IGNACIO LEDESMA
Domingo

Adiós a las armas

La figura de Hebe de Bonafini se entiende mejor si se la piensa como lo que fue siempre: una revolucionaria.

La muerte de Hebe de Bonafini obligó a una revisión de su historia. No para los kirchneristas, por cierto, quienes en su momento la incorporaron sin beneficio de inventario: a ellos no los iban a asustar las declaraciones más extremas, que incluían festejos de muertes y atentados, comentarios racistas e insultos varios. En cambio, sus detractores tenían el desafío de construir tras su muerte una biografía que separara su parte “buena” —con la que se ganó su prestigio al enfrentarse a la dictadura— de la “mala”: la que mostró, en democracia, una alternativa de extrema izquierda que finalmente recaló en el kirchnerismo. Así, se habló mucho en estos días de cómo el kirchnerismo cooptó a Hebe o de cómo ella traicionó su defensa de los derechos humanos.

Sin embargo, un análisis más detallado de su impactante participación pública quizás demuestre que su accionar fue coherente. Para mantener el análisis en un terreno puramente político, vamos a obviar su etapa de “Sueños compartidos”. El kirchnerismo tiene la fantástica propiedad multiplicativa de kirchnerizar todo lo que toca. Así, convirtió a una organización con un fin específico —sin dudas humanitario— en un emprendimiento inmobiliario. El desastre era inevitable, producto del enchastre institucional envuelto en retórica y corrupción que llevaron adelante Néstor y Cristina Kirchner. En todo caso, no es esencial para lo que queremos discutir en esta nota que es la línea de pensamiento de Bonafini a lo largo del tiempo.

El primer equívoco a mi entender es considerar a las Madres de Plaza de Mayo una organización de derechos humanos. Y no me refiero a su actualidad, en la cual Hebe la convirtió muy evidentemente en otro apéndice del kirchnerismo. En su origen, las Madres tenían un reclamo justísimo y lo hicieron de una manera increíblemente valiente: sus hijos habían sido secuestrados, no se brindaba ningún tipo de información y ellas exigían que aparecieran vivos. Desde ya que los derechos humanos eran la herramienta que les permitía pedir por sus hijos arrebatados, pero no era, ni tenía por qué serlo, una organización que pensara en esos términos y de manera generalizada. No luchaban por un mundo en el que primaran las ideas liberales: las necesitaban en ese momento particular para salvar a sus hijos. Las que realmente eran organizaciones dedicadas a los derechos humanos eran instituciones como la APDH o el CELS, a quienes los militantes recurrían para reclamar por sus garantías (más allá de que algunas de estas organizaciones hayan sido o no consecuentes en esa línea).

El primer equívoco a mi entender es considerar a las Madres de Plaza de Mayo una organización de derechos humanos.

Las primeras madres comenzaron a reunirse y caminar por la Plaza a fines de abril de 1977. Los militares tomaron nota del reclamo y la amenaza que significaba hacer pública la represión clandestina. Infiltró al teniente de la Marina Alfredo Astiz en la organización simulando ser un familiar de desaparecidos. En diciembre de ese mismo año, un grupo de tareas a su cargo secuestró a un grupo que se reunía en una Iglesia y que incluía a la fundadora de Madres, Azucena Villaflor. Sus cuerpos aparecieron poco después en playas de la Costa Atlántica.

En ese contexto riesgosísimo fue que Hebe de Bonafini se convirtió en la presidenta de la organización en 1979 y le imprimió sus características personales: intensidad y dureza en el discurso. El reclamo era hecho sin ningún tipo de atenuantes: “Con vida se los llevaron, con vida los queremos”, era su consigna. El dolor de Bonafini —dos hijos y una nuera desaparecidos— se expresaba de manera inflexible.

En su espíritu, sus muchachos deberían volver tal como se los habían llevado: vivos, sanos y revolucionarios. Para Hebe, renunciar a la posibilidad de que estuvieran vivos era inadmisible. De la misma manera, distanciarse de sus sueños revolucionarios habría sido para ella una traición. No existió nunca en Hebe de Bonafini la posibilidad de generalizar los derechos humanos, estimarlos como una conquista liberal, como parte de un nuevo orden democrático. Su oposición sistemática a las posturas de Raúl Alfonsín fue afín a la de un grupo revolucionario que aprovecha las condiciones de la vida en democracia pero cuyos objetivos finales son los de un sistema de partido único. No se trataba solamente de consignas sino de su inadecuación a las reglas de la nueva institucionalidad.

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Si realmente hubo un pacto democrático en 1983, Hebe de Bonafini no participó de él. Con la vuelta de la democracia la sociedad dejaba atrás el período de la represión clandestina pero también los sueños del cambio total, del Hombre Nuevo, de la Revolución. Empezaba un período menos épico, estructurado alrededor de la idea de compromiso, de negociación, de alianzas, de alternancia y resignación. Seguir a la sociedad en su despertar democrático habría sido para Hebe abandonar a sus hijos.

