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A comienzos de este siglo, el orden internacional liberal, configurado tras la Segunda Guerra Mundial, liderado durante décadas por Estados Unidos y sus aliados y fortalecido tras la caída del Muro de Berlín, comenzó a mostrar grietas. Sustentado en la expansión de la democracia liberal, la eliminación de barreras comerciales y la globalización económica, este sistema enfrentó un embate coordinado por potencias y actores que aspiraban a reconfigurar el equilibrio del poder mundial. China, Rusia e Irán emergieron como protagonistas de esta resistencia al statu quo, con Irán en la estratégica región de Medio Oriente coordinando lo que algunos analistas denominaron el “Eje de la Resistencia”.
Mi hipótesis es que tras la caída de Bashar Al-Assad en Siria y la inesperada y potente respuesta de Occidente en Ucrania e Israel, este eje está en ruinas. Su descalabro es comparable a la caída del Muro de Berlín. En aquel entonces, el colapso soviético marcó el inicio de un momento unipolar dominado por Estados Unidos. Ahora, la erosión simultánea de Rusia e Irán ofrece a Occidente una ventana de oportunidad para redefinir el orden global bajo sus propios términos, siempre que actúe con decisión y visión estratégica.
El “Eje de la Resistencia”, en su formulación original, aludía a una red de actores estatales y paraestatales que se oponían a Israel y su influencia regional. Además de Irán, incluía a Hezbolá, Hamás, la Yihad Islámica, el régimen de Bashar al-Assad en Siria, los hutíes en Yemen y diversas milicias chiítas en Irak. Sin embargo, esta caracterización resulta insuficiente para comprender la magnitud del desafío que representaban. El Eje de la Resistencia no se limitaba a las dinámicas del conflicto árabe-israelí, sino que planteaba un desafío estructural al orden internacional en su conjunto, con especial énfasis en erosionar el rol hegemónico de Estados Unidos. En este marco, propongo ampliar y redefinir esta noción: el “Eje de la Resistencia Ampliado” no sólo integra a Irán y sus aliados directos en Oriente Medio, sino también a potencias globales como China y Rusia, cuya convergencia estratégica experimentó un período de consolidación hacia 2020.
En su momento de mayor apogeo, cada uno de los actores de este Eje de la Resistencia Ampliado logró, cada uno a su manera, explotar las fracturas de un sistema internacional profundamente afectado por las tensiones geopolíticas, las secuelas económicas de la crisis financiera de 2008 y, después, el impacto devastador de la pandemia. Mientras Occidente enfrentaba los estragos sanitarios y económicos del virus, China parecía, al menos en su relato oficial, haber evitado lo peor de la crisis. En ese contexto, el gigante asiático aprovechó para ampliar su influencia ofreciendo préstamos estratégicos, swaps de divisas e inversiones en infraestructura y commodities. Esta política no sólo le permitió afianzar su rol como alternativa al modelo occidental, sino también profundizar sus lazos con países de Asia, África y América Latina.
Rusia, por su parte, había acumulado reservas internacionales sin precedentes gracias a una estricta disciplina fiscal y monetaria, combinada con políticas de estabilización financiera y la exportación de petróleo y gas, en particular hacia Europa. Este colchón financiero le garantizaba una mayor autonomía frente a las presiones de Occidente, mientras al mismo tiempo se cimentaba con acuerdos de amistad su asociación estratégica con China. En el ámbito diplomático, Moscú buscaba proyectarse como una potencia ordenadora en conflictos regionales, especialmente en Oriente Medio, al tiempo que diversificaba su cartera de exportaciones de armamento y sellaba acuerdos energéticos con China. La creciente cooperación sino-rusa delineaba un bloque que se presentaba como una alternativa tangible a las instituciones financieras, normas comerciales y estructuras de seguridad dominadas por Occidente.
Irán, si bien era el eslabón más frágil, lograba sortear las sanciones occidentales empleando rutas de comercio no convencionales con el apoyo de China, que permanecía como uno de los principales compradores de su petróleo. Al mismo tiempo, Teherán proyectaba su influencia a través de una extensa red de proxies y aliados regionales. Hezbolá en el Líbano, las milicias chiítas en Irak, su presencia creciente en Siria y los vínculos con grupos en Yemen y Gaza constituían una arquitectura de poder blando y duro que le permitía moldear las dinámicas regionales. Estas operaciones, aunque a menudo limitadas en alcance, lograban obstaculizar los intereses estratégicos de Estados Unidos e Israel, consolidando el rol de Teherán como un actor disruptivo en Medio Oriente.
