DIEGO ALBÉ
Domingo

Cuando cierra un colegio

El colegio Northville, de Tigre, cerró inesperadamente hace unos meses. Una de sus docentes cuenta el proceso desde adentro.

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Los rumores sobre el cierre del Northville College, el colegio de Tigre donde daba clases desde hacía tres años, empezaron a correr a principios de este año. A medida que los rumores se iban acercando a la certeza, los docentes nos vimos en la obligación de contener a más de 80 estudiantes desmotivados, que empezaron a preguntarse para qué ir a un colegio que no iba a existir más.

Tampoco estábamos seguros de lo que pasaba. Los chicos parecían tener más información que los docentes y los dueños no querían hablar ni reunirse con nadie: su mensaje era que no pasaba nada y que el colegio continuaría funcionando. Mientras tanto, las versiones se acumulaban. “Lo quieren vender porque les está yendo mal económicamente”, repetían mis estudiantes de lo que traían de sus casas. “Juana, el colegio cierra, te juro, mi mamá me dijo que es así”. Cada jueves me juntaba con el equipo directivo para que me contaran si había alguna novedad, pero ellos estaban igual que yo y me decían que los cuatro dueños mantenían su postura y seguían bajando el mismo mensaje tranquilizador.

Así y todo, nadie se animaba a jugársela y asegurar de forma tajante: “El colegio no cierra”. Entonces eso nos hacía dudar: ¿Continúa? ¿Hasta cuándo? ¿Y si es verdad? Empezamos a armar hipótesis. Sabíamos que el terreno donde estaba previsto que se extendiera la secundaria del colegio estaba en venta para acomodar un supuesto desajuste económico. Quizá los chicos tenían razón y estábamos ante el principio del fin.

Un jueves de junio salí del kiosco con el café que me había hecho Gaby, la chica que lo atendía, y vi a un estudiante con una esponja y un pomo de Cif en la mano limpiando la pared. Dos de sus compañeras lo acompañaban, sentadas a su lado. “¿Qué hacen?”, les pregunté. Se reían mientras me veían acercarme. “¿No te enteraste?”, me respondió el alumno de cuarto, el castigado, con una sonrisa pícara. Parecía contento. “Ayer escribí esto en la pared, el director se enojó y bueno, acá estoy, limpiando”. Sí, efectivamente estaba feliz con su acto de rebeldía. “Ah, entonces sí fuiste vos”, agregó su compañera. “¿Qué decía lo que escribiste?”, pregunté. “Pinchó el cole”. Se me escapó una risa y un suspiro de frustración.

“¿Qué decía lo que escribiste?”, inquirí yo. “Pinchó el cole”. Se me escapó una risa y un suspiro de frustración.

Después de meses de incertidumbre, a fines de junio comenzaron las reuniones: primero para los equipos directivos de los tres niveles, después para los docentes y por último para las familias. Llegó la comunicación oficial: el colegio cerraría sus puertas a fin de año. Efectivamente, el terreno se vendería, ya existía un inversor y un precio por la operación, tal como se cuenta en la nota que salió en La Nación. Los tiempos se aceleraron: aunque el comunicado indicaba que hasta el cierre del ciclo lectivo de 2024 el colegio funcionaría normalmente, las familias optaron por anticiparse y asegurarse un colegio nuevo para sus hijos desde el segundo cuatrimestre de este año, con lo cual el cierre total se completó en unas pocas semanas. Desde agosto ya no quedan estudiantes, todos los docentes fueron despedidos, el comedor no existe más y sólo va al colegio el equipo directivo de los tres niveles para terminar el papelerío que hay detrás de un cierre.

Wellbeing

Soy profesora y licenciada en Educación. Mi especialidad es la innovación educativa, una mirada que trato de aplicar en mi trabajo con los alumnos. En los últimos años he pasado por diferentes roles y lugares: trabajé en capacitación docente dentro del Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, participé en un proyecto de transformación de escuelas en CABA a través de Eutopia y, desde hace unos años, formo parte de Active Learning, una propuesta pedagógica con la que he trabajado muy de cerca con dos colegios en proceso de transformación, usando la metodología de Educación Relacional Fontán, desarrollada en Colombia.

Con estos antecedentes llegué al Northville a fines de 2021, a través de Michelle Kook, Michu, la psicóloga del colegio, y con ella y el director de ese entonces tuvimos una reunión. “Lo que veo es que estos chicos tienen poca capacidad de reflexión, no se discute la convivencia ni se les enseña a vincularse”, planteó. Así empezamos a diseñar una materia cuyo objetivo era trabajar en el bienestar de los estudiantes. Queríamos que pudieran conocerse a sí mismos y a los demás, que reflexionaran sobre la educación sexual, la prevención y la cultura del consumo para generar vínculos sanos. Esto último lo pensamos sobre todo teniendo en cuenta que trabajaríamos con chicos a los que “no les faltaba nada” y que venían de un tiempo de pandemia que potenció su habilidad para esconderse detrás del barbijo y, sobre todo, de la pantalla. Nuestro rival más desafiante desde entonces: el celular.

