En los quinchos, diría Julio Ramos, sólo se habla sobre qué va a pasar en este país desde el lunes que viene si los resultados de las elecciones confirman o, peor, profundizan los resultados de las PASO. Nadie es demasiado optimista, porque las condiciones de la economía se agravan y porque los mensajes del oficialismo son, en el mejor de los casos, contradictorios. Mientras tanto, estamos todos en este limbo en el que vivimos desde septiembre, con la política, la economía y las expectativas congeladas a la espera del próximo domingo: una calma anterior a una tormenta, en la que jugamos, con esa mezcla tan argentina de adrenalina y preocupación, a pronosticar escenarios posibles.
Supongamos entonces tres escenarios, dando por hecho lo que dicen las encuestas, el humor social y las caras largas del oficialismo. En el primero, el Gobierno, aupado por los gobernadores, la CGT y algunos intendentes, reacciona frente a la derrota con relativa serenidad, reconoce el chaleco de fuerza en el que está metido y empieza a dar pasos serios hacia un acuerdo con el Fondo, quizás pidiendo el acompañamiento de la oposición. Ocurre un cambio de gabinete, los entrantes son más sensatos que los salientes, la conversación baja a tierra: qué tenemos que hacer para ordenar este quilombo.
En el segundo escenario, el presidente Fernández hace lo que mejor le sale (procrastinar) y apuesta por la misma mediocridad caótica de estos dos años, sabiendo que obtendrá resultados peores pero conformándose con demorar el estallido y posponer el quiebre de la coalición gobernante. Es decir, el plan-sin-plan reciente de despreocuparse por la falta de rumbo: flirtear con el Fondo a la mañana, ladrarle a la tarde; congelar precios un lunes, exigir inversiones un martes; decirles antiargentinos a los opositores y en la misma semana convocarlos al gran acuerdo nacional.
El tercer escenario es el más épico: Máximo toma la antorcha, pone a Feletti de ministro de Economía e inmola al gobierno entero en una patriada radical.
El tercer escenario es el más épico: Máximo toma la antorcha, pone a Feletti de ministro de Economía e inmola al gobierno entero en una patriada radical aun a riesgo de terminar en un descalabro económico o institucional (o ambos), pero con un kirchnerismo heroico reconciliado con sus votantes (y con sus replicantes escolarizados de clase media) porque nunca abandonó la lucha ni bajó las banderas ni, como prometió Néstor, dejó sus convicciones en la puerta de la Casa Rosada.
Se pueden hacer mil hipótesis sobre las chances de cada uno de estos escenarios. El primero, el del giro sensato, hoy parece improbable, aunque Manzur y su tribu harán su intento por renovar el sueño eterno del albertismo y el peronismo racional. El segundo, el de la parálisis, es más probable, pero, según todos los economistas terrícolas, imposible de sostener durante los dos años que quedan hasta 2023: “No llegás”, dicen, siempre en segunda persona singular, “la piña te la comés igual”. Y al tercer escenario, el de la radicalización eufórica, que algunos juzgan posible porque el kirchnerismo prefiere mantenerse virgen antes que mancharse ideológicamente, yo le veo pocas chances de éxito: no porque La Cámpora no esté deseando patear el tablero sino porque, con los aparentes resultados de estas elecciones, no tendrá poder para hacerlo. La historia de estos dos años del Gobierno puede leerse como una oscilación entre su incompetencia cuando intentó moderarse y su debilidad cuando intentó radicalizarse, y por eso quedó siempre a mitad de camino, enfurruñado en el “Ah, pero Macri” y los pases de facturas internos. Por eso digo, cuando me dejan hablar en los quinchos, que el escenario más probable para mí es una mezcla del primero con el segundo: un intento moderadamente serio por encarrilar una negociación con el FMI y cambiar las expectativas, que hoy están en un nivel subterráneo, combinado con la chapucería y la cacofonía estratégica que vimos en todo este tiempo. Igual me reservo una fichita para la antorcha de Máximo, porque con el kirchnerismo molecular no se puede descartar nada.
El veto vicepresidencial
En cualquier caso, cualquier dirección que tome el gobierno desde la semana que viene, si se confirma su derrota, va a necesitar de la aprobación o incluso el impulso de la vicepresidenta Cristina, que mantiene su capacidad de veto sobre cualquier decisión importante en el oficialismo, por más que ella en sus cartas insista en que no es la titiritera sino el títere en este Frente de Todos. Alberto dirá sus cosas, Massa emitirá sus susurros, Máximo chillará sus consignas: pero la decisión final sobre el futuro del gobierno la tomará Cristina. Y eso, se comenta en los quinchos, es lo que la tiene encerrada y preocupada. Porque todas las opciones que tiene enfrente son malas.
Hago acá una pequeña digresión para dar algo de contexto: esto se dice poco, pero el kirchnerismo está más aislado que nunca, política, social e intelectualmente. El peronismo le tiene menos miedo, el establishment no le tiene ninguna confianza e incluso una parte importante de la sociedad parece haber dejado de tomar en serio su versión del estatismo y el nacionalismo. Fuera del kirchnerismo, casi ningún economista duda de que la salida al embrollo actual es, por usar una expresión progresista, “por derecha”, es decir, con un plan económico que vaya ordenando las variables locas de nuestra economía y al mismo tiempo sea creíble políticamente. Lo mismo puede decirse de los políticos, incluidos muchos peronistas y algunos (pocos) oficialistas. Nadie fuera del cristinismo cree que se puede salir de la situación actual con la receta clásica peronista de seguir dándole al bombo del gasto y el consumo y tratar de atajar los desequilibrios con soluciones superficiales como los congelamientos de precios o los cepos irrespirables. El clima pide un cambio de régimen económico, y sospecho que una parte del cerebro de Cristina –que en sus mejores días balbucea pedidos de acuerdo– también lo sabe.
