorzal, 2023).

 

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Leonardo D'Esposito

Crítico de cine, periodista, docente. Edita en BAE Negocios, escribe en Noticias y Brando y publicó cuatro libros, entre ellos "50 películas para ser feliz".

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