LEO ACHILLI
Domingo

La vida sin Perón

Si hace falta un acuerdo para superar el fracaso del modelo corporativo, entonces será más efectivo buscarlo con los votantes ajenos que con los actuales dirigentes del sistema.

La vida por Perón”. Eso decían los trabajadores y militantes del mayor movimiento político del siglo XX en la Argentina. Era un grito de batalla. Hoy, en cambio, la vicepresidenta se enoja porque nadie se preocupa demasiado por la suerte de sus causas judiciales, mientras que el interés por saber la verdad sobre el atentado que sufrió parece haberse evaporado: estamos todos muy ocupados con el mundial. Ella acaba de ser condenada judicialmente —la tocaron— y el quilombo que se iba a armar no está por ningún lado. Es que encima es fin de semana largo, yo me voy a Entre Ríos; cuando vuelva, vemos.

No es solamente que a nadie le importe. Sucede que, además, los argentinos le tememos cada vez menos al “quilombo que se va a armar”, porque cada vez tenemos menos para perder. No asustan a nadie. No debería sorprender que una persona con menos de 30% de imagen positiva no salga de Comodoro Py hacia su lujoso departamento en Recoleta escoltada por masas de trabajadores, que sería vagamente lo que alucina su militante promedio. Y no es únicamente la imagen negativa lo que explica el fenómeno, hay algo más profundo. Cristina, como Mauricio, son, por así decirlo, avatares sociales. No son solo ellos. Son imágenes de un tipo de sociedad hechas carne. Un intento de magnicidio es un hecho gravísimo justamente porque es también una agresión contra un actor social. Sin embargo, y a pesar de que Cristina es un personaje tan relevante, son (somos) muy pocos los que seguimos el caso. Objetivamente el grueso de la población no siente interés. ¿Por qué?

El peronismo supo apasionar a las masas. Ofrecía una ideología con contenidos bastante claros, una doctrina específica para la economía, la vida en sociedad y la política. No importa lo que pensemos de él: dibujaba un horizonte más o menos definido para el pueblo argentino y sus seguidores. La industria nacional se desarrollaría, viviríamos con lo nuestro, no necesitaríamos importar ni un tornillo y seríamos felices: “El peronismo es la felicidad del pueblo”. Fue así durante décadas.

La ecuación era sencilla y de simplicidad brutal: el peronismo ofrecía movilidad social ascendente a cambio de obediencia.

La ecuación era sencilla y de simplicidad brutal: el peronismo ofrecía movilidad social ascendente a cambio de obediencia. El trabajador debía ir de su casa al trabajo y del trabajo a la casa. Un estado corporativo perfecto, inmóvil, el sueño de un hombre obsesionado con el orden y muy, muy asustado por el comunismo. ¿Cómo se podía lograr? Le daríamos a la industria nacional el impulso necesario aislándola del mercado mundial y estimulando el consumo en el mercado interno mediante la fuerte intervención estatal en la economía. Una suerte de keynesianismo en un solo país. A las empresas Perón les ofrecía protección, concesiones y subsidios, además de la gentil promesa de neutralizar obreros que no entendieran cuál era su lugar en una sociedad gobernada por la “tercera posición”. Había nacido la sociedad liderada por la burguesía industrial prebendaria que conocemos y que se mantiene hasta nuestros días. Por supuesto, la historia le reservó al ideal social peronista el mismo lugar que a todas las utopías y lo hizo pedazos: hoy vivimos en el país donde las villas se tragan las vías del ferrocarril. Un símbolo de progreso del siglo XIX, el de la malvada oligarquía entreguista, devorado por el fracaso del siglo XX, el de la industria nacional y la Argentina Potencia.

