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Anthony Bourdain, chef devenido cronista, pionero de los programas de viajes con un estilo gonzo, fue uno de mis grandes ídolos televisivos durante mi adolescencia. Después de cada episodio, uno se quedaba con la sensación de haber realmente conocido las ciudades recorridas. Bourdain te llevaba a los callejones de Bangkok, a los antros de Nueva York (con Iggy Pop) o a las fiestas under de Berlín: te contaba la posta. Por eso tuve una enorme decepción cuando hicieron el episodio dedicado a Buenos Aires. No sólo porque sentí que no me representaba, sino por algo mucho peor: si esto era así con la ciudad que yo conocía, ¿no me habría engañado con todas las anteriores? Bourdain se suicidó en el 2018 y para mí sigue siendo un referente, porque no me molesta algo de condimento en un programa de viajes y cultura. Lo que sí me revienta es que me mientan en la cara sobre temas que conozco y donde un análisis hecho con mala intención puede afectar el entendimiento de la realidad política y social.
Todo esto para decir que en el último año me pasó algo similar con los análisis políticos de la enorme mayoría de los medios internacionales sobre Israel y su primer ministro, Benjamin Bibi Netanyahu. Como vivo en Israel desde hace casi 15 años, sé que están diciendo pavadas. O que, aún peor, no están haciendo el más mínimo esfuerzo por comprender a la sociedad israelí y a los problemas locales. Por eso no queda más que preguntarme si no estarán mandando fruta en otros temas que me quedan más distantes.
Hace un par de semanas, el amo y señor de la literatura de terror, Stephen King, comentó con sus más de siete millones de seguidores en X: “No entiendo por qué, si nadie lo quiere, dejan a Bibi en el poder. Tal vez soy un ingenuo”. El comentario era de todo menos ingenuo. Había sido publicado pocos días después de que fueran hallados los cuerpos de seis de los secuestrados por Hamas, asesinados a sangre fría después de más de 300 días de cautiverio. Un hecho trágico, un nuevo puñetazo a un país ya golpeado: decenas de miles de personas habían salido a protestar por la avenida Kaplan de Tel Aviv contra el primer ministro.
El gran error de Stephen King, y de muchos otros, es asumir que esas marchas representan a todo Israel.
El gran error de King, y de muchos otros, es asumir que esas marchas representan a todo Israel. Eso es lo que sugiere el autor cuando dice que “nadie” quiere a Bibi. En estos meses escuché y leí hasta el hartazgo comentarios en radios, streamings, diarios y redes sociales asegurando que en Israel “odian a Netanyahu”. Esta afirmación es equivocada pero además demuestra una pereza intelectual asombrosa, sobre todo en épocas de Google y demás herramientas. No es tan difícil enterarse de que de estas marchas participa sólo una parte de la sociedad israelí. No necesariamente la más numerosa, aunque sí la que tiene más eco mediático.
Barón del conurbano con clase
No vengo acá a defender a Netanyahu. En primer lugar, porque es un político tan astuto que puede defenderse solo. En segundo, porque no creo estar a la altura de la defensa que un hombre como Bibi precisa. Y en tercero, porque tengo muchísimas críticas contra él. Netanyahu no es santo de mi devoción ni mucho menos. Pero es innegable que su poder popular es real. Me animaría a decir que más de la mitad del país lo respalda, aunque sea con la nariz tapada. Sin embargo, nos hemos acostumbrando a ver cuestionada su legitimidad, especialmente desde sectores que se autoperciben de centro-izquierda.
Netanyahu es el animal político más completo que me ha gobernado en Israel o Argentina. A un amigo le gusta definirlo como una suerte de “barón del conurbano con más clase”. Maneja todos los códigos del populismo (tiene calle, le gusta el barro), pero también tiene su oficina decorada con diplomas del MIT y de Harvard. Es imposible pensar en la actualidad de Israel y, sobre todo, en la transformación social y económica que ha vivido el país en los últimos 30 años, sin mencionar a Bibi. A muchos les va a molestar esto, y me va a costar más de una crítica, pero estoy convencido de que en un hipotético Mount Rushmore israelí, la cabeza de Netanyahu debería estar junto a las de David Ben Gurion, Golda Meir e Isaac Rabin.
Bibi asumió por primera vez como primer ministro de Israel en 1996, el más joven en la historia en el cargo. Después fue ministro de distintas carteras y retomó el liderazgo del gobierno entre en el período 2009-2021. Tras un año como líder de la oposición, volvió a ganar en 2022. Lo más interesante, especialmente para un sudamericano, es que si bien lo han acusado de corrupto y de traidor, jamás lo acusaron de fraude electoral. Ni siquiera la oposición discute que Netanyahu gobierna porque sabe forjar alianzas mejor que cualquiera. Algo no menor para el político que más tiempo ha sido primer ministro (16 años y contando) en la joven historia del Estado de Israel.
Ni siquiera la oposición discute que Netanyahu gobierna porque sabe forjar alianzas mejor que cualquiera.
