En marzo de 2020 entramos en el mundo desconocido de la cuarentena con cerca de 120 casos confirmados. Teníamos el diario del lunes que nos contaba lo que pasaba en Europa y queríamos adelantarnos al virus. El gobierno repetía “hay que aplanar la curva” y, sobre todo, “quedate en casa”. Sabemos lo que pasó después. Pero ¿qué pasó específicamente con las mujeres en estos 14 meses? Atravesamos la cuarentena administrada por un gobierno que creó un verdadero hojaldre de burocracia dedicado al feminismo y las cuestiones de género. ¿Y los resultados?
Vanina | médica internista
Antes de la pandemia, Vanina atendía consultorios en tres clínicas y cubría un turno de piso de internación en otras dos. Como salía de su casa a las 7 de la mañana, Jorge, su marido, era el encargado de llevar a los chicos a la escuela, de camino a su trabajo en una agencia de viajes. Cada día en una línea de subte distinta, Vanina volvía a su casa a las tres de la tarde, se sacaba el traje de médica y, con la perra a la rastra, salía para el colegio a buscar a los chicos. Desde ese momento, era tan ama de casa como su abuela, que crió cinco varones: hacía las compras, ordenaba la casa, ayudaba a los chicos con la tarea y se encargaba de la cocina.
Desde el comienzo de la cuarentena, Vanina tuvo que tomar más turnos para compensar el parate casi total en el trabajo de Jorge, incluso cubre dos noches de guardia. Vanina llega todos los días de noche y se cambia en la cochera. El baúl del auto, que su marido ya no necesita, está lleno de ropa y equipo de protección personal que ella misma se compra, porque va a tantos lugares que quiere estar segura de lo que usa. Todos los días sube con una bolsa en cada mano. Una va a la basura y la otra directo al lavarropas. Un año después, muchos de sus compañeros le dicen exagerada, pero ella les responde que por algo es la única que no se contagió.
Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), más del 70 % del personal de los sectores de salud y trabajo social son mujeres: médicas, enfermeras, asistentes sociales, auxiliares, cuidadoras. Todas ellas forman parte de ese 20% de mujeres con empleos que CIPPEC clasifica como de alta proximidad, en los que la distancia social no es una opción posible. No todas tienen la suerte de Vanina, que llega a su casa y se encuentra con su familia bastante bien encaminada por Jorge, que hizo las compras, ordenó la casa, ayudó a los chicos con la tarea y las clases virtuales y se encargó de la comida. Entonces cenan y después, mientras los chicos se conectan para jugar un rato con sus compañeros de escuela, salen juntos con la perra a caminar unas cuadras.
Guada | bailarina y profe de danza
Guada es una mujer inquieta. Trabaja desde muy chica en ese rubro tan difícil. Está casada con Matías y tienen una hija y una casita tan lejos de todo que se sienten en el campo. Matías es músico, compone publicidades y musicaliza películas, a veces pasa música en boliches o eventos y tiene una banda. Después de años de pelearla en estudios ajenos y con Sofi a punto de entrar a preescolar, a fines de 2019 Guada invirtió todos sus ahorros para abrir su propia sala de baile, en uno de los playones cerrados de un club de barrio. La ayuda Julia, su mamá, que se hace cargo de la administración y también de la nena. Julia pasó hace rato los 70 pero nadie se da cuenta: tiene la misma polenta de su hija y de su nieta.
En febrero de 2020, el estudio de Guada tenía más de 150 alumnos matriculados, la mayoría en más de una clase. Trabajaron un mes a full hasta que se decretó la cuarentena y tuvieron que cerrar las puertas. Guada ni siquiera había terminado de pagar las cuotas de los acondicionadores de aire, pero no quiso preocuparse: el cierre era “sólo hasta fin de mes” y, mientras tanto, la mayoría de las clases se podían dar por zoom. Y en todo caso, se recuperaban cuando todo volviera a la normalidad. Lo importante ahora era cuidarse. Y para darse más ánimo, se repetía todo lo que iba a disfrutar de esos días de “ama de casa”, con Sofi y con Matías, que seguía trabajando más o menos como siempre.
De los casi 100 alumnos que se habían anotado a fines de marzo, quedaban un poco más de 20 cuando se permitió la apertura de salas de danza.
La superposición de roles no le resultó tan fácil como creía. Sofi odió las clases virtuales desde el primer día, costaba muchísimo convencerla de conectarse y todavía más que hiciera algo de lo que la maestra sugería. Guada se instalaba al lado de ella y hacía todas las cosas como si fuera una alumna más, y ni así lograba que la nena se entusiasmara. Sin embargo, cuando Guada empezaba el zoom de baile, Sofi siempre estaba con ella. Se bailaba todo.
