De entre las muchas virtudes que la crítica especializada le reconoció de manera prácticamente unánime a Okupas al momento de su estreno original en octubre del año 2000 hubo una especialmente relevante para una cuestión que las distintas teorías sobre el arte han discutido una y otra vez en el último siglo: la realidad y sus representaciones. En el caso de esta miniserie del director Bruno Stagnaro se habló de un nuevo tipo de autenticidad o de un nuevo tipo de forma televisiva susceptible de reflejar de manera más fiel o acertada una determinada realidad social, algo perfectamente comprensible si se la compara con la media de la ficción histórica de la televisión argentina, no sólo en los años previos sino también (como se lo pudo comprobar más tarde) en los posteriores a su irrupción.
El impacto televisivo que provocó Okupas fue mayúsculo. No tanto quizás en las cifras de rating, que suelen decidir el destino de tantos programas (Okupas llegó a medir un máximo de 6,7 puntos en la emisión de su último capítulo), pero sí en la percepción y en el imaginario de sus espectadores y en el convencimiento de mucha gente del medio de que la televisión podía atreverse a nuevos estándares. Que la calidad de las realizaciones que aspiraron a seguir la senda abierta por Okupas fuera disminuyendo con los años hasta reducirse a la intrascendencia y el hastío seguramente contribuyó a esa suerte de aura legendaria de la que aún hoy puede presumir la miniserie. En todo caso, no debería soslayarse que las condiciones concretas que permitieron la aparición de Okupas –con su estatura de serie de autor y de culto– fueron una anomalía irrepetible: difícilmente el ahora alicaído Marcelo Tinelli podría resignar siquiera una mínima parte de su presupuesto para darle total libertad creativa a un joven director en ascenso y el resultado de su trabajo se difundiera sin condicionamientos de ningún tipo en el canal de televisión estatal.
‘Okupas’ entonces y ahora
Mencionamos al comienzo la cuestión de la representación de lo real en la serie, seguramente el aspecto que más contribuyó al impacto al momento de su estreno y a su influencia posterior. El consenso crítico hace 20 años destacó no sólo la ausencia de un juicio moralizante en la construcción de los personajes y una narrativa que abordaba de una manera muy cruda el acercamiento a sectores sociales mayormente ausentes de las pantallas de TV, sino también la pericia técnica de todo el equipo para lograr mucho con muy poco, para plasmar una notable fluidez narrativa al conjugar de manera inusual el trabajo de cámaras, la puesta en escena y algunos trabajos actorales realmente extraordinarios.
Pues bien, antes que nada debe decirse que, 20 años después, todo aquello que supimos apreciar y disfrutar todavía está ahí, permanece intacto. Se ha comentado bastante acerca de las cuestiones legales que obligaron al equipo responsable de esta nueva versión restaurada a reemplazar la gran mayoría de las canciones de bandas internacionales por otras de grupos nacionales y por música especialmente compuesta por Santi Motorizado. El grado de molestia ante esta novedad dependerá de cada espectador (la selección original de música de Jean Pierre Noher era otro aporte valioso al conjunto), pero lo cierto es que casi todos los temas de rock nacional de los ’70 (Sui Generis, Almendra, Pescado Rabioso) que contribuían a ese estilo de crónica urbana callejera todavía están y cumplen con su parte. Es probable que la memoria emotiva nos juegue una mala pasada al descubrir que ya no suena “Because” de Los Beatles mientras Ricardo huye de la casa por las cloacas, por ejemplo, pero la integridad de la narración sólo se ve comprometida en aquella larga secuencia del último capítulo, cuando Walter explica su pasión por los Rolling Stones mientras pasa temas que ahora son de Los Ratones Paranoicos. El efecto que se lograba cuando horas después el policía le vuelve a dar play a la canción que había quedado pausada también se pierde.
El hecho de que tras dos décadas nos encontremos con un panorama social aún más angustiante que el que se podía apreciar en la serie, no hace más que resaltar el carácter ominosamente anticipatorio de ‘Okupas’.
Pero más allá del lamento por lo perdido, una revisión más profunda y con dos décadas de por medio nos permite revalorizar las virtudes que recordábamos y también descubrir otras nuevas. Del mismo modo, así como el final trágico de la historia estaba a la altura de esa crudeza de que hacía gala la serie, resulta inevitable que la relectura de un guion y unos personajes tan asociados a un momento histórico y a una realidad social que apenas un año más tarde se revelaría como explosiva se vea condicionada por este presente en el que desde luego estamos al tanto de cómo fue la realidad que siguió después. El hecho de que tras dos décadas de distintos procesos políticos y económicos nos encontremos con un panorama social aún más angustiante que el que se podía apreciar en la serie, sumado al agravante de la aceleración del deterioro económico y de las libertades individuales a partir de las respuestas estatales al fenómeno de la pandemia de Covid, todo ello no hace más que resaltar el carácter ominosamente anticipatorio de Okupas.
