ZIPERARTE
Domingo

No nos engañan otra vez

En un país con poca confianza en las instituciones, Javier Milei es la última encarnación del sueño irracional y antisistema del 'hombre fuerte'. Y poco más que eso.

A principios de los años ’70, Pete Townshend compuso “Won’t get fooled again”, una canción que se convirtió pronto —muy a su pesar— en un himno generacional. Un llamado a la lucidez surgido de los movimientos revolucionarios de finales de la década anterior y del universo de Woodstock:Veía a todos los hippies creyendo que todo cambiaría a partir de ese momento… quería sacudirlos y decirles que nada iba a cambiar”.

La letra de “Won’t get fooled again” es casi circular: marchamos por un cambio, imponemos la revolución, el nuevo poder se revela sospechosamente parecido al viejo, entonces marchamos de nuevo… y al final me hago a un lado con mi familia y mi guitarra, no me jodan más. El propio Townsend repitió más de una vez que la canción no era un llamado al conformismo ni al conservadurismo, sino a mantener la lucidez: salir a la calle, reclamar el cambio, pero no comprar cualquier liderazgo de los que con frecuencia hacen de la revolución un nuevo establishment, y al costo de nuestras vidas.

La historia suena repetida, la rebeldía siempre está presente como parte del pasaje a la vida adulta, y la contracultura es su consecuencia. En algún momento se emerge de esa etapa y, si las condiciones son favorables, la evolución se plasma en concreciones: familia, arte, conocimiento, exploración, profesiones y oficios, proyectos, vínculos con la sociedad. Sin embargo, para los adultos el equilibrio siempre va a ser inestable, balanceándose entre la adaptación y la insatisfacción, la acción y los sueños, la realidad imperfecta y el idealismo. La alternativa es permanecer en el reclamo juvenil de certidumbres y absolutos. Si las condiciones políticas o económicas conspiran además contra los proyectos de crecimiento, la frustración y la angustia se expanden como un tóxico en toda la sociedad.

Las democracias liberales enfrentan hoy este avance de la toxicidad que se alimenta de las falencias del sistema.

Las democracias liberales enfrentan hoy este avance de la toxicidad, que se alimenta de las falencias del sistema, la rebeldía inevitable de los jóvenes y la angustia de los mayores. Cada país tiene su propia variante, pero en todos los casos surgen populismos por izquierda y por derecha que multiplican la insatisfacción como herramienta política para liquidar las instituciones y el contrato social. En todas las redes, identidades tribales suplantan al ciudadano y ofrecen una pertenencia segura y algún sentido trascendente. Puede tratarse de la lucha de los pueblos, la liberación, la descolonización de la mente, la patria grande, devuelvan los nietos, ni una menos, soberanía en Lago Escondido, make America great again, la casta, el Estado profundo, la lucha contra el nuevo orden, la banca internacional y las élites que se reúnen en subsuelos de pizzerías para traficar niños, israelitas que provocan incendios forestales con rayos láser desde el espacio, y mucho más (todo lo enumerado es real, aunque no parezca).

Y qué otra cosa podía suceder aquí, donde la confianza en las instituciones y el contrato social subsiste apenas en la memoria del país próspero que convertía en doctores a los hijos de inmigrantes, luego de casi un siglo de populismos corporativos, quiebres institucionales y crisis económicas. Casi que no había que insistir mucho para el surgimiento y multiplicación de variantes tóxicas locales, ávidas de reemplazar la molestia de las instituciones y la constitución liberal por Hombres Fuertes, enemigos prefabricados a medida, soluciones expeditivas y similares novedades gastadas de tan repetidas.

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El terreno estaba listo para recibirlos. Cuando La Cámpora mutó en funcionariado con chofer y canas se hizo imposible sostener la rebeldía manufacturada a base de protección política y dinero oficial, y se buscaron otros destinos de rebelión: el feminismo oficialista, la ocupación de tierras, el indigenismo, el ambiente, entre otros. Pero el ciclo de desgaste es cada vez más veloz, gracias a la inmediatez de las redes y medios digitales, y los lugares no quedan vacíos. Javier Milei surgió para canalizar la bronca y la rebelión que hoy no encuentran su cauce en el peronismo, agobiado por la incapacidad de gobernar y la falta de cuadros que sirvan de algo útil. Mucho menos hubo lugar para canalizar insatisfacción en Cambiemos, una coalición que acababa de gobernar y que siempre se manejó dentro del marco de las instituciones y los límites de la realidad y, por eso mismo, incapaz de satisfacer una demanda lindante con el pensamiento mágico. Aunque también habría que reconocer que Cambiemos casi siempre fue una fuerza política culposa e incapaz de defender la gestión propia, y que todo estaba dado para ser el punching ball de la nueva rebeldía antisistema.