Nuestro país es incapaz de proveer empleo productivo para millones de personas porque su sistema es incompatible con el crecimiento sostenido a largo plazo. Este sistema es corporativo y profundamente oligárquico en su esencia. El kirchnerismo intentó construir una sociedad en la que una militancia selecta se moviliza según sus deseos, pero la vasta mayoría de la población permanece obediente y sumisa, sin mucha aspiración de ascenso social. Es decir, sin ambiciones propias y, por ende, controlable. Porque el que no quiere nada, a nadie molesta. Creyeron haber encontrado el santo grial de la perpetuidad en el poder: sólo necesitamos controlar los conurbanos, donde están las masas a las que les destrozamos sus proyectos de futuro. ¿Cómo los controlamos? Manteniéndolos en un estado de subsistencia. Lo necesario para sobrevivir y no enojarse con la realidad, pero no lo suficiente como para salir de su estado de necesidad y prescindir de nosotros. Los individuos que podrían aglutinar rebeliones se vuelven inofensivos mediante garantías de ascenso en el sistema de gestión de precariedad. Para las clases medias que no se contentan con eso, empleos públicos. Todo ello financiado con la renta del campo, como no podía ser de otra forma. Y listo. ¡Fascinante! Magia política. Gobernará usted para siempre, el sueño de toda oligarquía: paralizar la historia en un momento determinado. Suena a plan perfecto, pero este método funciona mientras haya recursos de los que el Estado puede disponer para acallar disidencias y reforzar lealtades. Justamente lo que había de sobra durante el período de altos precios de los commodities. No fue magia, fue soja.

Los planes sociales son un seguro contra revoluciones. Como toda oligarquía, la nuestra ha desatado fuerzas que no puede controlar. Ha empoderado a sujetos como Emilio Pérsico, a los que después deben contentar de alguna manera o atenerse a las consecuencias. En otra sociedad el rol social de Pérsico (o el de Juan Grabois) no existiría. No habría gestores de precariedad ni managers de miseria. Esto es importante: escuchamos mucho que la grieta es moral. Pero no es sólo moral lo que está en juego. Hay una estructura económica inviable que nos condena a todos al fracaso. Ese fracaso del país toma la forma de vivir al lado de las vías en unos y de verse obligados a emigrar en otros. Incluso si el sistema fuese manejado por ángeles caídos del cielo sería exactamente igual. Viviríamos con la moral intacta y los pantalones rotos.

[ Si te gusta lo que hacemos y querés ser parte del cambio intelectual y político de la Argentina, hacete socio de Seúl. ] 

El kirchnerismo no quiere (ni puede) eliminar la pobreza. Pretende controlarla, direccionar sus energías en el sentido que considere conveniente. Y la mayoría de las veces lo que conviene es arrojarlas bien lejos de sí mismos. Por eso el kirchnerismo es tan agresivo, por eso vive en pie de guerra. Su vocación autoritaria es también una cuestión de supervivencia: un aspecto poco analizado —especialmente en el campo opositor— es hasta qué punto el kirchnerismo teme la ira de sus propias bases. Una pista debería ser la constante exigencia de pleitesía, algo que no sucede en el macrismo, que no pocas veces es capaz de llevarle la contraria a su electorado. Muchos ven lo primero como señal de fortaleza y lo segundo como marca incuestionable de debilidad. Es al revés: implica que en un caso las bases son menos sólidas que en el otro. Entiendo que para quien está acostumbrado a la uniformidad y la regimentación que exige un partido verticalista los fuertes debates internos parezcan síntomas de debilidad, pero en verdad es lo contrario.

Esto también se relaciona con la pérdida de lealtad genuina que se observa en el PJ. El lugar de la clase obrera hoy lo ocupa un proletariado precario ya no asalariado, que sigue más por miedo que por amor. El otro gran problema es que la apatía política funciona en ambas direcciones. Neutraliza la rebelión cuando usted gobierna, pero si el flujo de recursos no se interrumpe, también lo hace cuando gobierna otro. Las dádivas estatales generan muy poca lealtad. ¿Cómo es que a Macri lo votó tanta gente? ¿Cómo no se fue en helicóptero? Es fácil: sólo necesitó continuar con las políticas sociales y todo se mantuvo relativamente estable. No fue a Carolina Stanley a quien le escribieron “Basta de polenta” en la puerta del Ministerio de Desarrollo Social. La idea de una legión de militantes enardecidos, capaces de hacer temblar gobiernos es una gran fantasía. ¿Quién va a dar su vida por un sistema que te impide el ascenso social? Antes era la vida por Perón. Y efectivamente muchos dieron la vida por Perón. Pues hoy nadie da la vida por Cristina. Por eso no se armó ningún quilombo.