Con el correr de los meses, la cantidad de clases semanales fue menguando a la par del entusiasmo de los alumnos, todos saturados de zoom. De los casi 100 alumnos que se habían anotado a fines de marzo, quedaban poco más de 20 en noviembre, cuando se permitió la apertura de las instituciones deportivas y salas de danza. Hasta esa fecha, Guada quedó afuera de todas las ayudas del Estado, que no fue capaz de encontrar un casillero donde acomodarla: una de las 5,3 millones de personas que, según el CIPPEC, se encuentran en graves dificultades laborales porque no pertenecen a los sectores exceptuados. Lo único que le ofrecieron fue un préstamo a tasa cero, pero ella no quiere deber más plata. Tampoco podía viajar en tren, por lo que tuvo que sacar un permiso para atender a su madre y renovarlo todo los días.
Para reabrir tuvo que marcar en el piso las distancias, comprar dos extractores de aire, un set de termómetros y toneladas de sanitizante. Además, bajar la capacidad a menos de la mitad. Por suerte la sala es enorme: tiene las medidas reglamentarias de una cancha de básquet. De todos modos, la mayoría de los alumnos no volvieron. La que tampoco volvió fue Julia, que hasta enero no se animó a salir a la calle. Dice que los diez meses de encierro la hicieron envejecer como diez años. Ahora es Sofi la que recibe a los alumnos, les recuerda que no se pueden sacar el barbijo y les pone alcohol en las manos.
Laura | psicóloga
Laura atiende chicos, tiene pocos pacientes porque además trabaja de auxiliar en una escuela integradora. Cada año, el alumno que le toca acompañar es como su segundo hijo. Es un trabajo que le encanta y casi no lo siente como tal: siempre dice que su ocupación principal es la de remisera de Cami, su hija, que entró a uno de los colegios secundarios de la universidad. Su marido, Roberto, tiene un negocio de productos de cuero que trabaja principalmente con turistas. Lo atienden él y Tomás, el hijo de su primer matrimonio, que ya está por ser padre. Después de cerrar, Roberto se junta con un running team. Sale de casa a las ocho y vuelve tarde, casi cuando la cena está servida.
La cuarentena los agarró con ganas de frenar un poco: durante todo abril, Laura agradecía no tener que manejar por la ciudad los habituales 200 kilómetros semanales desde su casa al colegio, de ahí a la escuela donde trabajaba, de ahí a casa o al consultorio que compartía con tres colegas, y luego de vuelta al colegio y a tenis o a inglés o a alguna de las clases de baile de Cami, y en el medio a lo de sus padres o al hipermercado. Con tanto tiempo libre, empezó a disfrutar de las tareas de la casa que había delegado por completo en Emilse, la señora que venía a ayudarla todos los días. Y como no tenía que ir a la escuela, decidió tomar más pacientes y atenderlos por zoom. Se instalaba en el dormitorio, para obligar a su marido a levantarse de la cama: Roberto había cambiado las carreras por las maratones de series. El inicio de clases de Cami se demoraba, pasaba el día encerrada en su cuarto, conectada con sus amigas de la primaria y conociéndose con sus nuevas compañeras. Apenas salía cuando Laura entraba a limpiar y a los pocos minutos empezaba a discutir con su padre en el living.
Un informe de la ONU confirma que la brecha de género que ya existía antes de la pandemia se vio acentuada por los efectos de la emergencia.
El cansancio que carga Laura no es una excepción. Un informe de la ONU confirma que la brecha de género que ya existía antes de la pandemia se vio acentuada por los efectos de la emergencia: la participación laboral femenina se redujo y en la mayoría de los hogares las mujeres fueron las responsables principales o exclusivas de la carga extra de trabajo doméstico. La Dirección Nacional de Economía, Igualdad y Género del Ministerio de Economía va un poco más allá y señala que los avances en materia de igualdad de género retrocedieron a los valores de hace veinte años, cuando la independencia femenina era menor en términos sociales y culturales.
A principios de junio, justo cuando empezaron a llegar los primeros mails del colegio con tareas, Roberto decidió reenfocar su negocio. El encierro venía para largo y a la familia se le estaba achicando el margen. A través de un amigo de Tomás, que tiene familia en Mendoza, empezaron a traer y distribuir productos regionales. Le pidió a Cami que manejara las redes sociales y a Laura que organizara distintas cajas de regalo y bandejas de picadas. El entusiasmo por el nuevo emprendimiento suavizó un poco las asperezas de la familia. Los pedidos aumentaban gracias al boca a boca y a la popularidad que tenían los videos de los tres en TikTok. A fines de septiembre, justo cuando Cami tuvo su primera clase sincrónica, Laura se despidió del último paciente que le quedaba. El departamento, la familia y todas las horas del día se le habían llenado de los bártulos y las obligaciones del emprendimiento de su marido. Esa misma noche le dijo a Roberto que quería separarse.
Caro | madre soltera
Caro vino embarazada desde Corrientes y no quiso volver nunca más. Luciano es asmático y pasó a séptimo grado. Desde que nació, su mamá trabaja todo lo que le da el cuerpo porque no quiere que le falte nada. A la mañana, desde muy temprano, trabaja en la panadería de un supermercado. Se reparte las tardes limpiando casas. Ahora que Luciano es grande se cuida solo, pero cuando era más chico, el transporte lo llevaba hasta su casa y lo recibía Yani, la hija de la vecina de arriba, que se pagó los gastos de la carrera de diseñadora trabajando de niñera.
