El recorrido de la selección argentina durante el Mundial del año pasado tuvo todo lo que se le puede pedir a una épica deportiva. Lo esencial de los guiones de Elijo creer y Muchachos, las dos películas en cartelera sobre el torneo, ya estaba escrito en lo que hicieron Messi y sus compañeros a lo largo de ese mes inolvidable en Qatar. Por eso resulta bastante ridícula la mención en los créditos de Muchachos: “Basado en una idea del periodista Ernesto Tenembaum”. ¿Cuál sería la idea? ¿Hacer una película que cuente el triunfo de Argentina en el Mundial? Si así fuera, es la misma idea que se nos ocurrió a todos, incluso a los que realizaron la otra película, Elijo creer.
Ambas tienen diferencias de tono y enfoque, pero coinciden en sostener un eje narrativo principal y casi excluyente: el trayecto lineal que va desde el partido inicial contra Arabia hasta la consagración contra Francia. Y está bien que así sea, porque los puntos de giro dramáticos, los picos de emoción y tensión y el momento de la gloria final –todos elementos brindados por la realidad– no hacían necesaria una manipulación temporal ni que los conflictos fueran forzados o exagerados. El Mundial fue para los argentinos un guión perfecto, una trama emocional que era muy difícil de arruinar. En ese sentido, ambas películas, profesionalmente muy correctas, cumplen sus objetivos. Porque si la estructura narrativa del Mundial fue inmejorable, se suma a eso una serie de elementos que cualquier relato épico necesita: un héroe perfecto (Messi), la pulsión por la revancha (las finales pasadas perdidas, Francia), personajes secundarios fundamentales para acompañar al héroe (Scaloni, Di María, Dibu) y la aparición de jóvenes (Enzo Fernández, Julián) que traen la promesa de una secuela posible.
Las dos películas emocionan y entretienen. Uno sale del cine con la panza llena, con la sensación de que le dieron lo que fue a buscar. Pero pasados los días esa sensación se va diluyendo. Fui descubriendo que esa emoción respondía más al recuerdo de lo real que a una construcción cinematográfica. Nos emocionamos por Messi y el mundial ganado, no tanto por los recursos que usan las películas. ¿Está mal que así sea? Pensaría que no, pero también creo que revela un problema.
Hablemos de fútbol
Es injusto y poco elegante reclamarles a las películas aquello que no quieren ser, pero me animo a pensar que había otra película posible y mejor sobre el Mundial, una en la que la emoción nos sea tan fugaz, que no nos venga a confirmar lo que ya sabíamos, que vaya más allá de la evocación. Una película que nos haga volver a un año atrás, pero que al mismo tiempo se viva en tiempo presente. Se me ocurre que eso hubiera sucedido si se hablaba más del juego, si esa película conjetural permitiera una reflexión más profunda sobre los aspectos técnicos, tácticos, físicos y anímicos que se confabularon para dar como resultado lo que fue la selección argentina en este último Mundial. ¿Por qué el equipo jugó como jugó, privilegiando la dinámica, el control de pelota y el juego asociado? ¿Por qué el equipo solía tener un bajón en las segundas partes de los segundos tiempos? ¿Cuál fue lo distintivo del rol de Messi a diferencia de otras selecciones argentinas? ¿Por qué el equipo jugó –al menos eso es lo que yo creo– dos partidos notables, casi sin fisuras: contra Polonia y contra Croacia? ¿Por qué el nivel no fue tan bueno contra Países Bajos, salvo en el alargue, cuando ahí sí recuperó el buen juego? ¿Por qué fueron tan determinantes las actuaciones de Di María y Mac Allister en la final? ¿Cómo se logró ese nivel de excelencia en los primeros 70 minutos de la final y sobre todo en ese primer tiempo perfecto?
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Se podría suponer que esa película que estoy imaginando no hubiera sido muy taquillera. ¿Pero lo podríamos asegurar? Yo sospecho que la opción por incluir una presencia mayor de la discusión estrictamente futbolera ni siquiera debe haber sido una alternativa en ninguno de los dos casos. Pero no porque pudiera ahuyentar al público, sino porque ya son pocos los que en los medios creen que es interesante hablar de fútbol de una manera que vaya más allá de la calificación brutal y el gusto por el escándalo.
