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Un reel de Instagram, una columna de opinión y una serie de contenidos que crucé en X han llamado mi atención en estos días tumultuosos, en parte porque me permitieron pensar en una idea que está en mi cabeza hace algunos meses y que es la razón fundamental por la que escribo este artículo: ¿dónde está hoy eso que llamamos “el campo popular”? ¿Cómo desciframos su existencia entre las infinitas imágenes fragmentadas con las que percibimos lo real? Y por último, ¿quién lo representa?
El reel en cuestión es de dos chicas encantadoras que parodian el modo en que se visten y actúan los chicos cool de Chacagiales, territorio mítico poblado por adolescentes de 40 años que se disfrazan de muchachones de un barrio popular del conurbano para sentarse en la vereda a tomar un caramel macchiato y exportar servicios al exterior evitando a toda costa el fisco argentino. Como en toda pieza humorística, hay distorsiones e hipérboles, pero mucho de lo que se describe tiene un fundamento que se puede verificar sin inconvenientes visitando el La Noire de Virrey Loreto. El video me generó una serie de interrogantes: ¿por qué nuestras élites culturales se disfrazan de hinchas de Nueva Chicago? ¿Por qué la estética villera de hace 20 años es hoy el vestuario de los conductores de Olga? ¿Por qué, en una imagen infinitamente patética, Roberto Navarro y Jorge Rial se disfrazan de hinchas de fútbol para apoyar la previsible fusión del peronismo con los barrabravas?
Tan sólo unos días después llegué a un excelente artículo de Diego Vecino en la revista Dólar Barato donde analiza el cuadro Milei Guepardo, la obra que un admirador desconocido le regaló al presidente y hoy cuelga de las paredes de la Quinta de Olivos. Las despiadadas burlas que recibió de parte de nuestra intelligentzia local son analizadas en el texto de Vecino, una catarsis que logra comprender que la representación mileísta es colectiva, memética y popular, y que “frente al estilo moderado y puritano de las capas medias escolarizadas y secularizadas, opone constantemente una estética excesiva y radicalizada, voluptuosa, falsa, que siempre parece al borde del colapso”.
La cualidad más relevante de Milei es que se trata de un fenómeno popular. Negar esto puede pasar por una crítica genuina, pero también cifra un desdén hacia lo popular.
La cualidad más relevante de Javier Milei es que se trata de un fenómeno popular. Negar este hecho puede pasar por una genuina crítica al presidente, pero también cifra un desdén hacia eso mismo que llamamos popular, definido de manera increíblemente sosa en el diccionario como el “campo de producción cultural que expresa la experiencia social de los sectores subalternos en tensión dialéctica con la cultura dominante”. El horror estético que generan las selfies del presidente son el equivalente histórico a las patas en la fuente y resultan paradójicamente intolerables para los mismos que confundieron aquella imagen como un gesto de rebeldía y no como la diáfana expresión del pueblo ante un día de calor.
Se trata de una epifanía que probablemente los muchachos progresistas nunca tengan: ellos son la cultura dominante y lo que en verdad los horroriza es que esta nueva configuración de lo popular les quite la posibilidad de perder su lugar en el gran juego de la silla. Milei conecta con la sociedad precisamente por aquello que resulta intolerable para la sensibilidad ilustrada: su grotesca autenticidad, su desprecio absoluto por el protocolo, la visceralidad rabiosa con la que sus seguidores lo celebran y defienden.
Por supuesto, lo popular ya no puede ser unánime, porque nada lo es. Se trata de otro concepto fragmentado en tribus pequeñas pero vehementes capaces de entronizar como líder a un niño de 54 años decidido a enfrentar a los adultos responsables de haber destruido Argentina. El contrato que Milei ofrece a la sociedad no descansa en su ideología o en el respeto a las formas institucionales, sino en la transparencia radical de su figura: “Pase lo que pase, este loco carece de agenda oculta”. El episodio del posteo sobre $LIBRA constituye su única gran fisura hasta el momento, una grieta en el pacto de confianza con sus seguidores que lo obligaron a una inédita disculpa pública.
El partido de los trabajadores
Vuelvo a la pregunta inicial: ¿dónde está lo popular? El peronismo no logra responder esa pregunta y se ha instalado cómodamente en espacios donde su iconografía se exhibe como un símbolo puramente performativo. Es una fiesta de disfraces sin música, a la que millonarios como Mayra Mendoza y Máximo Kirchner caen vestidos de fanáticos de los Redondos en el afán de aferrarse a una audiencia que han perdido en el tiempo.
Hay una simulación en juego, una distancia involuntariamente irónica con lo popular que delata la incomodidad profunda que sienten sus dirigentes en relación a la experiencia concreta de quienes sufren en carne viva las crisis recurrentes del país. Hace no tan poco tiempo, en una sociedad ordenada en grandes edificios (la fábrica, la escuela, el hospital), representar al trabajador era representar al pueblo, pero la tecnología terminó de desmantelar la noción marxista del obrero como sujeto político homogéneo e identificable.