El fracaso del esquema industrial del peronismo le ha ido amputando capacidades políticas: poco a poco ha dejado de lado toda demanda sustancial excepto la del consumo. Vote por mí, conmigo vuelve el asado. No es que no quieren hablar de otra cosa: es que no pueden. ¿Quién les cree si afirman oponerse a la corrupción, por ejemplo? Quizás con una excesiva confianza en que el consumo es el ancho de espadas de la política han abandonado toda otra discusión, regalándosela a la oposición. ¿Sorprende el resultado de la elección anterior? Su electorado sacrificó mucho para que se le restituya su capacidad de consumo. Y ni eso pudieron brindar. Nunca en la historia argentina un gobierno perdió semejante cantidad de votos en tan poco tiempo como perdió el peronismo en 2021. ¡Pero claro! Sin consumo no sólo pierden elecciones, pierden su razón de ser. El kirchnerismo no tiene otra cosa para ofrecer mas que esta realidad de mediocridad y estancamiento, y quienes se sienten cómodos con ella, apatía y resignación mediante, son cada vez menos. Otros se desesperan y empiezan a mirar a su alrededor en búsqueda de alternativas. Es momento de hablar de la oposición.

El tipo de acuerdo necesario

La Argentina de la industria deficitaria no es la única que existe, hay otros sectores con mayor dinamismo (típicamente, el campo) y con mucha mayor productividad, pero con escaso poder social dado que poca gente depende de ellos directamente. A lo sumo pueden presionar con su poder económico, ya que de sus divisas depende la economía nacional. Pero sin fuerza social no pueden nunca conquistar el poder político. Problema y medio: los sectores más dinámicos de la economía no tienen instrumentos para influir en la toma de decisiones, ergo éstas las toman sectores políticos asociados a intereses improductivos o de productividad menor. Más grave aún: del sistema prebendario depende una gran parte de la población a la que hay que convencer de la necesidad de cambiarlo. Recordemos un dato que se suele ignorar o pasar por alto: la masa de subsidios otorgados a empresas es significativamente mayor que la destinada a las organizaciones sociales. La estructura industrial argentina lleva décadas asentándose, millones de personas dependen directa e indirectamente de ella para ganarse el pan. Dicho en términos más simples, a la Argentina este sistema le hace mal, pero es el único que hay y no puede dejarlo de inmediato so pena de sufrir un cataclismo social que uno nunca sabe dónde puede terminar.

Después de tantas desilusiones y tanto fracaso el argentino es escéptico respecto de las promesas de cambio. Peor aún, sabe que el país necesita cambiar, pero de a poco pierde la fe en la factibilidad del cambio. Y quien pierde la fe en la posibilidad de ganar una batalla, huye. Tiene usted ahí a los que emigran y recomiendan emigrar. Abunda la desesperación, el descreimiento, incluso el cinismo. “Hace falta un cambio.” Ya hemos escuchado todo esto montones de veces. ¿Cómo? Queremos saber cómo hará usted lo que dice que hay que hacer.

Horacio Rodríguez Larreta cree que hace falta una gran alianza social que respalde al próximo gobierno en su obra reformadora. Es evidente que, como buen peronista, Horacio es un gran creyente en la alianza de clases. Planea unificar distintos sectores de la sociedad —en apariencia antagónicos— bajo un mismo interés común. Eso va desde los desencantados con Alberto Fernández hasta los votantes de Mauricio Macri. Unir. ¿Hasta dónde? Hasta alcanzar un 70% del sistema. Y no es descabellado: Juntos por el Cambio y el Frente de Todos son esencialmente alianzas de clases. Aunque sus composiciones relativas varían en cada caso, en ambos están representados todos los grupos de interés de la sociedad argentina. ¿En qué difieren? En el tipo de orden social que quieren construir.

Juntos por el Cambio y el Frente de Todos son esencialmente alianzas de clases, aunque sus composiciones relativas varían en cada caso.

Para esta alianza que imagina, Larreta jamás planteó un acuerdo con Cristina Kirchner, pero sí con otros sectores del PJ. Bien, pero ¿qué peso tienen esos sectores, qué representatividad tendría un peronismo liderado, digamos, por Sergio Massa o Wado de Pedro? Al fin y al cabo, el grueso del apoyo lo tiene ella. Los gobernadores están intentando desplazarla del liderazgo del partido, pero es prácticamente imposible porque es ella la que tiene tras de sí a las pocas lealtades que le quedan al PJ. Para darse una idea de la gravedad de sus circunstancias, Massa ni siquiera aspira a que su desempeño en el Ministerio de Economía lo convierta en favorito de las masas, sino simplemente en favorito de Cristina. Sergio quiere ser el nuevo Alberto. Pero supongamos que se decide pasar de todos ellos y se dirige uno a dialogar con las corporaciones: grupos empresarios, sindicatos, iglesia, movimientos sociales. ¿Se los puede convencer de la necesidad de apoyar un proyecto político que exige necesariamente la reducción de su poder, cuando no su desaparición? ¿Motivados por qué respetarían un acuerdo así? ¿Patriotismo? Suena difícil de creer, por no decir imposible.

