BERNARDO ERLICH
Domingo

La libertad de expresión
del presidente

Roberto Gargarella dice que Milei debería ser sometido a juicio político por sus agresiones, porque un mandatario tiene menos derecho a expresarse que un ciudadano común. Se equivoca.

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El domingo pasado, el profesor Roberto Gargarella publicó en La Nación un artículo donde sugiere que el presidente Javier Milei debería ser enjuiciado políticamente y removido del cargo por el Senado, con motivo de diversas expresiones públicas que juzga gravemente ofensivas y atentatorias contra la libertad de expresión y la democracia. Gargarella, profesor de la UBA y la Universidad Di Tella, parte de una afirmación dogmática: la libertad de expresión del presidente sería, en su opinión, mucho más reducida que la de cualquier otro ciudadano. No cita ninguna cláusula constitucional de la que se derive esa restricción, lo que no sorprende, ya que no hay ninguna norma en nuestra Constitución que disponga, siquiera por vía de analogía, que el presidente tiene menos derecho a expresarse que cualquier ciudadano común.

No se trata aquí de analizar si las expresiones de Milei son o no adecuadas. El punto es determinar si pueden justificar o no un juicio político, tal como lo pretende el prestigioso profesor.

El 13 de febrero de 1987, el presidente Raúl Alfonsín pronunció un discurso donde criticó duramente al diario Clarín, al que calificó de opositor acérrimo y afirmó que “la forma falaz en que está presentada la noticia […] es un ejemplo vivo contra lo que tenemos que luchar los argentinos”. En su artículo «La libertad de expresión del presidente de la República», publicado en la revista El Derecho por esos días, Germán Bidart Campos sostuvo una opinión diametralmente opuesta a la de Gargarella: “¿Es que la Constitución lo convierte [al presidente] en un funcionario silencioso, que no puede ni debe opinar, criticar, rebatir ideas ajenas?”, se pregunta. Y responde:

Estamos seguros de que no. Y no, porque la regla elemental del juego democrático quedaría rota si todos pudieran ejercer la libertad de expresión, y el único que la tuviera prohibida desigualitariamente fuera el titular del Poder Ejecutivo. La Constitución lo habilita a hacer uso de ella, y mientras su expresión sea solamente expresión, la libertad recíproca y equivalente de los demás no sufre desmedro. El acierto o error de las expresiones presidenciales no es materia que ahora vayamos a atender. Pero sí lo es «su» libertad como «derecho» que le pertenece en igualdad de condiciones con el resto de la población.

Los antecedentes de impeachments en los Estados Unidos que cita Gargarella en su apoyo, no sólo están lejos de confirmar sus afirmaciones, sino que, de hecho, las refutan categóricamente. El juez John Pickering no fue removido en 1802 por sus expresiones, sino por ser un alcohólico con demencia senil, lo que lo llevó a decidir un juicio en forma claramente parcial y arbitraria. Sus manifestaciones fueron solamente prueba de esa parcialidad y arbitrariedad. Su propio hijo manifestó por escrito al Senado que su padre era demente.

Pese a eso, su destitución ha sido considerada groseramente irregular. Henry Adams, por ejemplo, afirmó en History of the United States of America During the First Administration of Thomas Jefferson que “el procedimiento fue tan confuso, contradictorio e irregular que el juicio de Pickering nunca se consideró un precedente sólido. Que un hombre demente pudiera ser legalmente culpable de un delito basándose en pruebas unilaterales, sin audiencia, sin siquiera un abogado que actuara en su nombre, pareció una perversión de la justicia tal que el precedente cayó muerto en el acto”. En idéntico sentido, Lynn W. Turner sostiene en su artículo «The Impeachment of John Pickering», publicado en 1949, que “en lugar de constituir el precedente correcto para todos los futuros casos de juicio político, se convirtió en un trágico error que desacreditó a todos los que estuvieron relacionados con él”.

El caso de Samuel Chase, también citado por Gargarella, es incluso menos asimilable al del presidente de la Nación.