Milei conecta con la sociedad precisamente por aquello que resulta intolerable para la sensibilidad ilustrada: su grotesca autenticidad, su desprecio por el protocolo.
Si alguien insiste en hablar de la “clase trabajadora”, deberá reconocer que se refiere, en realidad, a un colectivo fragmentado, precarizado y disperso, con intereses cada vez más contradictorios e individuales. Así, el llamado “partido de los trabajadores” se quedó sin trabajadores y optó por la nostalgia repetitiva de un modo de representación de lo popular cada vez más desconectada de la actualidad.
El dolor de ya no ser los ha llevado a lugares oscuros: odiar a la Selección Nacional, enojarse con el pueblo por haber votado “a la derecha más rancia” o negar la legitimidad democrática del Gobierno. Tampoco les permite comprender algo muy simple: el poder de la tríada “Dios, Patria y Familia” en muchos de sus amados hombres y mujeres del pueblo. Si estas masas anónimas no ven con buenos ojos que un grupo de iluminados lidere un corte de calle todos los días de la semana debe ser porque son quienes lo sufren de manera más descarnada.
El peronismo compensa sus impulsos de desprecio clasista aferrándose a los símbolos y disfraces de su liturgia, que funcionan ante todo para el reconocimiento mutuo. Los otros días me crucé en X con el video de una señora haciendo los dedos en V desde el Chateau Libertador y uno de los comentarios decía: “Debe haber porcentualmente más votantes kirchneristas en ese edificio que en Villa Lugano”. Factos.
La performance política
Para agravar los males, la última encarnación peronista tomó como base de su política el programa del Partido Demócrata, letra muerta para todos a excepción de los autoproclamados custodios de lo popular que, bajo una injustificada superioridad moral, pretendieron aleccionar a la sociedad sobre las bondades de su propia existencia.
Todo en el último peronismo es una performance: si antes los compañeros pasaban a la resistencia, hoy los estudiantes del IUNA ensayan una danza contra la ultraderecha. Los gestos de rebeldía de nuestra pequeña burguesía también incluyen explotarle la cabeza a Milei en el Lolla, el acting vehemente de Grabois disfrazado de croto o una saga de declaraciones valientes de Lali. No me parece mal, en absoluto, pero bajo la lógica de este texto debo decir que, aunque sea masivo, no tiene nada que ver con lo popular, con aquello que viene “del pueblo”.
En paralelo, Milei armó su propia fiesta cosplay, con la diferencia de que su traje de Guepardo no surge del cálculo sino de una deformidad personal genuina. Su figura evoca la energía desbordada de un pastor evangélico del mercado y si conectó rápidamente con las barriadas más pobres del conurbano bonaerense (algo que el PRO nunca logró) es justamente por eso.
Todo en el último peronismo es una performance: si antes los compañeros pasaban a la resistencia, hoy los estudiantes del IUNA ensayan una danza contra la ultraderecha.
Para el mileísmo, ser popular no es un gesto sino la expresión más cristalina de lo que son. ¿Karina Milei te parece una vendedora de ollas Essen? ¿Lilia Lemoine es como la prima dispersa de cualquier familia de Versalles? ¿Marra es el sobrino busca que la pegó con una cueva? Exacto. No hay nada más argentino que eso. Es lo que somos, nuestro destino sudamericano, y el electorado los eligió frente a los profesionales de la política en parte porque percibió que son fatalmente compatriotas.
Me doy cuenta de que llego al final de este artículo sin haber respondido la pregunta inicial, pero quizás mi planteo haya sido tan banal como aquello que critico. Lo popular es una respuesta a la que siempre vamos a llegar tarde; su presencia es efímera, cambiante, esquiva a las redes de antropólogos y diseñadores de moda que años más tarde de que ocurra cualquier fenómeno necesitan ponerle palabras y colores a lo que alguna vez fue un uso eficiente de la chatarra.
Estoy seguro de que no se trata de un dogma o de un nicho al que supersticiosamente se puede llegar con Facebook, sino más bien de una manifestación confusa que desde los márgenes viaja hacia los centros para romperle el corazón a Julia Mengolini con una carga libre de prejuicios: puede ser machista, racista, pero ante todo es fabulosamente libre.
Algo popular puede dejar de serlo y para eso no hay más que ver las primeras sesiones homemade de Bizarrap y luego el episodio con Shakira sponsored by Pepsi. Hace poco conocí por redes sociales a la modelo pornográfica de Only Fans CamNair, que también tiene un podcast, cuyos reels cruzo ocasionalmente en TikTok. En una plataforma se filma teniendo sexo y en la otra opina libremente sobre distintos aspectos de la vida, el amor y las relaciones. La destrucción de la barrera que divide lo íntimo de lo público, el afán por monetizar en Internet para escapar de un destino poco glamoroso y la recepción desprejuiciada de la audiencia que la escucha sintetiza algo de esa noción esquiva de lo popular a la que los políticos siempre están llegando tarde.
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