LEO ACHILLI
Domingo

Mi mamá tenía razón

"No me interesa la política pero siempre fui antiperonista", decía. "Porque el peronismo dividió al país”.

“No me interesa la política pero siempre fui antiperonista; porque el peronismo dividió a las familias”. Desde la larga noche de los tiempos resuenan en mi memoria las palabras de mamá, una gallega generosa que a todos hizo bien y nunca pidió nada a cambio. La frase es el exacto reverso de la de aquel personaje de “No Habrá más Penas ni Olvido”, de Osvaldo Soriano, que decía que nunca se había metido en política, que siempre había sido peronista. Dos opiniones opuestas basadas en una percepción común: la del peronismo como metapolítica, como metafísica intrínseca a todos los argentinos, como sentido común nacional más cercano al Credo que a la Constitución. “¿Peronistas? Peronistas, somos todos”, como dijo el simpático General hablando en nombre de toda la Argentina mientras sonreía y les guiñaba el ojo a sus oyentes.

Cuando mi mamá decía que el peronismo había dividido a las familias se refería a algo que los argentinos de hoy conocemos bien, lamentablemente: hermanos que no se hablan, amistades que se desvanecen, compañeros de trabajo que se odian, prohibición de hablar de política en reuniones familiares o en cualquier otro tipo de evento. Curioso saldo de la acción de un movimiento que se considera custodio de la comunidad organizada y tiene como bandera a la unidad nacional.

El rechazo de mi madre es comprensible. Ni ella ni ningún argentino del siglo XX había visto nada igual. En el país había habido violencia política, represiones, fusilamientos, golpes de estado y barrabasadas y autoritarismos varios; pero nunca las divisiones políticas habían calado tan hondo en la sociedad como para dividir amistades y familias. Lo primero forma parte de la violencia que caracterizaba a casi todas las sociedades latinoamericanas de aquella época. Lo segundo, a los totalitarismos europeos aparecidos a inicios del siglo XX, de los cuales el peronismo fue la versión local.

El rechazo de mi madre es comprensible. Ni ella ni ningún argentino del siglo XX había visto nada igual.

La política argentina, buena o mala, democrática o autoritaria, no había irrumpido destructivamente en el terreno privado. Al menos, desde el siglo XIX, en los tiempos del primer gran tirano argentino, precursor de Perón en la “línea histórica”: Juan Manuel de Rosas, cuyo retrato preside el escritorio de nuestro actual gobernador de la Provincia, Kicillof. El “¡Mueran los salvajes unitarios!” rosista solo volvió con el surgimiento del peronismo: diez años de experiencia política terminados en una sociedad partida al medio y en el golpe de Estado que dieron, contra Perón, las mismas Fuerzas Armadas cuyo comandante en jefe era Perón y que en 1943 habían dado el golpe con él. En el medio, navidades rotas y sobremesas terminadas de mala manera entre gente que se quería pero no lograba escapar a la gran picadora de carne nacional y popular argentina. La leyenda familiar registra a mi tío abuelo Pancho –gallego, franquista y peronista– y a mi tío Carlos –argentino, gorila y comunista– saliendo simultáneamente desde la casa familiar hacia las movilizaciones callejeras de las que participaban en bandos enfrentados; y a mi abuela rogándoles que tuvieran la precaución de no matarse entre ellos con la pistolita y el matagatos que llevaban.

Espiral de locura

Fue solo el principio. A todos nos tocó presenciar la agudización de la locura y la violencia en los ’70, cuando una grieta fracturó al propio peronismo y los arcángeles de la patria socialista se agarraron a tiros con los heraldos de la patria peronista; dos bandas igualmente peronistas, fanáticas y violentas. Entonces hubo más de mil asesinatos y desapariciones forzadas bajo el gobierno democráticamente elegido de Isabel; con los Montoneros y la Triple A masacrándose, antes del golpe militar, a golpe de bomba y metralla. Broche de oro, mi mamá murió en 2015, de manera que también tuvo ocasión de presenciar la gestación de la grieta actual, nacida durante ese conflicto con el campo cuyas raíces se hunden en la vieja tradición peronista: la supuesta batalla contra la oligarquía por parte de los miembros de la peor de las oligarquías; la peronista, que hundió al país.

El campo contra la industria, los morochos contra los rubios, el Interior contra la Capital, los trabajadores contra la clase media. Fueron innumerables las grietas abiertas por el peronismo en la Historia nacional. Entre las más penosas, la que pretendió que la erudición estaba en contra de los intereses populares (“alpargatas, sí; libros, no”) y la que postuló que la República era la encarnación de intereses elitistas enemigos de la Justicia Social. Grietas peronistas, sin excepción, todas ellas, a las que han venido a sumarse las nuevas grietas peronistas-kirchneristas: los descendientes de los pueblos aborígenes contra los hijos de los inmigrantes, los combatientes anti-patriarcado LGTB contra los varones heterosexuales, los sedientos habitantes del Norte contra los egoístas porteños que riegan helechos en la opulenta Capital. Grietas menores que son solo una sombra en la caverna platónica del verdadero enfrentamiento: la gran grieta nacional que separa al peronismo salvador de la patria de los entreguistas gorilas y cipayos; esa parte despreciable del país que abarca, por lo menos, la mitad.

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Las interpretaciones son libres pero los hechos son sagrados: tres de los cuatro ciclos de gobierno peronistas han terminado en el enfrentamiento de una mitad de la Argentina con la otra mitad y en la invasión del ámbito privado por las cuestiones políticas; una característica típica de las sociedades totalitarias. El argumento peronista es conocido: la grieta surge del odio que generan las conquistas sociales y los derechos ampliados que promueve el peronismo. Si existe una grieta, la culpa les cabe a las siniestras fuerzas gorilas que lo enfrentan. Pero la Historia desmiente también esa pretensión. Los sangrientos episodios de la llegada de Perón al país, en Ezeiza, y de su adiós definitivo, en San Vicente; así como la sanguinaria contienda entre los Montoneros y la Triple A, y las batallas campales entre las propias bandas sindicales peronistas demuestran que el peronismo nunca necesitó de ayuda externa para entregarse con entusiasmo a la violencia. Y demuestran también que el heredero del Partido Militar es el peronismo, que desde 1930 participó de todos los golpes militares contra gobiernos no peronistas y fue la fuerza política que tuvo responsabilidades decisivas en la generación de los golpes de 1955 y 1976.

“Nunca me metí en política, siempre fui peronista”. “No me interesa la política pero siempre fui antiperonista, porque el peronismo dividió al país”. Ambas frases, las del personaje de Soriano y la de mi mamá, resumen el drama de la grieta. El drama de una mitad de la Argentina que se creyó y se cree toda la Argentina –o al menos: la única Argentina legítima– y no logra ser feliz ni cuando el partido que vota y apoya gobierna 18 de los últimos 22 años y 27 de los últimos 33. A esa tragedia se agrega el drama de la mitad de la Argentina que no comparte el credo peronista pero tiene que sufrir las consecuencias del voto peronista y se siente extranjera en su propio país.

Este artículo es el prólogo de ‘La grieta y los cierra grietas’ (Del Zorzal), que se publicó hace unos días.

 

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Fernando Iglesias

Diputado Nacional (PRO-CABA). Su libro más reciente es El Medioevo peronista (Libros del Zorzal, 2020).

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