Fuera del kirchnerismo, casi ningún economista duda de que la salida al embrollo actual es, por usar una expresión progresista, “por derecha”.
He aquí entonces el dilema ante el cual se encuentra la vicepresidenta: hacer lo que sospecha que hay que hacer pero a lo que lleva 15 años llamando “neoliberalismo”, o arriesgarse a profundizar este camino que, supongo que también lo sospecha, lleva a lo que algunos empiezan a llamar “Rodrigazo”, es decir, una corrección desordenada de la situación, con devaluación, llamarada inflacionaria, aumentos tardíos de tarifas y el consiguiente conflicto social, con más pobreza y menos empleo.
Si Cristina pone su sello en el giro neoliberal (que no es neoliberal, es lo que hacen todos los países, incluidos el Brasil de Lula y la Bolivia de Evo Morales, pero me divierte llamarlo así), pierde coherencia ideológica, pero tiene la oportunidad de evitar ser parte de un descalabro. Pierde coherencia ideológica porque lo que hay que hacer, aun en la versión más amistosa que podría aceptar el Fondo, implica lo que ella y los suyos toda la vida llamaron un “ajuste”: subir tarifas y bajar el déficit, especialmente, pero también poner tasas de interés positivas y algún tipo de relajación del cepo cambiario, con su inevitable devaluación del peso oficial. Van a tener que, oh dios, mejorar el “clima de negocios”, una expresión desdeñada por el kirchnerismo toda su vida. Todo esto a Cristina probablemente le genere algún tipo de urticaria, por su historia ideológica reciente, por la cámara de eco marciana que se construyó a su alrededor (los dirigentes y periodistas que le celebran todo y, al mismo tiempo, le piden radicalizarse, ser más dura con los medios, la oposición, las empresas y la Justicia) y, especialmente, por la relación maternal que tiene con sus votantes, especialmente los de la tercera sección electoral y los ideologizados de clase media, para quienes viene siendo un faro incorruptible de lucha contra el sistema dominante.
pidamos grandeza
Por lo tanto, a Cristina le sería costoso dar un giro de 180 grados y empezar a decir ahora que la Argentina tiene problemas estructurales (que no estamos así sólo por culpa de Macri), que el equilibrio de las cuentas públicas es importante, que la emisión de dinero no deseado sí tiene algo que ver con la inflación. Pero igual creo que debería hacerlo, que debería tener, si verdaderamente es la política inteligente que dicen que es, la sabiduría suficiente para reconocer el fin de época y la necesidad de soluciones nuevas.
No sólo porque la alternativa es más dolorosa para todo el país –siempre es mejor un plan de estabilización ordenado que uno desordenado–, sino también porque creo que es mejor para ella. No soy quién para darle consejos ni me interesa mucho su legado histórico –creo que sus gobiernos fueron pésimos, autoritarios y corruptos y que es la principal responsable de lo que otros, no yo, llaman grieta–, pero creo que un escenario en el cual vuelve a quebrarse la coalición oficialista, se espiraliza la inflación y se entra en default con el Fondo no sólo se vuelve imprevisible para el país sino también para ella: sus votantes del conurbano quizás no le perdonen haberlos descuidado de esa manera y haberles generado tanto daño. Si a Cristina se le rompe ese hechizo con la tercera sección, no le queda casi nada.
La opción neoliberal destruiría su coherencia y la relación con sus votantes, pero le permitiría mantener vivas ciertas ficciones sobre cómo vivía el pueblo cuando ella estaba a cargo.
Es cierto, también, que arriesgándose al Rodrigazo, tanto activamente (copándole el Gobierno a Alberto) o pasivamente (rompiendo con Alberto y viendo el desastre desde su despacho en el Senado), Cristina se mantiene fiel a sí misma y a sus votantes bilingües, consumidores de C5N, que la acompañarán en la lucha pase lo que pase, porque encontrarán una manera de hallar culpables y convencerse a sí mismos de que el desbarajuste será culpa de la oposición o del Fondo o de la pandemia. Pero en el largo plazo, que es lo que a ella le importa –famosamente: “la Historia ya me juzgó”, como dijo en tribunales–, su figura quedará asociada a un período desgarrador, caótico y difícil para todos. Digo más: una crisis grave, con inflación por encima del 10% mensual y cabalgada por un gobierno cada vez más débil, hará aún más fuerte el clima social de que su modelo económico no sirve más y de que es necesario un cambio de régimen urgente y “por derecha”. Es decir, la refutación y repudiación definitiva de que todas sus ideas económicas son anacrónicas y obsoletas. Con un Rodrigazo Cristina no sólo perdería su presente y su futuro: también perdería su pasado.
La opción neoliberal destruiría su coherencia y la relación con sus votantes, pero le permitiría mantener vivas ciertas ficciones sobre cómo vivía el pueblo cuando ella estaba a cargo. La opción radicalizada, en cambio, le permite mantener la ficción de que ella nunca participó de un ajuste (nadie en el kirchnerismo recuerda los primeros meses de 2014), pero al precio de salir en la foto de una crisis. ¿Qué vale más? Como dice Daniel Artana, Cristina tiene que entrar en modo “control de daños”. Darse cuenta de que se metió en un laberinto que sólo tiene dos salidas: y las dos malas para ella.
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