Hacia 2020, el Eje Ampliado de la Resistencia aparecía como un bloque con una notable cohesión estratégica. Cada miembro aportaba un elemento distintivo.
Hacia 2020, este Eje Ampliado de la Resistencia aparecía como un bloque con una notable cohesión estratégica. Cada miembro aportaba un elemento distintivo: China proveía el músculo financiero y tecnológico; Rusia ofrecía el peso militar, energético y diplomático; mientras que Irán añadía la capacidad de desestabilizar el tablero geopolítico de Oriente Medio.
Este ascenso ocurría en un contexto en el que Occidente parecía sumido en su propia crisis. La OTAN mostraba tensiones internas, alimentadas por los rumores de que Donald Trump consideraba una eventual retirada de la alianza en caso de un segundo mandato. Paralelamente, Estados Unidos daba señales de repliegue estratégico: su retirada de Afganistán, sellada en un acuerdo apresurado en Doha, y su decisión de abandonar Siria en 2018 evidenciaban una menor disposición para involucrarse activamente en regiones clave. Además, Washington exhibía una escasa reacción frente a los avances de Rusia en Bielorrusia o de China en Hong Kong.
Ucrania e Israel: errores fatales
Sin embargo, este ascenso del Eje Ampliado —o de lo que algunos analistas denominaron las “potencias revisionistas”— resultó más frágil de lo que sus líderes proyectaban. Entre 2022 y 2024, dos errores estratégicos desmoronaron la estructura cuidadosamente tejida por este bloque y revelaron sus vulnerabilidades inherentes.
El primer gran tropiezo fue la invasión rusa a Ucrania en febrero de 2022. Moscú subestimó la respuesta de Occidente. La expectativa de Putin era lograr una victoria rápida, o al menos una desestabilización suficiente para forzar a Kiev a rendirse. En cambio, la reacción occidental fue robusta: una coordinación sin precedentes desde el fin de la Guerra Fría permitió la entrega masiva de armamento avanzado a Ucrania, el congelamiento de las reservas internacionales de Rusia y la imposición de sanciones económicas y financieras devastadoras.
Estas medidas no solo socavaron la economía rusa, sino que también expusieron las debilidades estructurales de su aparato militar. Las fuerzas rusas quedaron desacreditadas tras fallos logísticos, tácticos y tecnológicos evidentes. A nivel internacional, la reputación de Moscú como potencia militar se deterioró rápido. Además, el embargo de activos rusos dejó al descubierto una verdad incómoda: la acumulación de reservas financieras no bastaba para proteger a Rusia de las consecuencias de un sistema global del que aún dependía profundamente.
El segundo momento de fractura ocurrió el 7 de octubre de 2023, cuando Hamás lanzó un ataque masivo contra Israel, contando con el respaldo o la anuencia de Irán.
El segundo momento de fractura ocurrió el 7 de octubre de 2023, cuando Hamás lanzó un ataque masivo contra Israel, contando con el respaldo o la anuencia de Irán. La ofensiva, caracterizada por una brutalidad inédita, subestimó la capacidad de respuesta israelí y estadounidense. Si bien Hamás buscaba una victoria moral y mediática, la reacción de Israel fue demoledora. En pocos meses, la infraestructura y el liderazgo de Hamás en Gaza quedaron prácticamente destruidos.
La respuesta israelí no se limitó a Gaza: apuntó también a destruir a Hezbolá, el proxy de Irán en el Líbano. El régimen de Teherán quedó expuesto y vulnerable, enfrentando la posibilidad de que Israel —con respaldo de Washington— dirigiera sus ataques hacia instalaciones nucleares o infraestructuras energéticas críticas.
La frágil situación de Irán y sus milicias tornó imposible el sostenimiento del régimen de Bashar al-Assad en Siria, y su caída complicó aún más la situación del régimen de los ayatolás. El consecuente colapso del corredor terrestre Teherán-Damasco-Beirut, esencial para el suministro de armas y apoyo logístico a Hezbolá, marcó un punto de inflexión que debilitó profundamente la red de proxies iraníes.
