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En estos días se habla mucho de la batalla cultural que se libra en el ámbito de las ideas políticas, pero se habla menos de una batalla cultural que se están dando en el ámbito del derecho. Eso quizás se deba a que, como muestra el reciente fallo de la Sala I de la Cámara Criminal y Correccional Federal sobre la voladura de la Superintendencia de Seguridad Federal de la Policía Federal Argentina, ocurrida en 1976, esa batalla cultural ha sido ganada notoriamente por el kirchnerismo, al menos en lo que respecta a los juicios de lesa humanidad.
La victoria del kichnerismo puede constatarse fácilmente, ya que el fallo del jueves –que, en síntesis, ordena que, entre otros, Mario Firmenich sea investigado por el atentado que provocó 23 muertos y 110 heridos, al considerar esta acción como un crimen de lesa humanidad– sigue a pie juntillas el espíritu de autoritarismo penal consagrado por la jurisprudencia de la Corte Suprema en fallos como “Arancibia Clavel” (2004), “Simón” (2005) y “Mazzeo” (2007).
Por “autoritarismo penal” entiendo una concepción del derecho penal que se ubica en las antípodas del derecho penal liberal: mientras este último gira en torno al principio de legalidad, cuya máxima aspiración es evitar la condena de un inocente, el primero se enfoca exclusivamente en que ningún culpable quede impune, incluso a expensas de los derechos del acusado. Al mejor estilo autoritario, la jurisprudencia vernácula ha dispuesto la condena por delitos de lesa humanidad de actos cometidos antes de la entrada en vigencia de las convenciones internacionales que tipifican dichos crímenes y los hacen imprescriptibles, violando así el principio de legalidad, según el cual nadie puede ser condenado excepto mediante una ley anterior al hecho del proceso. Por si esto fuera poco, la Corte Suprema ha decidido incluso ignorar la cosa juzgada y el ne bis in idem (el principio que impide la repetición de una acusación por el mismo hecho) en casos de lesa humanidad, lo que ha dado lugar a un fenómeno curioso: el autoritarismo penal humanitario.
A algunos les puede resultar sorprendente que el reciente fallo de la Cámara sea visto como una continuidad de la jurisprudencia kirchnerista de la Corte Suprema y bajo los mismos criterios. Después de todo, es la primera vez que en Argentina se atribuye la comisión de un crimen de lesa humanidad a actores insurgentes o guerrilleros.
Sin embargo, esta sorpresa surge porque no habíamos prestado atención a que el eslogan “que ningún crimen de lesa humanidad quede impune” no es directamente ideológico, sino metodológico. Este principio no dice: “que ningún crimen quede impune siempre y cuando haya sido cometido por nuestros enemigos (o no se aplica cuando se trata de nuestros amigos)”; se supone que debe aplicarse urbi et orbi. Lo mismo ocurre con el eslogan “memoria, verdad y justicia”. A veces, actuamos como aprendices de brujo y deseamos cosas sin prever las consecuencias que pueden acarrear esos deseos, pero eso es otra historia. Por lo demás, según el derecho internacional, no es necesario ser un Estado para cometer este tipo de delitos; basta con tener una organización de tipo estatal, como era el caso de Montoneros.
Se hace camino al andar
Como decía Ángel Labruna, “la verdad está en el verde césped”. Pasemos, entonces, a analizar el fallo. La sentencia afirma que ya es hora de tomar “el camino correcto” en este caso. A juzgar por los fundamentos de la decisión, los jueces parecen seguir a Antonio Machado: “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”.
En efecto, en la sentencia consta que “los jueces, como actores estratégicos de la democracia… tenemos la obligación de superar la apática repetición de ideas y conceptos, forjando, en nuestra tarea decisoria, los destinos del país”. Poco después, se cita (o habría que decir mejor: parafrasea) a Carlos Nino, quien sostiene (según la paráfrasis) que “el rol del juez no es pasivo, sino herculeano, debiendo provocar la actuación y la reacción de los resortes institucionales que sean necesarios ante situaciones que evidencien la permanente postergación de derechos básicos”.
Sin embargo, en un Estado de derecho democrático, proteger derechos básicos no tiene nada de hercúleo o titánico, ya que estos derechos están contemplados en el derecho vigente. El principio de legalidad –que impide declarar la imprescriptibilidad penal retroactivamente– es uno de esos derechos básicos que, mal que les pese a los jueces, debe ser repetido apáticamente.