El caso de Samuel Chase, también citado por Gargarella, es incluso menos asimilable al del presidente de la Nación. Chase era juez de la Suprema Corte de Estados Unidos. En esa época, los jueces de la Corte actuaban al mismo tiempo como jueces de circuito durante gran parte del año. Fue en ese carácter que Chase realizó una arenga política frente a un grand jury en Baltimore, en la que criticó duramente al presidente Jefferson, quien, en represalia, instó a los legisladores de su partido a iniciar el juicio político. Esa arenga fue uno de los principales cargos que se efectuaron contra Chase para justificar su impeachment y, aunque no lo aclare expresamente, es al que evidentemente hace referencia el profesor Gargarella. Sin embargo, soslaya que la posición de un juez es completamente diferente a la de un presidente. Los jueces tienen obligación de ser imparciales. De hecho, la Judiciary Act de 1789 imponía a los jueces un juramento de desempeñar su cargo imparcialmente. Al decir de Raoul Berger en su obra Impeachment: The Constitutional Problems, “los jueces tenían la obligación de actuar en forma imparcial”.

En cambio, el presidente no solamente no tiene esa obligación, sino que se espera que no sea imparcial y que lleve adelante las políticas por las que fue votado por una parte de la ciudadanía y no por otra. Extrapolar obligaciones de los jueces al presidente de la Nación es un notable error. A eso se suma que el cargo invocado por Gargarella no obtuvo la mayoría necesaria y Chase no fue removido por el Senado. En otras palabras, no se consideró que la arenga de Chase fuese motivo suficiente para ser removido de su cargo. Si no lo fue para Chase, que como juez tenía una obligación de imparcialidad, no se entiende como podría serlo para el presidente, que no tiene esa obligación.

Otro impeachment flojo de papeles

El ejemplo del impeachment del presidente Andrew Johnson tampoco parece ser la mejor herramienta para justificar la tesis del profesor Gargarella. Johnson era vicepresidente de Abraham Lincoln y asumió la presidencia luego de su asesinato. Era originario del Sur, lo que lo convertía en sospechoso luego de la Guerra Civil. El conflicto se suscitó por las profundas diferencias entre el Congreso y el presidente sobre la política de reconstrucción y la actitud respecto de los Estados del Sur vencidos. El Congreso sancionó una ley que impedía al presidente destituir a los secretarios de Estado (equivalentes a los ministros en nuestra Constitución), para asegurar la permanencia del gabinete designado por Lincoln. Johnson ignoró esa ley y destituyó al Secretario de Guerra, Edwin Stanton, muy afín a las políticas de la mayoría legislativa. Esa fue la única razón por la que se impulsó su destitución. Cass R. Sunstein, un autor que no puede ser sospechado de haber cometido el pecado mortal de ser textualista u originalista, lo confirma en su obra Impeachment: A Citizen’s Guide: “Andrew Johnson fue sometido a juicio político en 1868 por una sola razón: destituyó a Edwin Stanton, el Secretario de Guerra (hoy llamado Secretario de Defensa), y trató de reemplazar a Stanton con alguien de su preferencia”.

A Johnson se le formularon 11 cargos. Solamente el décimo tenía relación con las expresiones públicas del presidente, denostando al Congreso y a sus adversarios políticos. Además de que ninguno de los cargos sometidos a votación obtuvo la mayoría necesaria, el décimo (el único mencionado por Gargarella) ni siquiera fue votado. Tan es así, que incluso algunos senadores que votaron a favor de la destitución de Johnson fueron sumamente críticos de la pretensión de enjuiciarlo por sus expresiones públicas. El senador David T. Patterson, que votó “culpable” en otros cargos, advirtió, sin embargo, que “en vista de la libertad de expresión que nuestras leyes autorizan, en vista de la tolerancia culpable de la expresión que se practica y permite en otras ramas del Gobierno, dudo que en la actualidad podamos convertir los discursos bajos y difamatorios en motivo de juicio político”.

Incluso algunos senadores que votaron a favor de la destitución de Johnson fueron sumamente críticos de la pretensión de enjuiciarlo por sus expresiones públicas.

En similar sentido, el senador William P. Fessenden expresó que “negar al presidente el derecho de opinar libremente sobre la conducta de los otros poderes del Gobierno no solamente implicaría negarle un derecho asegurado a todos los otros ciudadanos de la República, sino privar al pueblo del beneficio de su opinión sobre asuntos públicos y de su vigilancia de los intereses y bienestar de aquel”.