Estos dos fracasos estratégicos desmoronaron el andamiaje de poder construido cuidadosamente por años en torno al llamado Eje Ampliado. En ambos casos, los líderes de estos proyectos —Putin en Moscú, los ayatolás en Teherán y los dirigentes de Hamás— incurrieron en el mismo error de cálculo: subestimar la determinación y capacidad de respuesta de Estados Unidos, Europa e Israel. Se equivocaron al suponer que su ascenso representaba una tendencia irreversible, una convicción similar a la que caracterizó al bloque soviético durante la Guerra Fría, cuando no logró comprender ni la flexibilidad ni el poderío económico del sistema occidental.
Cuatro caminos para Occidente
Entrando ya en 2025, el panorama es claro: el Eje Ampliado se encuentra en ruinas. En 1990, el colapso soviético marcó el paradigma de “El fin de la historia” y el inicio de un momento unipolar dominado por Estados Unidos. Ahora, el declive relativo simultáneo de Rusia e Irán le da a Occidente una nueva oportunidad histórica. Si actúa con inteligencia y determinación, la crisis de estos dos pilares del Eje Ampliado podría consolidar un nuevo momento de liderazgo global bajo los valores del orden liberal. Occidente puede –y debe– plantearse cuatro medidas estratégicas para aprovechar el momento:
1. Ajustar la estrategia MAGA hacia Rusia y Ucrania
Es crucial que el presidente electo Donald Trump reconsidere su postura respecto al conflicto en Ucrania. La narrativa predominante, que tiende a presionar a Kiev hacia concesiones territoriales, no sólo subestima la gravedad del desafío que representa Rusia, sino que también pone en riesgo el principio central del orden internacional: la integridad territorial de los estados. La estrategia adecuada no pasa por buscar una paz apresurada, sino por mantener a Moscú atrapado en un conflicto prolongado que continúe drenando sus recursos militares y económicos.
Un eventual alto el fuego o proceso de negociación sólo debería considerarse bajo condiciones estrictas: la devolución de los territorios ocupados por Rusia a partir de 2022, el compromiso de contribuir a la reconstrucción de Ucrania y la aceptación de la responsabilidad por los crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos durante la invasión. La presión por la paz no debe recaer en Kiev, sino en Moscú. Una Rusia debilitada, obligada a pagar por su agresión, no sólo marcaría un precedente de justicia, sino que enviaría un mensaje inequívoco a otras potencias con ambiciones similares, como China o Corea del Norte.
2. Continuar debilitando a Irán y facilitar un cambio de régimen
Tras los recientes fracasos estratégicos iraníes, Israel y Estados Unidos disponen de una oportunidad inédita para intensificar la presión sobre Teherán. Según estimaciones no oficiales, más del 80% de la población iraní está desencantada con el régimen, lo que abre un margen para catalizar un cambio interno significativo. En este escenario, destruir el programa nuclear iraní y debilitar su infraestructura energética y militar no sólo afectaría directamente su capacidad ofensiva, sino que también socavaría la legitimidad del régimen y sus aventuras imperialistas fallidas. Este enfoque debe coordinarse con aliados regionales como Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos, y estar acompañado de una campaña de comunicación que aclare que el objetivo no es el pueblo iraní, sino un gobierno que ha traicionado sus intereses.
3. Reconstruir Siria y extender los Acuerdos de Abraham
Israel y Estados Unidos deben liderar un esfuerzo de reconstrucción que redefina el mapa geopolítico de la región. Un fondo internacional, impulsado por países del G-7 y del Golfo Pérsico, podría financiar la reconstrucción de infraestructuras devastadas y facilitar el retorno de los millones de refugiados sirios dispersos por el mundo. Más allá de la reconstrucción, la extensión de los Acuerdos de Abraham a países como Siria y Líbano enviaría una señal poderosa: Israel está dispuesto a liderar una nueva etapa en la región, basada no en la perpetuación del conflicto, sino en la construcción de paz y prosperidad.
4. Gaza como un ejemplo de prosperidad
Un plan de desarrollo, liderado por Estados Unidos, el Golfo e Israel, inspirado en casos como el de Dubai, podría transformar este enclave devastado en un centro de crecimiento y oportunidades. Las inversiones en infraestructura, educación, salud y tecnología, acompañadas de incentivos para el establecimiento de hubs logísticos y financieros, podrían cambiar radicalmente la narrativa sobre Gaza, mostrándola como un ejemplo tangible de los beneficios de la paz y la cooperación internacional. Esta transformación tendría un “efecto demostración” poderoso para los palestinos en Cisjordania, y sentaría las bases para avanzar hacia una futura solución de dos estados en un contexto de mayor confianza mutua y desarrollo económico.