La sentencia, asimismo, se concibe a sí misma como hercúlea porque se propone –tal como reza el fallo– “superar cualquier escollo nacido en la tradición”. Sin embargo, en un Estado de derecho democrático es contraproducente ignorar la tradición, es decir, tener jueces revolucionarios (asumiendo que esta expresión tenga sentido), porque en este contexto la tradición misma es democrática.
A veces, los jueces en un Estado de derecho democrático deben actuar de manera hercúlea, pero no por desobedecer el derecho, sino por aplicar el derecho vigente con valentía, contra viento y marea, en lugar de mojarse el dedo para ver hacia dónde sopla el viento (una metáfora que Enrique Petracchi solía invocar para ilustrar el razonamiento judicial). Solo aplicando el derecho vigente mediante la “apática repetición de ideas y conceptos” pueden los jueces contribuir a “forjar los destinos del país”, al menos en la medida en que este país sea un Estado de derecho democrático. Nobleza obliga, el fallo guarda un piadoso silencio sobre el “Estado de derecho”, tal vez rindiéndole así un homenaje involuntario. En cualquier caso, si los jueces superan los escollos de la tradición jurídica y no repiten apáticamente el derecho, no se están comportando como jueces.
Es probable que un titán como Hércules se sienta tentado a buscar memoria, verdad y justicia, valores que aparecen repetidamente en el fallo. Pero, en un juicio penal, todos los valores deben quedar supeditados a la legalidad.
Es probable que un titán como Hércules se sienta tentado a buscar memoria, verdad y justicia, valores que aparecen repetidamente en el fallo. Pero, en un juicio penal, todos los valores deben quedar supeditados a la legalidad. Como bien recordó el juez Fayt en su disidencia en el fallo “Mazzeo”: “En el Estado de Derecho en ningún caso se debe buscar la verdad a toda costa o a cualquier precio”. Después de todo, explicaba Fayt, “si sólo predominara el valor de la verdad material no se podría permitir que el imputado se negara a declarar, se permitiría la valoración de las pruebas ilícitamente obtenidas, no podría haber plazos para dictar sentencias, no se podría absolver en caso de duda, etc.”. El objeto del proceso penal, aclaraba Fayt, es la obtención de la verdad “sólo y en la medida en que se empleen para ello medios legalmente reconocidos”. Lo mismo aplica a la memoria y a la justicia.
El principio de legalidad, al exigir que los delitos sean castigados solo si existe una ley anterior al hecho, también recuerda cómo opera el razonamiento jurídico en general. Como explica el filósofo John Finnis, el derecho opera mediante una técnica especial: “El tratamiento de actos pasados como dando, ahora, una razón suficiente y excluyente para actuar en una manera ‘estipulada’ entonces”. Finnis señala que la conveniencia de esta atribución de autoridad a los actos pasados es doble: “El pasado está más allá del alcance de las personas en el presente; de este modo provee (sujeto sólo a problemas de evidencia e interpretación) un punto de referencia estable no afectado por los intereses y disputas presentes y cambiantes. Nuevamente, el presente pronto será el pasado; de este modo la técnica le da a la gente una manera de determinar ahora el marco de su futuro”. Esto confirma que la misión de los jueces consiste en repetir, bastante apáticamente, una tradición que proviene del pasado, y que, al menos en el caso de los jueces democráticos, es un gravísimo error creer que “se hace camino al andar”. Un juez democrático debe seguir siempre el camino trazado de antemano por los constituyentes y los legisladores.
Volviendo a la sentencia, es bastante irónico que ella se refiera a que “el deber de investigar es una obligación de medios y no resultados”, ya que los jueces no parecen darse cuenta de que, parafraseando a Horacio, la fábula está hablando de ellos. Un juicio penal sólo puede llegar a un resultado de culpabilidad si han sido respetados todos los medios legales (que en Argentina incluyen, obviamente, la prescripción de la acción penal para hechos ocurridos antes de que el país ratificara la convención sobre imprescriptibilidad).
Si sólo nos interesara el resultado, nos comportaríamos como los Montoneros, a quienes la sentencia les atribuye precisamente la metodología de “eludir todo obstáculo que se interponga en su camino” en aras de dañar a sus “enemigos”. Dicho sea de paso, es bastante revelador que Esteban Righi, procurador general ante la Corte Suprema en el fallo “Mazzeo” (2007), sostuviera en su dictamen que “la doctrina que compele a realizar el juicio en los casos de esta naturaleza no implica el abandono de todos los presupuestos del debido proceso” (Fallos 330:3280, énfasis agregado), como si algunos presupuestos del debido proceso sí pudieran ser abandonados en un juicio de lesa humanidad, lo cual explicaría muchas cosas.