La alianza de clases sociales subalternas suena más asequible que el acuerdo corporativo. Por increíble que parezca es más fácil convencer al 70% del país de que está en su mayor interés hacer las reformas que convencer a la minúscula oligarquía del círculo rojo, precisamente porque son quienes más tienen para perder. Supongamos que Larreta consigue las dos cosas: ¿Cómo se mantiene? Porque en cuanto se inicia el gobierno se toman medidas que dejan a algunos más satisfechos que a otros, que a su vez comienzan a desilusionarse y, finalmente, a oponerse. Todo el esfuerzo depositado en la construcción del gran acuerdo se esfuma en los primeros años, si no en los primeros meses, y estamos otra vez en la situación de empate social de antes. Se corre el peligro de continuar con el mismo sistema que se vino a destruir y no dejar satisfecho a nadie.

Conseguir un apoyo popular amplio suena más realizable que convencer al 70% del sistema. Por ende, la campaña debería ir en esa dirección. Al fin y al cabo los que votan son los ciudadanos, no la UIA, ni la CGT, ni el Movimiento Evita. Los trabajadores tienen menos para perder que las corporaciones. Cultivar una gran base electoral es lo que al fin y al cabo elimina la necesidad de sentarse a negociar y acordar con los garantes del fracaso nacional. Pero Larreta parece más interesado en lo segundo, casi anunciándole a sus enemigos que no posee lo primero. Se está predisponiendo para la negociación con un rival al que aún no ha enfrentado y del que desconoce sus capacidades. El problema principal consiste en que en algún momento alguien debe tomar la decisión de luchar por un país diferente. No de negociar con la oligarquía que lo condena al atraso, sino de enfrentarla. De ser necesario, agotar las instancias de cambio pacífico, pero presentar la batalla por un futuro distinto.

Los sectores dinámicos y pujantes deben dar un paso al frente y comenzar a digitar ellos el destino nacional.

La Argentina sólo puede cambiar de verdad con representantes de otros grupos sociales al mando. Los sectores dinámicos y pujantes deben dar un paso al frente y comenzar a digitar ellos el destino nacional. Al mismo tiempo hay que ofrecerles a los argentinos un ideal por el cual valga la pena luchar, por el cual tenga sentido sufrir privaciones y hacer sacrificios, de lo contrario el nuevo gobierno sufrirá el mismo destino que el kirchnerismo, obteniendo de su pueblo solo apatía, conformismo y resignación, que no son combustibles de ningún gran cambio positivo de largo plazo.

Entonces hay que empezar a hablar de la dificultad de las alternativas, de la imposibilidad de seguir así y del terreno de violencia e incertidumbre en el que entraríamos frente al colapso o el agotamiento total del actual modelo. Vamos a sufrir mucho más si no nos decidimos a salir definitivamente del estancamiento. Nuestras vidas se acortan y el mundo prosigue su marcha sin nosotros. Para ofrecer peronismo ya está el PJ. Del otro lado hay que ofrecerle al argentino la vida sin Perón: no la vida sin justicia social, soberanía política e independencia económica, sino la vida sin el estado corporativo que creó el peronismo, la vida en un país nuevo y más libre. No un acuerdo entre sectores, sino un ideal de sociedad nuevo para millones de argentinos sin esperanza. A Perón hay que dejarlo descansar en paz.

 

Si te gustó esta nota, hacete socio de Seúl.
Si querés hacer un comentario, mandanos un mail.

 

Compartir:
Gustavo Molvert

Estudiante de Ciencias Económicas en la UBA. Quilmeño y plomero instalador. En Twitter es @GustavoMolvert.

Seguir leyendo

Ver todas →︎

El fin del fin de la historia (II)

Si quiere reconfigurar el orden mundial, Occidente primero debería mirar hacia adentro, donde sus propias sociedades están en conflicto sobre su futuro y sus valores.

Por

Lo que está bien, está bien

El Plan Nuclear del gobierno es razonable y puede unir dos puntas hoy separadas: la creciente demanda de energía de la IA con los excelentes recursos humanos y la cadena de suministros local.

Por

Betty en la facu con diamantes

La Sarlo de la cátedra de Literatura Argentina II era la mejor Sarlo.

Por