Esto no fue siempre así. Durante los dos años previos al Mundial de España de 1982, cuando yo tenía apenas 10 años, recibí durante 36 semanas seguidas los fascículos de una historia completa y detallada de los mundiales, acompañada de un repaso de lo que se preveía para el mundial que estaba por empezar. Se llamaba Los mundiales de fútbol y la Copa 82. Los leí y los releí hasta conocer cada partido de memoria, llegué a admirar jugadores por la narración que allí hacían de sus proezas, aunque nunca los había visto jugar. Y no hablo de Pelé, Garrincha, Beckenbauer, Cruyff, los más obvios. Hay apellidos extrañísimos, para casi todos ignotos, que todavía me resuenan después de tantos años: Šekularac, Masopust, Hidegkuti; partidos legendarios y hermosos, que nunca había visto y nunca vi: Hungría-Uruguay en 1954, Portugal-Corea del Norte en 1966, la final del ’70 entre Brasil e Italia, la final entre Holanda y Alemania en el ’74, el 4-0 de Holanda a Argentina en ese mismo mundial. Eso era posible porque los redactores hablaban del juego, de las disposiciones tácticas, de las características de los jugadores. Unían al placer por narrar el gusto por la reflexión.
MacAllister fue la figura de la final, pero eso no es evidente en ninguno de los resúmenes de las dos películas.
Se podría argumentar que eso era necesario, precisamente, porque lo que ahí faltaban eran las imágenes de las jugadas. Creo que no tiene que ver con eso. En estas dos películas, a pesar de que gran parte del metraje se lo llevan las imágenes de los partidos, el montaje privilegia casi exclusivamente los momentos “fuertes” de los partidos: goles, salvadas agónicas, peleas entre los jugadores. A pesar de las posibilidades que permitían la gran cantidad de cámaras filmando todo al mismo tiempo, los realizadores fueron a lo seguro, a lo impactante, desechando momentos que tal vez durante los partidos no fueron tenidos en cuenta pero que en retrospectiva podrían pensarse como relevantes, jugadas que no fueron determinantes en el resultado pero que podrían ilustrar la forma de jugar del equipo. Por ejemplo, la jugada previa al gol de Julián Álvarez contra Polonia, que consistió en 27 pases precisos y efectivos, es ignorada en ambas películas. MacAllister fue la figura de la final, pero eso no es evidente en ninguno de los resúmenes de las dos películas. La falta de interés en el juego se evidencia en una ausencia de reflexión pero sobre todo en las propias imágenes elegidas.
Los hinchas no ganamos nada
Esa limitación en cuanto a reflexión sobre el juego, tanto en las imágenes como en las narraciones que llevan adelante, respectivamente, Darín y Francella, podría entenderse como la decisión de privilegiar el costado emocional por sobre el intelectual. Pero esa carencia no es gratuita. La consecuencia es una suerte de populismo emocional, efectivo pero tramposo, sobre todo en Muchachos.
Hay una insistencia desmedida en la idea de que fue un “triunfo de todos”, las menciones a “todos los argentinos”, la en sostener que fue un triunfo que “nos unió como país”. Es lo que Matías Bauso, en su 78. Historia oral del Mundial define como “unanimismo”, el deseo de sostener una pretensión de unanimidad absoluta, que no solo es falsa sino también peligrosa, porque promueve un nacionalismo supuestamente inocente y sano pero que solo ayuda a confundir las cosas. La alegría popular, genuina y bienvenida, no nos debe hacer olvidar lo principal: se trató de 11 jóvenes que jugaron increíblemente bien al fútbol durante un mes, que lo hicieron mejor que todos, que se prepararon toda su vida para esto. Todo eso, a muchos de nosotros, nos hizo sentir orgullosos, nos emocionó y nos alegró. En Muchachos, la idea de poner en igualdad de importancia la épica de los hinchas y las de los jugadores busca la complicidad del público pero no responde a la verdad. Es una épica efectiva, porque los festejos fueron desmesurados, más allá de toda escala imaginable. Y en esa alegría no sólo había desborde y pasión, sino también humor y ternura. Y la película lo muestra. Pero ese énfasis en la “mística” de la gente no ennoblece la grandeza del triunfo deportivo: al contrario, la desmerece.
Héroes, la película oficial del Mundial ’86, era una oda al individuo. Estaba centrada en las figuras de las selecciones principales. El lugar de los hinchas era, con justicia, secundario. Incluso, se le podría reprochar que deja demasiado de lado el valor del juego de conjunto, la idea de equipo. El protagonista excluyente era Maradona. Pero si el Mundial lo hubiera ganado Francia, ese lugar lo hubiera ocupado Platini, Zico si el campeón era Brasil, Rumenniege si era Alemania. El título no deja dudas: los héroes eran los jugadores. Muchachos hace mención a la canción en la que el protagonista es el público, Elijo creer plantea una primera persona en la que el que enuncia es el hincha. No son diferencias menores. Messi se impone como héroe en ambas, pero está demasiado presente la idea de un triunfo colectivo, la idea de un “mundial que ganamos los argentinos”. Pero los hinchas no ganamos nada. Solo nos pusimos contentos y nos emocionamos por el triunfo de otros.
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