Coautor e intérprete
Un típico caballo de Troya para penetrar las defensas del principio de legalidad es el interpretativismo penal. Esta idea sostiene que la interpretación jurídica es permanente, de carácter moral y, como resultado, los jueces, cada vez que dictan sentencia, agregan un nuevo capítulo a una novela en cadena.
El carácter ubicuo de la interpretación explicaría por qué, a pesar de que el significado del artículo 18 de la Constitución es bastante claro (“Ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso”), sigue siendo necesario interpretarlo.
Dado que la interpretación no sólo es permanente, sino también moral, esto explica por qué los jueces interpretativistas no están realmente interpretando el derecho, sino valorándolo y decidiendo si el principio en cuestión —en este caso, el de legalidad, que además es un derecho humano— es aplicable a un caso penal. Esto, que solía ser un chiste interno entre penalistas, hoy se ha convertido en una discusión jurídica seria.
El problema del interpretativismo penal es que ninguna interpretación jurídica, sea nueva o vieja, puede violar el principio de legalidad.
Dado que los jueces son considerados coautores de esta novela en cadena, según el fallo tienen “la posibilidad de una nueva interpretación normativa” que les “permite ingresar al nuevo análisis del caso” mediante “nuevos criterios jurídicos”. No es casual que la sentencia afirme que “los conceptos no son pétreos, son estructuras que nos ayudan a asir la realidad” y que “cuando estas superan sus dimensiones, son los esquemas los que deben cambiar”.
Todo esto fomenta el desarrollo de una interpretación “dinámica” (término que no emplea el fallo, pero que se corresponde con lo que expresa la sentencia), que le permite al derecho adaptarse a nuevas circunstancias. En casos como este, podríamos hablar, en homenaje al dúo dinámico, de una bati-interpretación, o de cierta “evolución” (palabra que sí aparece varias veces en el fallo). Esto roza el futurismo, como si los jueces fueran émulos de Kandinsky o Malévich, artistas creativos y militantes que rechazaban todas las tradiciones anteriores propias de su arte, haciendo tabla rasa del pasado y construyendo obras a partir de principios nuevos.
El problema del interpretativismo penal es que ninguna interpretación jurídica, sea nueva o vieja, puede violar el principio de legalidad. Si la interpretación modifica o, peor aún, viola aquello que dice estar interpretando, entonces deja de ser una interpretación. Sin embargo, algunos jueces parecen creer que basta con tener los ojos en el texto de la ley para justificar sus actos, como si alguien pudiera afirmar que interpreta a Beethoven mientras mira una partitura de sus sonatas para piano, pero lo que suena es «Qué tendrá el petiso».
Por más que sea necesario interpretar, las opciones al final siguen siendo las mismas: respetar el principio de legalidad o no hacerlo. En el medio no hay nada. Es como si estuviéramos en un restaurante de Palermo y sintiéramos la necesidad de ir al baño, solo para encontrar una puerta con un cierre de cremallera como única indicación de cuál usar. Con suerte (sobre todo para no hacernos encima), habremos interpretado rápidamente su significado. Pero la interpretación no altera el hecho de que solo hay dos baños y debemos elegir uno. En el derecho penal ocurre exactamente lo mismo: después de interpretar, las opciones siguen siendo las mismas: respetar o no las garantías penales.
Derecho plástico
Hablando de garantías penales, la sentencia ordena la investigación penal por “graves violaciones a los derechos humanos”, una creación pretoriana de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Sin embargo, en Argentina, los delitos sólo pueden ser creados por ley —jamás por los jueces—, y esa ley debe respetar el principio de legalidad. Sin duda, los crímenes de lesa humanidad constituyen graves violaciones de derechos humanos, pero no todas las graves violaciones de derechos humanos son crímenes de lesa humanidad. Del mismo modo, muchos delitos son actos gravemente inmorales, atrocidades, pero no todo acto gravemente inmoral o atroz es un delito: el delito sólo nace cuando la ley así lo estipula.
El fallo, asimismo, evidencia un alto nivel de autoritarismo en sangre al sostener que “ninguna categoría puede opacar la esencia de las cosas, ni ninguna definición limitar sus alcances y su entidad”, “la importancia y la trascendencia de los hechos… no puede[n] quedar eclipsad[os] por una definición” y “no son sólo las categorías jurídicas las que deben gobernar el camino de la decisión”, a tal punto que la “designación” del delito le resulta indiferente al tribunal, todo en aras de la creatividad artística: “¿Su designación? Si es necesario hacerlo, sin mucho esfuerzo técnico y por la textura abierta que le ha conferido la Corte Interamericana de Derechos Humanos [énfasis agregado hasta aquí], bien podemos llamarlo un grave atentado a los derechos humanos”.