¿Cuáles son las diferencias entre dar clases a alumnos a los que “no les falta nada” y a otros a los que le faltan muchas cosas? Trabajo también en otro colegio en la villa La Cava, en Beccar, y lo que me ha llamado la atención es que, a pesar de las diferencias, las necesidades de los estudiantes son similares: necesitan referentes, adultos que los escuchen, los cuiden y les marquen límites. En aprendizaje, interés y motivación, la adolescencia atraviesa de manera muy parecida a todos los jóvenes, más allá de la clase social. A esta edad, muchos alumnos también cuestionan y critican a sus familias, lo cual es parte del proceso.

Otro factor igualador, pero en un sentido negativo, fueron la pandemia y las cuarentenas, que generaron un cambio drástico en la educación. Como ya ham mostrado muchos estudios, la pandemia afectó la convivencia escolar, dejó a adolescentes con muchos problemas y a los docentes muy cansados. La presión sobre la escuela y el profesorado es enorme: los padres exigen mucho, pero hay pocas herramientas y recursos para responder a sus demandas. Es un sistema que funciona en gran medida gracias a la buena voluntad de muchos profesores, que intentan hacer todo lo mejor posible y casi siempre con sueldos bajos. Esto es algo que viene de hace años, desde ya, pero que la pandemia no ha hecho más que acentuar.

La despedida

Por todo esto sentía como un privilegio mi proyecto en Northville. Desconozco las intenciones que llevaron a los dueños a fundar el colegio en una primera instancia, pero imagino que tenía sentido ya que está ubicado en una zona de Tigre, muy cerca de Nordelta, que no para de crecer. Pero algo falló en los cálculos, o la historia tomó un curso imprevisto, y hasta acá llegaron. 

Cuando cierra un colegio queda un edificio vacío, muchas personas pierden su trabajo, las familias que confiaron en la propuesta tienen que volver a elegir a quién confiarle lo más preciado que tienen. Pero sobre todo, cuando cierra un colegio un montón de estudiantes tienen que empezar de cero. Muchas cosas dejan de existir: rutinas, materias, encuentros, vínculos, clases y personas que dejan de crecer juntas porque ya no van a compartir el día a día.

El día del cierre una periodista de un medio importante me escribió porque querían comunicar la noticia. Me pidió que la contactara con familias, porque “seguramente había mucha gente enojada”. Me sorprendió que desde el vamos su objetivo fuera centrarse en eso. Le dije que desde luego que había gente enojada, pero que también había mucho más que contar de un cierre. No pareció importarle.

En cualquier caso, están las cosas que perdí, pero también las que me llevo: sus historias, el orgullo por los cambios en esos chicos. El proceso de la despedida también lo charlamos con ellos. Los de cuarto año decían: “No queremos ir a un lugar donde sean todos caretas, donde no charlen de verdad, donde no compartan cómo están y solo se hagan amigos por la plata que tienen”.

Están las cosas que perdí, pero también las que me llevo: sus historias, el orgullo por los cambios en esos chicos.

El último día hubo una ronda de cierre: nos juntamos todos en la entrada. Nos paramos la vicedirectora, Michu y yo en el centro de la ronda. Intentamos hablar, pero era difícil. Presté atención a ellos, a los chicos. Cada curso sentado junto, las mujeres enredadas entre sí para sentirse cerca y acompañarse mientras lloraban, algunos varones escondidos en sus buzos porque todavía les cuesta exponerse. Las familias los esperaban del otro lado de la reja, después se acercaron para escucharnos y sacar fotos. “Nosotros hasta acá llegamos, ahora les toca a ustedes llevarse a otros lados todo lo que aprendieron acá”, les dije. Al final, después del llanto y la emoción, hubo fiesta con espuma, serpentina y polvo de colores.

Después de ese día hubo sin embargo otro más, un jueves. Varios chicos nos habían preguntado si íbamos a estar, por más de que no hubiera más colegio. Era una mañana en la que el silencio aturdía. De a poco fueron cayendo tandas de cuatro o cinco adolescentes, con sus nuevos uniformes, que venían a almorzar con nosotros para visitarnos. Volvió el ruido y por un rato sentimos que todo seguía, hasta que sus mamás entraron a saludarnos y a buscarlos porque les tocaba volver a clases. Caminamos con ellos hasta la puerta y nos despedimos una vez más, ahora sí, la última.

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Juana Ramallo

Licenciada y profesora en Ciencias de la Educación. Docente secundaria, especializada en la metodología de Educación Relacional Fontán.

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