Pizza, birra, casa
Otro asunto para el que el ojo blindado de 2021 está mejor entrenado es aquel que al momento del estreno se resumió en términos de representación de lo marginal. Okupas se enfrentó inicialmente a un mainstream televisivo que se había ido apartando forzosamente del corredor norte de ¡Grande, pa! y de las travesuras de Mi cuñado y de Amigos son los amigos para recalar inicialmente en el territorio de los Gasoleros y Campeones de la vida, la gente buena y trabajadora de barrio que, ante la interminable recesión del tardomenemismo, no tenía más recursos que la autocelebración emotiva, el trabajo duro y el comercio de chucherías importadas a todo por dos pesos/dólares falsificados por el BCRA.
Frente a semejante panorama, el carácter disruptivo de un personaje como el Negro Pablo, el representante del clásico El matadero que reemergía de las profundidades dispuesto a “comerle el rosquete” al unitario civilizado (sin importarle mucho que en esta nueva versión encarnada en Ricardo éste estuviese más dispuesto al experimento social), no debería haber sorprendido a nadie. La potencia del Negro Pablo radicaba en que finalmente los espectadores que hacía rato sospechaban de su existencia, los que debían tomar cada vez más recaudos para que sus destinos no se cruzaran, incluso los que lo reconocían a la distancia y veían con alarma cómo sus respectivos territorios se hacían cada vez más próximos, todos ellos finalmente lo tenían ahí, en la pantalla de sus hogares para darle las buenas noches antes de acostarse y tener pesadillas con él.
Pero lo cierto es que ahora, superada aquella conmoción y después de los Tumberos, las Disputas y El marginal, mientras miramos de reojo al mainstream que se tuvo que volver a correr para terminar en La 1-5/18 y carcajeamos por la imbecilidad que evidencia su trailer, podemos apreciar mejor que sí, aquella marginalidad que nos mostraba Okupas también era “más compleja”. Si bien siempre fueron evidentes las diferencias entre los integrantes del cuarteto de protagonistas, una mirada más atenta al conjunto de los personajes nos muestra más bien un grupo muy heterogéneo atravesado por diferencias sociales pero también generacionales. Ese rango va de la clase media acomodada de la familia de Ricardo al ambiente tumbero del Negro Pablo, pero en el medio también están representadas la clase media en pleno proceso de pauperización (en el caso del Pollo, en una relación conflictiva con el mundo del hampa que le llega por herencia familiar y con la “fisura” que sabe que saca lo peor de él), los provincianos que vienen a pelearla a la gran ciudad y todo el vasto menú de laburantes de cualquier cosa que ofrece esa Buenos Aires sucia y degradada, ruidosa y caótica, amarilla de día por el sol abrasador del verano y naranja de noche por las luces de mercurio.
En ‘Okupas‘ (¿en Argentina?) no sólo no existen el bien común o el paliativo estatal, tampoco existe la transacción ventajosa, el funcionamiento virtuoso del mercado, el ‘win-win’. Todo es una operación de suma cero.
Okupas, se nota mejor ahora, se trata no tanto de una radiografía de aquellos que fueron encontrando cada vez más dificultades para mantenerse contenidos dentro del sistema impuesto por la economía menemista cuando ésta encontró sus límites primero y se agotó después (y de aquellos que no lo lograron y se cayeron, desde luego), sino de qué tipo de dinámicas se fueron dando entre ellos, sus disputas territoriales y materiales, sus intercambios discursivos y sus jergas, sus cruces y deseos de dominación sexual. El control y la posesión legal y física de la casona de Congreso es lo que está en disputa en el centro del escenario, pero ése es sólo uno de los innumerables juegos de guerra que vemos desplegarse: Okupas consiste en verdad en una larga sucesión de identidades e intereses contrapuestos en donde los bandos pueden pasar de amigos a enemigos con una facilidad pasmosa, y en donde absolutamente todas las relaciones, incluso las amorosas, las amistades o las interacciones más breves y casuales, están signadas por el conflicto, la agresión y la violencia física y discursiva. En Okupas (¿en Argentina?) no sólo no existen el bien común o el paliativo estatal, tampoco existe la transacción ventajosa, el funcionamiento virtuoso del mercado, el win-win. Todo es una operación de suma cero.
Ricardo, Ricardo, Ricardo Rubén
Si en Pizza, birra, faso el personaje principal era un marginal, un pibe chorro condenado de antemano a recibir “su” bala en su intento definitivo de escape y redención, la historia de Okupas es la de Ricardo, el joven hastiado de su clase y privilegios en busca de algo distinto. Es, por lo tanto, la historia de una caída, de una degradación. Cuando al comienzo del último capítulo creemos que existe la posibilidad de que luego de tantas peripecias Ricardo haya alcanzado una comprensión más cabal de su entorno en la amistad protectora del Pollo o en el cariño de Sofía, en la segunda mitad del episodio se desata el infierno que precipita el desastre final. No sólo eso: puede que el disparador último del desastre sea el error del Pollo al despedirse de la Turca, pero en última instancia, el responsable del proceso completo es siempre Ricardo.