Cabe recordar que el principio de legalidad existe porque, en el derecho penal moderno, no hay “esencias”. Hemos dejado atrás la seguridad premoderna de que existe una “naturaleza de las cosas” en el derecho penal. En el sistema moderno, no podemos creer que hay delitos per se, o mala in se, naturales o de “ilegalidad inherente”, como señala el voto de Rosatti y Highton en el fallo “Batalla”, y que subyace en los votos de Lorenzetti y de Maqueda en la misma sentencia. Un acto no puede considerarse delito hasta que esté claramente definido en la ley y se le haya asignado una pena. Los delitos siempre dependen de las “definiciones” y las “categorías jurídicas”, nunca al revés. Por lo tanto, la respuesta a la pregunta de Julieta de Shakespeare: “¿Qué hay en un nombre?”, en derecho penal sería: TODO.
Los crímenes de lesa humanidad constituyen graves violaciones de derechos humanos, pero no todas las graves violaciones de derechos humanos son crímenes de lesa humanidad.
A esta altura no puede sorprender la despreocupación autoritaria del fallo por “las formalidades legales que se aplicaron, las cuales no han logrado más que imponer un silencio insostenible hacia las víctimas de este proceso”. Si bien la decisión afirma que “no se trata de deformar categorías; de extenderlas y forzarlas hasta obligarlas a darles cabida a un supuesto de hecho que no se cansan de expulsar, con el único propósito de hacerlo tributario de mayor tiempo para su juzgamiento”, eso es exactamente lo que hace, como demuestra la frase que sigue: “La plasticidad no corre por ese lado, sino por ser lo suficientemente flexible para entender que es la necesidad por saber lo que pasó, por reconstruir la historia, para acceder a la verdad la única vía para cerrar las heridas” (énfasis agregado).
Nuevamente: memoria, verdad y justicia, pero sin formas jurídicas, es decir, sin derecho. Esto explica que el fallo critique a los jueces anteriores por haber seguido “fielmente las pautas indicativas del art. 336 del ordenamiento ritual”, lo que llevó a que “declararan la extinción de la acción penal”. Sin embargo, dado que el Código Procesal Penal prevé en su art. 336 que “el sobreseimiento procederá cuando la acción penal se ha extinguido”, los jueces anteriores simplemente cumplieron con su deber: si la acción está prescripta, no tiene sentido iniciar una causa penal, y eso es precisamente lo que indica el derecho argentino.
Llama bastante la atención que la referencia a la “grave violación a los derechos humanos” por la cual se ordena el inicio de la persecución penal vaya acompañada, por ejemplo, de una remisión al artículo 18 de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, que estipula: “Toda persona puede ocurrir a los tribunales para hacer valer sus derechos. Asimismo debe disponer de un procedimiento sencillo y breve por el cual la justicia lo ampare contra actos de la autoridad que violen, en perjuicio suyo, alguno de los derechos fundamentales consagrados constitucionalmente” (énfasis agregado). Después de todo, sentencias como la de la Sala I de la Cámara Criminal y Correccional Federal y la de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que inventan delitos violan precisamente “derechos fundamentales consagrados constitucionalmente”, como por ejemplo el principio de legalidad.
El túnel del tiempo
El fallo enfatiza que “el deber de investigar constituye un imperativo que deriva del derecho internacional y no debe desecharse ni condicionarse por actos o disposiciones normativas internas de ninguna índole”. A pesar de que se trata de un tribunal penal argentino contemporáneo, la sentencia de la Sala I parece haber viajado en el tiempo y en el espacio a Nuremberg en 1946 (como en aquella vieja serie de televisión, El túnel del tiempo, aunque ni siquiera en esa serie los guionistas imaginaron algo semejante). Ahí, los ejércitos aliados, luego de una guerra mundial, constituyeron un tribunal internacional que aplicó la justicia de los vencedores, violando el principio de legalidad al mejor estilo nacionalsocialista. Esto quizás sea válido en el ámbito del derecho internacional, pero, como dicen en las películas estadounidenses, “lo que sucede en Las Vegas se queda en Las Vegas”; de igual modo, lo que ocurrió en Nuremberg debería quedarse en Nuremberg, y lo que ocurre en el derecho internacional debería permanecer en ese ámbito hasta que sea incorporado al derecho argentino sin violar la Constitución.
