Domingo

¿Quién es el bobo?

El sorprendente enojo de Leo Messi.

La puta suerte de haber nacido en estas tierras, que viene con mil puntos de inflación y autos que se te adelantan por la banquina, ahora nos está regalando el mejor mundial de Messi. Si 2006 fue el de la aparición fulminante que se quedó corta y en el banco; si 2010, el del desconcierto en que ya no se entendía qué más tenía que hacer para hacer un gol; si 2014 fue el del equipo que lo va aislando arriba y le empieza a pedir que haga todo; si 2018 fue el del caos tal que ya ni siquiera alcanza con que él haga todo; 2022 parece ser el día en que se juntan su genialidad con sus intenciones y con las nuestras, y la ilusión de ser felices ya no resulta una utopía sino cuestión de tiempo. Su partido de anteayer incluyó un pase sobre una línea punteada que no habían visto ni los drones, controles de pelota entre dos o tres rivales, un penal durante el partido y otro en la serie pateados como se patean los asuntos del corazón: adentro. 

Todo eso y un final desbordado, fuera de su contexto, que desató una excitación colectiva y desparramó la idea de que estamos ante “el mejor Messi de la historia”, “el más maradoniano”, en la acepción del que pone el cuerpo y toda la cara para defendernos, como si del otro lado hubiera alguien bombardeándonos. 

La agitación arrastró hasta a los periodistas de campo, piezas esenciales de la gesta patria, cada uno uno más de la banda, en la acepción de vamos banda que hoy se gana, convencidos todos, acaso con razón, de que el atributo principal que los llevó hasta el desierto qatarí es su condición de hinchas o de que las filtraciones de desgarros que se negocian por Whatsapp no van a llegar si no cumplen antes con las adulaciones correspondientes. Se pusieron en fila, entonces, y ni el cuarto ni el quinto movilero al que Messi le dijo que no iba a hablar del árbitro porque no se puede ser honesto, que no pueden poner a uno que no esté a la altura, se tomó un minuto, ninguno de ellos, para avisarle que las 15 amarillas que puso estuvieron más o menos bien puestas, que los diez minutos que agregó estuvieron más o menos bien agregados, que el foul cobrado en el último segundo estuvo bien cobrado, que en todo caso el bobo fue Germán Pezzella.

Hasta ese momento, la reacción de Messi parecía un calco de la que tuvo Scaloni contra el periodismo cuando se supo la lesión de Rodrigo De Paul.

Hasta ese momento, la reacción de Messi parecía un calco de la que tuvo Scaloni contra el periodismo cuando se supo la lesión de Rodrigo De Paul, enojándose hacia afuera para no enojarse hacia dentro. Pero después entendimos que había más. Que las declaraciones previas de Louis van Gaal habían calentando al plantel argentino. El entrenador holandés había dicho que quería revancha de 2014, que quería ser campeón del mundo, que se veía con buenas chances si iban a penales, que lamentaba que Di María hubiera dicho que él fue el peor entrenador que tuvo. Y sobre Messi, después de decir que si él lo dirigiera lo usaría más de 10 que de 9, había agregado, y acá son importantes las comillas: “No participa mucho en el juego cuando el rival tiene la pelota. Ahí está nuestra oportunidad”.

Hasta Messi sabe que Messi se hace el boludo cuando no tiene la pelota. Que su función principal en un partido de fútbol es mantener viva la espera, regular esa ansiedad que tenemos los demás porque él la agarre siempre para agarrarla a veces y hacer, entonces sí, diez o doce genialidades pero no cien, porque cien no se puede. Pero esa declaración de Van Gaal le tocó alguna fibra, que se cobró haciéndole el Topo Gigio contra el banco, encarándolo con el gesto de la mano que habla de más y después hablando sobre él: “Vende que juega bien al fútbol y metía pelotazos”.

El capitán encabezó una tira de exabruptos que tomó al plantel entero y que incluyó a Dibu Martínez atribuyendo parte de su gran actuación en los penales a esa carga, porque “hablaron muchas boludeces antes del partido”, la corrida desatada por el último penal y la victoria con la vista de casi todos puesta en los holandeses y hasta al Papu Gómez, que ni siquiera jugó ayer, subiendo a Instagram lo que parece un cuadro renacentista de uno de los tumultos entre los blancos y los naranjas, la escena de un Argentina-Holanda que los nuestros habían tramado, sin que nosotros supiéramos, como un Argentina-Uruguay. 