Hay una escena particularmente reveladora del carácter del problema que lo atraviesa: se trata de la escena en la que Ricardo reflexiona acerca de su falta de vocación, de futuro, de ganas de esforzarse, y enseguida observa a un grupo de músicos del Teatro San Martín dirigiéndose al baño luego de un ensayo. Ricardo los sigue hasta allí y, apoyado por sus tres compañeros, comienza a amonestar a los músicos hasta el punto de intimarlos violentamente a sacar sus instrumentos y tocar para él en ese mismo baño. Es decir, reproduce la lógica y el desarrollo del intento de violación que él mismo sufriera en manos del Negro Pablo, sólo que, como la persona culta que es, el premio reclamado no es un “rosquete” sino el privilegio de una interpretación privada de la Quinta Sinfonía de Mahler. Lo que Ricardo entendió antes de entrar a ese baño es que aquellos músicos, lejos de ostentar una condición económica envidiable, cuentan en cambio con un propósito claro en la vida. Eso es algo que ellos tienen y él no, pero desde luego que además es algo que no se puede comprar y ni siquiera robar. La única alternativa que resta es, por supuesto, la humillación del privilegiado. Otra vez la suma cero.
¿Es acaso la parábola de Ricardo un anticipo de esta suerte de fascinación de ciertos sectores ilustrados por favorecer los procesos políticos basados en el resentimiento que nos tienen atascados desde hace casi 20 años?
Resulta muy tentador, entonces, en esta revisión de Okupas desde la actualidad incurrir quizás en un exceso interpretativo: ¿es acaso la parábola irresuelta de Ricardo un anticipo de esta suerte de fascinación de ciertos sectores de las clases ilustradas por favorecer los procesos políticos basados en el resentimiento y la revancha que nos tienen atascados desde hace casi 20 años en un proceso de degradación sin final a la vista?
El sacrificio
En este diálogo publicado en Seúl hace pocos días se comentaba lo chocante, excesivo o incluso inexplicable que resultaban la muerte del perro Severino y del Chiqui, el personaje más bonachón del cuarteto principal. Sin dejar de reconocer que, efectivamente, ambas muertes son un puñal en el corazón de los ya sensibilizados espectadores, hay un primer motivo “utilitario” en la muerte del perro y éste es que debe hacer las veces de gatillo de la venganza y el desastre del final.
Pero hay además otro que se inscribe en una cuestión más amplia que se puede rastrear en capítulos anteriores: las imágenes y parábolas religiosas. Desde luego que esto es muy evidente en “El beso de Judas”, el episodio que asimila a Ricardo con la figura del apóstol que traiciona y entrega a Jesús. Toda la famosa escena del verdugueo e intento de violación en los monoblocks de Dock Sud puede leerse también como una suerte de castigo bíblico para Ricardo por la manera en que antes él traiciona a sus amigos (particularmente al Pollo, su ángel de la guarda). A la casona de Congreso, por su parte, no le faltan referencias a lo religioso y lo sacro. Por supuesto que el gran vitraux que llama tanto la atención de Ricardo, pero también el santuario semipagano de sus catacumbas, con sus reminiscencias de los primitivos cristianos perseguidos por Roma.
En este sentido, puede apreciarse cómo la serie va construyendo al Chiqui y a Severino como dos figuras sacrificiales.
En este sentido, puede apreciarse cómo la serie va construyendo poco a poco al Chiqui y a Severino como dos figuras sacrificiales. Son los únicos dos seres despojados de cualquier atisbo de culpa y maldad, dos cualidades que en Okupas se discuten todo el tiempo. En el capítulo final todo se hace explícito: el asado de despedida es equivalente a La última cena, cuando irrumpe la banda del Negro Pablo se vuelca la damajuana y se derrama el vino (la sangre de Cristo), Severino es el primer inocente sacrificado (el cordero de Dios).
Cuando llega la hora de la venganza, el Chiqui sabe que nada puede resultarle más ajeno y es consciente del destino que le aguarda. Le entregan un arma pero avisa que no va a disparar. Se baja del auto y besa su rosario, sale a tirar sólo por solidaridad con sus amigos pero sin intención de infligir ningún daño. Al momento de rescatar a Ricardo, quien contempla entre extasiado y horrorizado el cadáver del Negro Pablo a quien acaba de matar de un disparo por la espalda (una nueva traición), el Chiqui recibe un tiro en el pecho. Así y todo, resiste y pide que lo lleven a morir a la casona, su propio territorio sagrado. Todo esto no hace más que subrayar el carácter devastador del final de Okupas: la muerte y el sacrificio son en vano, no hay redención posible, no habrá resurrección ni se quitará el pecado del mundo. El final muestra a los tres protagonistas sobrevivientes despidiéndose del Chiqui a los pies de su tumba, sumidos en la desesperación. Cada uno se va por su lado. Telón.
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