No hay que olvidar que las disposiciones internacionales incorporadas a nuestro derecho están sujetas al control de constitucionalidad, como cualquier otra norma jurídica, debido al principio de supremacía constitucional. Por eso, el artículo 27 de la Constitución establece que “el Gobierno federal está obligado a afianzar sus relaciones de paz y comercio con las potencias extranjeras por medio de tratados que estén en conformidad con los principios de derecho público establecidos en esta Constitución” (énfasis agregado), entre los cuales se incluye el principio de legalidad, probablemente “el más importante”, como afirmó el juez Fayt.
La reforma constitucional de 1994, según el artículo 75, inciso 22, dejó en claro que los tratados incorporados a la Constitución “tienen jerarquía constitucional”, pero, como bien señaló Fayt, “no son la Constitución”. La propia Constitución aclara que esos tratados “no derogan artículo alguno de la primera parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocido” (énfasis agregado). En otras palabras, hasta tanto exista un verdadero derecho global que elimine la distinción entre derecho nacional e internacional, en Argentina, “mientras rija la Constitución” (para citar nuevamente a Fayt), en caso de conflicto o partido de desempate, este partido el derecho nacional lo juega siempre de local (con esto obviamente no quiero decir que el partido está arreglado, sino que las reglas para desempatar le dan primacía al derecho nacional). Esto podrá ser irrelevante para los jueces internacionales, pero es decisivo para los jueces argentinos.
Por otro lado, el principio de legalidad no sólo figura en varios tratados internacionales de derechos humanos, sino que el artículo 29, inciso b), de la Convención Americana de Derechos Humanos, que también consagra el principio de legalidad como un derecho humano, establece que “ninguna disposición de la presente Convención puede ser interpretada en el sentido de… limitar el goce y ejercicio de cualquier derecho o libertad que pueda estar reconocido de acuerdo con las leyes de cualquiera de los Estados Partes o de acuerdo con otra convención en que sea parte uno de dichos Estados” (énfasis agregado). Esto incluye la prescripción de la acción penal por hechos cometidos antes de la aprobación de las convenciones internacionales que declaran imprescriptibles los delitos de lesa humanidad. De hecho, nuestro fallo cita al recordado Nunca Más, en el que se hace referencia a que “todas las naciones civilizadas, incluyendo la nuestra propia, estatuyeron en sus constituciones garantías que jamás pueden suspenderse, ni aun en los más catastróficos estados de emergencia”.
Ni siquiera en un partido de fútbol suena kosher compensar a un equipo con penales a favor por penales injustamente cobrados en su contra, para no hablar de usar al Colegio de Árbitros de la AFA para favorecer a nuestro equipo.
Finalmente, en el fallo hay una referencia a los principios neutrales defendidos por Herbert Wechsler, afirmando que se caracterizan “por la imposición de que el derecho se exprese con igual anclaje más allá de los nombres implicados en un caso particular, (…) cualquiera sea la persona involucrada en la contienda”. Algo me dice que Federico Morgenstern, el autor de Contra la corriente, el libro al que se refiere la sentencia al invocar a Herbert Wechsler, le va a resultar bastante extraño que se aleguen los principios neutrales de Wechsler para justificar lo que, vista en su mejor luz, no es sino una compensación por los errores judiciales sufridos en innumerables ocasionales, como si a Wechsler lo único que le importara es la igual aplicación de principios en las buenas (cuando se aplica el derecho) y en las malas (cuando no se aplica). Ni siquiera en un partido de fútbol suena kosher compensar a un equipo con penales a favor por penales injustamente cobrados en su contra, para no hablar de usar al Colegio de Árbitros de la AFA para favorecer a nuestro equipo en venganza porque antes ese mismo Colegio de Árbitros había favorecido a otro equipo.
Es probable que los defensores de Firmenich y los demás acusados presenten objeciones similares, por no decir idénticas, a las presentadas por la enorme mayoría de letrados de militares acusados y condenados en juicios de lesa humanidad: violación del principio de legalidad (los hechos ocurrieron en la década del ’70, bastante antes de que los delitos de lesa humanidad fueran incorporados al derecho argentino), tercerización del derecho nacional hacia el derecho internacional, violación de la cosa juzgada, entre otras. Todas estas objeciones han sido notoriamente infructuosas.
Para terminar donde empecé: necesitamos jueces hercúleos, no por ser activistas o futuristas, sino por tener la valentía de ser fieles a la Constitución y enfrentar el discurso jurídico kirchnerista que todavía prevalece en nuestros tribunales. El autoritarismo humanitario ha ido demasiado lejos. Es hora de volver a la normalidad.
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