Estas cuatro medidas podrían, además, aislar a China. La República Popular se enfrenta a un dilema crucial: un mundo más estable en su periferia occidental, con Rusia en retroceso e Irán debilitado, podría forzar a Pekín a moderar sus ambiciones. La presión externa, combinada con los desafíos internos que enfrenta el gigante asiático —alto endeudamiento, una crisis inmobiliaria crónica y un horizonte demográfico sombrío—, pone a prueba la capacidad de China para mantener su impulso expansionista. China se encontrará ante una disyuntiva: cooperar con el orden liberal o arriesgarse a un aislamiento cada vez más costoso. Este escenario podría postergar, si no desactivar por completo, aventuras militares como la tentación de tomar Taiwán por la fuerza, devolviendo cierta estabilidad a una región que hoy concentra otras tensiones geopolíticas de primer orden, por ejemplo entre las dos Coreas.
Un Estados Unidos que pudiese degradar a Irán y mantener a Rusia enfocada en su propio declive interno tendría mayor margen de maniobra también en el hemisferio occidental.
Un Estados Unidos que pudiese degradar a Irán y mantener a Rusia enfocada en su propio declive interno tendría mayor margen de maniobra también en el hemisferio occidental. Sin el respaldo financiero y logístico de Moscú y Teherán, regímenes como el de Nicolás Maduro en Venezuela o el de Miguel Díaz-Canel en Cuba se encontrarían desprovistos de los apoyos que han sostenido sus estructuras autoritarias. Este vacío abriría la puerta para que Washington presionara por transiciones democráticas en ambos países, ofreciendo a cambio la posibilidad de integrarse a los circuitos financieros internacionales —a través del FMI y otros organismos— y acceder a programas de asistencia económica.
La integración de América Latina con Occidente no sólo promovería avances en gobernabilidad democrática, sino que también impulsaría un nuevo ciclo de crecimiento económico y diversificación productiva en la región. En este marco, Estados Unidos podría optar por negociar acuerdos comerciales bilaterales o relanzar el proyecto del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), fortaleciendo el papel estratégico de América Latina como aliado clave. Por su parte, el presidente Javier Milei debe liderar la reforma del Mercosur, como propuso en el discurso conmemorando el primer año de su gestión. Esto podría lograrse mediante la reducción y simplificación significativa del arancel externo común o, alternativamente, transformando la unión aduanera en una zona de libre comercio que permita a los países miembros negociar tratados comerciales de forma independiente. Al margen de eso, es menester eliminar a la brevedad todas las restricciones para-arancelarias que inhiben el libre comercio entre sus actuales miembros.
La región, con su abundancia de materias primas, energía y mano de obra, podría asumir un papel central en la reconfiguración del orden económico global. Al sustituir a Rusia como proveedor energético y a China como fuente de manufacturas y bienes de bajo costo, América Latina no sólo reduciría su dependencia de estas potencias revisionistas, sino que también se reinsertaría en un circuito productivo global más equilibrado, fortaleciendo su posición como actor clave en el tablero internacional.
El éxito de esta estrategia dependerá de tres factores esenciales: liderazgo político, claridad estratégica y voluntad de asumir riesgos. Si Estados Unidos, Israel y Europa, respaldados por una coalición más amplia de aliados globales, logran ejecutar este plan, podrían consolidar una etapa de relativa calma geopolítica, mayor cooperación internacional y, sobre todo, una contención efectiva de las potencias revisionistas.
La historia nos enseña que no existe el “edén geopolítico”. Tras la caída del Muro de Berlín, el mundo no se transformó en un paraíso democrático y pacífico. Sin embargo, la integración global y el auge económico que siguieron a 1989 brindaron dos décadas de estabilidad relativa y prosperidad para gran parte del planeta. Ahora, frente al colapso del Eje Ampliado de la Resistencia, Occidente tiene una oportunidad similar de redibujar el mapa del poder global, adaptándolo a las nuevas circunstancias del siglo XXI. Es un momento excepcional, de esos que solo se presentan una o dos veces por siglo, y que, si se maneja con inteligencia, podría marcar el inicio de un nuevo capítulo para el orden internacional liberal.
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