La cuarentena largó justo cuando Luciano empezaba unas clases de apoyo que le ofreció la directora de la escuela para que preparara el ingreso, porque Caro no puede pagar una academia. Con su certificado de trabajo esencial, Caro no tenía inconvenientes para viajar, pero el temor a enfermarse y, sobre todo, a que Luciano se contagiara, la ayudó a decidirse por despertarse más temprano y caminar al supermercado. De todos modos, los trabajos de la tarde se cortaron y una sola de las familias le siguió pagando las horas.
En noviembre, Caro volvió a trabajar en una de las casas pero las demás le dijeron que ya no la necesitaban. O que no le podían pagar.
En Argentina, el 65% del personal doméstico trabaja en la informalidad. El 90% son mujeres y la mayoría de ellas son jefas de familia. Según el INDEC, el 84% de los hogares monoparentales están a cargo de mujeres. Casi la mitad de esos hogares está por debajo de la línea de la pobreza. Pero además, el trabajo doméstico incluye al 17% de las mujeres ocupadas, un trabajo que prácticamente desapareció con la cuarentena. El IFE se propuso cubrir esta situación, pero sólo el 2,4% de los 9 millones de trabajadores que lo recibieron son empleadas domésticas. Y sólo fueron tres pagos en casi un año de cuarentena.
Como todos, Caro achicó gastos pero la plata no le alcanza. En noviembre volvió a trabajar en una de las casas de la tarde pero las demás le dijeron que ya no la necesitaban. O que no le podían pagar. Mientras tanto, Luciano casi no tuvo clases, la escuela daba un zoom por semana pero la mitad de la hora se pasaba con las dificultades de todos para conectarse. Finalmente, le mandaban apuntes y tareas por Whatsapp que él tenía que copiar en el cuaderno, fotografiar y mandar por la misma vía. Él mismo se da cuenta de que no aprendió nada nuevo. Por eso mismo abandonó el ingreso y se pelea con su madre porque, hasta que no termine la pandemia, no quiere anotarse en el secundario.
Como ellas, hay muchísimas más. El trabajo de Mary, a cargo de un transporte escolar, dejó de existir: ahora vende barbijos y “calzado para estar en casa”. María, en los últimos años de Medicina, acumula finales pendientes. Valeria tuvo que dejar su empleo en una empresa para atender las necesidades de la casa, los chicos y sus padres y suegros. Diana no puede darse el lujo de dejar un sueldo, entonces hace home office en horarios nocturnos, mientras todos en la casa duermen. Y no mencionamos ni un solo caso de las que necesitan ayuda del Estado siempre, con pandemia o sin ella.
La segunda ola las encontró a todas tratando de sacar la cabeza y volver a flotar. De reorganizar la casa y la familia y empezar una “nueva normalidad” que sea lo más normal posible. La vuelta a la cuarentena estricta y las idas y vueltas, los tironeos con la presencialidad escolar, les dejan la sensación de estar encerradas en esa película en la que el protagonista se despierta todas las mañanas en el mismo día. Ninguna de ellas sabe cómo van a hacer para afrontarla.
Leemos a las referentes del feminismo más preocupadas por el lenguaje inclusivo o la cantidad de mujeres en las fotos oficiales que por la situación de sus congéneres.
Del otro lado hay un gobierno que no pierde la oportunidad de declararse preocupado por las cuestiones de igualdad, inclusión y género. Que se jacta de haber elaborado el primer presupuesto nacional con perspectiva de género y diversidad, “organizado de manera tal de orientar políticas públicas para cerrar brechas de género como uno de los objetivos centrales”. Las funcionarias de todas las capas del hojaldre tienen en sus manos informes y llevan a cabo encuestas que documentan y le ponen números a esta realidad, que se difunden en las notas que le dan a medios nacionales e internacionales. Pero las medidas concretas no aparecen.
Leemos a las referentes del feminismo más preocupadas por el uso del lenguaje inclusivo o la poca cantidad de mujeres que aparecen en las fotos oficiales que por la situación de sus congéneres. El poco avance que se había logrado a principios de año con la vuelta de la presencialidad volvió a foja cero con el nuevo cierre, en contra de la abrumadora cantidad de evidencia que está al alcance de todos. La estrategia oficial no niega que las escuelas son lugares seguros, pero dice que el problema está afuera, en el transporte, en la puerta donde las “mamis” se amontonan y los chicos juegan a cambiarse el barbijo. Para reforzarla, se difunde una línea gratuita para denunciar a los colegios que no respetan las medidas.
Valeria, Laura, Caro y Guada fueron algunas de las muchas madres que se acercaron a la puerta de la residencia de Olivos, a una de las tantas vigilias organizadas por las agrupaciones de padres. Para pedir por la presencialidad, por la educación, por el futuro de sus hijos y también por el propio. Ellas prendieron cuatro de las cientos de velitas que volvieron tan loco al presidente, que tuvo que mandar a un bombero para que las apagara.
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