Si algo caracteriza a Netanyahu es su olfato. Sabe lo que el israelí promedio quiere. Tiene en claro que su votante ideal no está en las calles de Tel Aviv, sino en la periferia. Está en la clase trabajadora, lejos de las start-ups y las high-tech que son hoy el orgullo nacional. Netanyahu, que es un hombre rico, formado en los mismos centros de estudio que los líderes de esta “pseudo izquierda”, que tiene una casa en el lugar más caro de Israel con vecinos que jamás votarían por él, ha sabido cautivar al sector popular. Al empleado promedio. Al taxista. Al verdulero. Al comerciante de clase media-baja. La enorme mayoría de ellos es bibista.
Eso lo ha llevado a convertirse en el líder de lo que uno podría llamar “la mayoría silenciosa” de Israel. La que no va a las marchas de Kaplan. La que quiere una victoria total en Gaza. La que está harta de los ataques con misiles contra el norte y el sur del país que no se publican en los diarios internacionales. La que controla la mayoría de las bancas de la Knesset (el Congreso).
Kaplan rinde más
Me ha tocado cubrir marchas de familiares de secuestrados donde piden a gritos la expulsión de Netanyahu. Pero también pude acompañar manifestaciones de familiares de soldados caídos en el operativo en Gaza: hermanos, padres, esposas e hijos de los que dieron su vida para rescatar a los secuestrados. Todos, casi sin ninguna excepción, piden que continúe el avance militar. Sienten que, si hay una tregua, sus seres queridos habrán caído en vano. Apoyan a Netanyahu, pero sus marchas no aparecen en los medios internacionales: Kaplan rinde más.
El poder de Netanyahu también se sustenta en un pequeño viento de cambio que, cuándo no, el líder del Partido Likud (una formación de centro-derecha con profundos tintes populistas) ha sabido capitalizar. En Israel, muy de a poco, se viene dando una revolución social que pocos en el exterior perciben, o que deciden ignorar desde la comodidad de sus sillones. Los centros de poder, por el momento, están controlados por lo que en Israel se denomina “la izquierda”. Esta terminología es mentirosa. No son troskistas ni marxistas ni mucho menos. El mejor modo de identificarlos podría ser con una cercanía al Partido Demócrata estadounidense. Son los que controlan la Corte Suprema, los principales medios de comunicación, los máximos rangos militares y la mayoría del poder económico. El único lugar que no pueden controlar es el que depende del voto popular. Porque cada vez son menos. Y los votantes se van cansando de esta élite (¿casta?) que, sienten, no representa a la mayoría. Netanyahu lo sabe y, de hecho, ésa fue la batalla que intentó dar con la reforma judicial tan cuestionada por los medios pero tan poco analizada de manera objetiva. El trágico 7 de octubre cambió los planes, sacudió al pueblo de Israel y manchó a Bibi para siempre.
Como primer ministro durante la peor tragedia para el pueblo judío desde el Holocausto, Netanyahu es el máximo responsable y, sin dudas, tendrá que responder por lo sucedido. Eso no implica que, como reclaman los opositores, deba renunciar. Los mismos que pedían su cabeza durante el debate por la reforma judicial, hace un año y medio, encontraron en el ataque terrorista de Hamas una nueva causa para reclamarla. En las marchas de Tel Aviv gritan “De-mo-kra-tia”, pero se olvidan de que Bibi está donde está por decisión popular. Que no les guste lo que votó la mayoría es otra cosa.
Son los porteños que no entienden cómo ganó Milei, o los progres que no entienden cómo puede ser Bukele tan votado.
Vuelvo al impacto fuera de Israel y al esfuerzo de los medios por cubrir las manifestaciones en Kaplan sugiriendo que en Israel todos odian a Netanyahu. Es de un simplismo que asusta, pero que se repite cada vez que no se desea hacer el mínimo ejercicio intelectual de considerar el voto de todo un país. Después van a Nueva York y se sorprenden por la victoria de un Trump. Son los porteños que no entienden cómo ganó Milei, o los progres que no entienden cómo puede ser Bukele tan votado. Los mismos cuyo análisis de la política internacional se remite a llamar “loco” a Putin, “extremista” a Bukele , “sacado” a Trump, “facho” a Bolsonaro o “zurdo” a Lula. Estamos hablando de líderes que, nos gusten o no, cuentan con un apoyo masivo. No defiendo sus modos ni sus gestiones. Me limito a respetar al votante local.
De la enorme lista que podríamos hacer de grandes líderes políticos populares de los últimos 30 años, de Cristina Kirchner a Milei, de Putin a Trump y de Bukele a Lula, el más capacitado de todos es Benjamin Netanyahu. No es una opinión, los datos lo confirman. Ninguno ha logrado ser tan trascendente para su país durante tanto tiempo y de manera tan legítima. Ninguno ha sabido surfear críticas, situaciones adversas y tropiezos como Bibi. Y ninguno ha logrado mantener un núcleo duro de apoyo tan fiel durante tantos años.
Por más que los periodistas internacionales se escandalicen, y por más que los medios no lo transmitan, Netanyahu, con guerra y todo, sigue teniendo un apoyo masivo en Israel. Porque entiende como nadie el concepto de “divide y reinarás”. Porque teje alianzas como pocos. Y porque, aunque a Stephen King le cueste comprenderlo, a sus 74 años, Bibi, sigue siendo el que mejor sabe leer qué pretende de un político el israelí promedio.
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