Por lo menos hasta ahora, la oposición dejó correr el lugar común de que el mileísmo aportó la idea del achicamiento del Estado y el reclamo de alivio para el sector privado. Si tal cosa le interesara realmente al mileísmo, podría haber expresado apoyo crítico por alguna de las políticas de la gestión de Mauricio Macri, al menos por una. Pero ninguna de ella satisfizo nunca sus demandas, porque el mileísmo no apunta al achicamiento del Estado sino a su eliminación sin matices. Los temas que Cambiemos encaró (energía, infraestructura, déficit provincial, desburocratización, digitalización) directamente no existen en el universo mileísta. Y no casualmente, en el debate del gasto público esquivan su núcleo principal, el gasto público previsional y de subsidios económicos y sociales, para focalizarse en el Congreso —el único poder del Estado nacional donde está representada la voz de la oposición—, que en 2019 insumía un gigantesco… 0,44% del presupuesto público.

Hacer política

Tampoco está ayudando la oposición a señalar las coincidencias entre el kirchnerismo y el mileísmo, como la construcción de un enemigo ideal que simplifica el relato y le pone un culpable a todos los males: es “la política”, donde todos son “mierda humana” y son todos igualmente responsables: el que desburocratiza empresas y el que las expropia o funde con controles de precios, el que se asocia al mundo desarrollado y el que se suma a Venezuela, Cuba, Irán y Rusia, el que abre el mercado aéreo y el que lo cierra y saquea. La realidad les da igual, y aquí surge otro paralelismo con el kirchnerismo: la fuga de los problemas tangibles hacia lo simbólico y hacia agendas de conflicto social prefabricado. Mientras unos acampan por la soberanía, plantan perejil en campos ajenos o divagan con ampliar la Corte Suprema por decreto, otros plantean el derecho a la portación de ametralladoras, el tráfico de órganos humanos y la amenaza de un compendio de terrores y paranoias ultraconservadoras, en un país que hasta ahora ha logrado una apreciable evolución en la libertad de las costumbres, el respeto por las minorías y la diversidad sexual.

El ethos del mileísmo —como el de otros movimientos identitarios en el mundo— es esencialmente antisistema, el mismo sistema que Cambiemos busca sostener y reconstruir en un país que históricamente optó por atajos destructivos. Y el fervor antisistema acerca al mileísmo a la asimilación por parte del peronismo, que siempre ofreció excepcionalidad y líderes verticalistas. El aporte de Milei al escenario político no es el liberalismo económico, sino la creación de una base política lista para volver a transitar el viejo camino de siempre, la salida de las crisis mediante un Hombre Fuerte. Si ese lugar hoy no está en manos del enésimo peronista providencial, del heredero Máximo, de César Milani, Guillermo Moreno o hasta de Sergio Berni, es simplemente porque tuvimos suerte y el peronismo aún no consiguió forjar su neolíder.

No forman un partido sino más bien una representación cultural consumidora de movimientos identitarios, acostumbrada a la adrenalina permanente de la disrupción sin plan.

Milei tal vez sufra el mismo desgaste del viejo camporismo, o tal vez quede descartado cuando cumpla con el objetivo de dividir la oferta electoral, pero va a permanecer esta nueva base política que no está integrada a la discusión partidaria, que se percibe como parte de una minoría agraviada con reivindicaciones emocionales, que mezcla demandas reales y agendas irracionales, y que tiene necesidad de reconocimiento social, aunque sea mediante titulares, viralización y clics. No forman un partido sino más bien una representación cultural consumidora de movimientos identitarios, acostumbrada a la adrenalina permanente de la disrupción sin plan, ni A ni B, más allá de las propuestas de hacer volar por los aires el Banco Central o eliminar de cuajo la coparticipación con la mera voluntad, poniendo huevo, con el poder de Greyskull del bastón presidencial. Son bases que no se imaginan gobernando, sino ejerciendo poder.

La realidad siempre opaca a la ilusión revolucionaria y los ciclos de descontento antisistema se repiten. Pero la insatisfacción con las instituciones de la democracia son genuinas, la bronca por la falta de respuestas de la política son reales, y la oposición tiene la responsabilidad de ser el adulto en la sala. Cuenta la leyenda que en el segundo día de Woodstock, mientras The Who tocaba en el escenario, irrumpió sin aviso Abbie Hoffman, el célebre activista discípulo de Marcuse, y tomó el micrófono para una de sus intervenciones públicas que combinaban revolución antisistema y performance teatral, buscando difusión e impacto en los medios (qué coincidencia). Pete Townshend no dudó: le revoleó la guitarra y lo corrió del escenario, y más adelante compuso “Won’t get fooled again” contra las farsas y la repetición circular de la historia. Recuperar el escenario para la discusión racional y correr de en medio a marginales y oportunistas es el desafío de todo el que quiera vivir en una democracia liberal moderna. Hagámoslo, la música ya la tenemos.

 

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Gabriela Saldaña

Arquitecta (FADU-UBA). Asesora legislativa del Bloque PRO desde 2018 y coordinadora del grupo PRO 25 de argentinos en el exterior.

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