Como lo advierte Laurence H. Tribe en American Constitutional Law (otro autor muy lejano al textualismo y al originalismo), “la historia no ha tratado amablemente al impeachment de Andrew Johnson. La arbitrariedad procesal del juicio de Johnson y el hecho de que la ley que Johnson ignoró era ampliamente considerada inconstitucional, incluso antes de que la Suprema Corte lo declarara en Myers v. United States, ha contribuido a un acuerdo más o menos generalizado de que el intento legislativo de destituir a Johnson fue, en sí mismo, un abuso de poder”.

El principal culpable de esas arbitrariedades fue el senador Charles Sumner, a quien el profesor Gargarella refiere erróneamente como “Summer”, tal vez influido por González Calderón. Como dice Berger, este legislador estaba “completamente incapacitado por su compromiso fanático” y abogaba por dejar de lado las formas con el único objetivo de remover a Johnson. Llegó a sostener que “junto a un mercenario declarado, dadme un abogado para traicionar una gran causa. Las formas del derecho se prestan a la traición”. Difícilmente su ejemplo sea digno de imitación.

Trump, mismo caso

El caso del presidente Bill Clinton es aún menos aplicable. No fue acusado por sus expresiones, sino por haber cometido perjurio, es decir, por mentir en una declaración oficial acerca de sus relaciones sexuales con una pasante en la Casa Blanca. Tal vez el caso más cercano a lo pretendido por Gargarella sea el enjuiciamiento de Donald Trump por sus expresiones denunciando un fraude en la elección de 2020. Sin embargo, el juicio político no se basó en las expresiones como tales, sino en el hecho de que ellas habrían sido el motivo directo de la insurrección en la que un grupo de sus partidarios asaltó el edificio del Congreso en enero de 2021.

La responsabilidad del presidente, en este caso, es la misma que tendría cualquier ciudadano en el ejercicio de su libertad de expresión cuando ese ejercicio tiene como objetivo incitar o provocar actos ilegales en forma inminente y, además, tiene la aptitud de generarlos. Es la doctrina del clear and present danger del fallo histórico «Brandenburg v. Ohio» (1969) de la Corte Suprema norteamericana. A diferencia de los llamados a “dar leña” de otros presidentes argentinos en el pasado, que generaron el incendio de sedes partidarias, diarios y clubes privados, nada de eso ocurre con las cuestionadas expresiones del presidente Milei. Pero incluso si eso no fuese así, también en este caso el juicio político contra el presidente Trump fue rechazado.

Es llamativo que Gargarella convierta en un principio general aplicable en todo el derecho occidental una tesis que fue derrotada en todos los casos donde se invocó.

Es llamativo que Gargarella transforme en un principio general aplicable en todo el derecho occidental una tesis que fue derrotada en todos los casos en los que se invocó. A diferencia de lo que afirma, el principio (si es que tal cosa existe) es exactamente el opuesto: el presidente no puede ser enjuiciado políticamente por sus expresiones, por más censurables que ellas puedan ser.

Como advertí al inicio, nada de lo expuesto implica compartir o justificar las expresiones del presidente de la Nación, aspecto que es jurídicamente irrelevante. Esas expresiones podrán ser para algunos moralmente inaceptables, políticamente inconvenientes y hasta condenables. Es una cuestión política, no jurídica y, como tal, debe ser decidida por la ciudadanía en las urnas. El principio constitucional que rige en nuestro país es el mismo que explicó Oliver W. Holmes en su disidencia en el caso «United States v. Schwimmer» (1929): “Si hay un principio de la Constitución que exige apego más imperativamente que cualquier otro, es el principio de la libertad de pensamiento, no el pensamiento libre de aquellos que están de acuerdo con nosotros, sino libertad para el pensamiento que odiamos”. Esa libertad de pensamiento supone, obviamente, la libertad de expresarlo públicamente. Aun asumiendo hipotéticamente la inconveniencia de las expresiones presidenciales, ninguna de ellas justifica ni cercanamente la promoción de un juicio político. Como dijo George Orwell, si la libertad significa algo, es el derecho de decirle a la gente lo que no quiere escuchar.

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Ricardo Ramírez-Calvo

Abogado (UBA), profesor de Derecho Constitucional y codirector del Centro de Estudios en Derecho Público de la Universidad de San Andrés, expresidente de la Comisión de Derecho Constitucional del Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires.

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