Anti-dictadura, pro-democracia

El segundo equívoco deriva del primero y se puede sintetizar así: no toda acción en contra de la dictadura era una acción pensada a favor de la democracia, aunque el resultado final haya sido ése. Por sobre todo, el corolario más falso de todos era el que suponía que cualquiera que se hubiera opuesto a la dictadura era un demócrata. La cristalización más evidente de ese equívoco fue la figura de Rodolfo Walsh, celebrado cada Día del Periodista como un adalid de la libertad de prensa, algo en lo que no creía. A lo largo de toda su trayectoria política, jamás valoró la democracia o los derechos humanos. De hecho, sus días en Cuba lo ponen muy en manifiesto, especialmente con su apoyo al régimen en contra de los intelectuales disidentes que fueron cruelmente reprimidos. Walsh fue valiente e inteligente en su lucha contra la dictadura, al menos más inteligente que sus camaradas de armas. Su objetivo, sin embargo, no fue la democracia finalmente resultante sino un régimen en donde los derechos humanos eran una rémora de un sistema agotado.

De la misma manera, Bonafini, con su titánica tarea, exponiendo la acción de los militares en el gobierno mientras se ponía en riesgo a sí misma, ayudó a erosionar la imagen de las Juntas. Cuando decidió que su organización ya no iba a reclamar específicamente por cada hijo desaparecido sino que iba a adoptar una forma más general y politizada, la necesidad de quedar vinculada al sueño revolucionario fue más urgente que nunca. Como dice Luciana Bertoia en su obituario de Página 12:

Hebe se sentía más cómoda definiendo a las Madres como una organización política que como un organismo de derechos humanos. Su sector dejó de llevar los nombres de los hijos en los pañuelos y ya no portaban la foto de cada uno de sus desaparecidos: se socializó la maternidad. Todos y todas eran sus hijos. Tampoco aceptaban las exhumaciones de los cuerpos, que reclamaba el resto del movimiento de derechos humanos. “El revolucionario nunca muere”, dice en Ni el flaco perdón de Dios, de Juan Gelman y Mara La Madrid.

Para Bonafini, no había entre Alfonsín y la Junta Militar un salto cualitativo. En su enérgica verborragia, llegó a asociarlo con la represión ilegal en estas declaraciones expresadas cuando falleció el líder radical:

El Doctor Alfonsín dijo que las Madres éramos ‘antiargentinas’, que nuestro discurso por los desaparecidos, que para él eran ‘terroristas’ porque él fue el que operó todo el tiempo con la Teoría de los Dos Demonios, unos iguales a los otros, hablando de ‘guerra sucia’. Acá no hubo una guerra ni hubo terrorismo. El terrorismo fue el del Estado, el Terrorismo de Estado que él defendió.

Así, más allá de la brutalidad con que fueron expresadas, las intervenciones públicas de Hebe contra Alfonsín y el nuevo orden democrático, su simpatía con los terroristas etarras, que provocó un escándalo con España, la celebración del atentado islámico a las Torres Gemelas, entre otras, no fueron exabruptos sino expresiones políticas muy claras y precisas, que conectaban el mundo del cambio de milenio con las ilusiones revolucionarias de los años ’70.

La figura pública de Hebe maridó perfectamente con la irrupción del kirchnerismo, especialmente su versión más adolescente.

De esta manera, la figura pública de Hebe maridó perfectamente con la irrupción del kirchnerismo, especialmente su versión más adolescente, cargada de retórica y haciendo una revisión de los ’70 que idealizaba la acción de las juventudes insurgentes. No hubo por parte de Néstor y Cristina Kirchner ninguna necesidad de cooptación. Las líneas maestras de su retórica, radicalizada desde 2007, necesariamente la incluían: el desprecio por la institucionalidad, la elección de un enemigo a quien atacar y culpar de todos los males, la inflexibilidad para negociar, el rechazo de la política como un juego de equilibrios. Bonafini se sumó sin correrse un milímetro de sus convicciones y atacó despiadadamente a los medios, especialmente a Clarín, y al Poder Judicial. Con su prestigio ganado durante la dictadura, Hebe terminó de funcionar como una bendición papal de izquierda para el kirchnerismo, a cambio de sentir que, con las formas políticas del nuevo milenio, las ideas de sus hijos tenían una concreción.

Hebe de Bonafini mantuvo sus posiciones a lo largo del tiempo: algunas veces, esas posturas hacían sintonía con la realidad política del momento, como bajo el kirchnerismo; en otras, como el renacimiento democrático de 1983, sus posturas quedaban como expresiones marginales. Resulta interesante, en este contexto, que su despedida haya sido en algún sentido asordinada. No hubo funerales públicos y el acto del viernes 25 de noviembre en la Plaza de Mayo fue discreto y sin grandes movilizaciones. Quizás sea una buen presagio que el inalterable fervor autoritario de Hebe no sea el signo de estos tiempos.

 

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Gustavo Noriega

Licenciado en Ciencias Biológicas de la UBA. Participa de programas de televisión y radio de interés general y escribe regularmente en el diario La Nación.

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