Inesperado y excitante

Fue inesperado y excitante, todo junto, o no fue más que otra dosis necesaria de la pasión que llamamos enojo, que si no es el motor de la historia al menos lo es de la historia del deporte, llevado al punto de ebullición en el cuerpo de Michael Jordan, que se tomaba las cosas personales y transformaba esa energía en los dobles y triples que hicieran falta para aplastar a quien fuera que le hubiera respirado demasiado cerca. En realidad eso dice él en su documental, convocado a la tarea titánica de explicarse a sí mismo, porque lo difícil del deporte es aceptar que esto no es contra algo sino contra la nada. Que no hace falta nacer pobre ni huérfano ni bombardeado para querer matar. Que en el mejor de los casos se puede ser Roger Federer, en paz con el mundo y con la familia, ni siquiera necesitado de transpirar para hundir al que se pone del otro lado. 

Messi sabe eso. Su mito de origen tiene un déficit en la hormona de crecimiento, el escalofrío en la memoria emotiva de las inyecciones en la gamba, pero no mucho más. Su camino del héroe no estuvo plagado de adversidades sino de pibitos más altos que él que esquivó como a conos, ridiculizándolos en nombre de qué: en nombre de nada. Al lado suyo, en el ejercicio de sus funciones, todos los chicos y hombres que le pusieron de compañeros o de rivales son bobos: personas con la misma cantidad de piernas y brazos que él que no pueden ni acercarse a hacer lo que él hace. 

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En sus mil picados en potreros y sus mil y un partidos oficiales se cruzó infinitas veces con rivales que le pegaron o le putearon a la madre o lo miraron mal, persiguiendo la fantasía de incomodarlo, y él aprendió rápido que no hacía falta quejarse y que en el mediano o largo plazo las fuerzas del universo se inclinan siempre para el lado de su habilidad. 

Sabe también que el enojo es una emoción desviadora, que surge en el cuerpo para esconder un miedo y que ejerce una trampa: la ventana por la que el ser humano promedio se escapa de su propio tiempo y que el ser humano inspirado evita porque la única forma de lograr algo es estando presente en el presente. Desde el alargue para adelante, la mirada de Messi contra Mateu Lahoz parecía contener el terror de que se le escapara lo que tenía en la mano más que las injusticias y las palabras de otros, y no va a ser el primer hombre que se desenfoque estando asustado o enojado. Acá vale también la comparación en forma de listita para recordar que los momentos de bronca de Diego en mundiales tampoco nos llevaron a lugares mejores: su expulsión en el ‘82 por el baile que nos estaba pegando Brasil; su guerra contra el norte de Italia en el ‘90 durante el himno, que alimentó su mitología pero siguió con una actuación olvidable; la furia contra la cámara en el gol a Grecia en el ‘94, quizás el único gol que no festejó con su salto distintivo y que iba a ser la antesala de un final demoledor.

El sueño del que no queremos despertar sigue un martes 13 y contra Croacia, un pueblo formado a guerras y brandy, al que no le vamos a ganar de guapos.

El sueño del que no queremos despertar sigue un martes 13 y contra Croacia, un pueblo formado a guerras y brandy, al que no le vamos a ganar de guapos. Ya habrá una línea narrativa recordando el 0-3 de Rusia 2018 para ir planeando una venganza, pero capaz que es un buen momento para que el mejor de los nuestros sea consciente de que su vida argentina, como nunca antes, no es en contra de nadie sino a favor suyo. Esta vez tiene compañeros como De Paul y Dibu Martínez que quieren la copa más por él que por ellos mismos y jugadores nuevos como Enzo Fernández que se hacen cargo de situaciones cuando todo está al borde de ser Messi o nada. Afuera, un entrenador que mantiene la calma y más afuera, campeones del mundo como Kempes y Valdano o mundialistas sin suerte como Zanetti y Batistuta, en la misma tribuna en que miles de qataríes se ponen la celeste y blanca queriendo lo mismo que el pueblo argentino y que el pueblo de Bangladesh: que él sea campeón del mundo.

En los últimos tres minutos del tiempo suplementario, Argentina entendió el mensaje del banco (el cambio de Di María por Lisandro Martínez) y generó cuatro situaciones claras de gol. Fue un signo saludable de que cuando el equipo baja un cambio y se cree mejor que los demás, es mejor que los demás. Y además tiene al mejor de todos. 

Que se doble pero no se rompa. Que la grieta no sea moral. Enojarse no está bien ni mal y a esta altura, nadie le va a pedir a Messi que sea bueno. Si sus modales quieren ser enseñados en las escuelas, problema de las escuelas. Su disciplina para no decir nunca nada en las conferencias de prensa y en las zonas mixtas no ha sido una virtud cristiana sino parte de una estrategia que su cuerpo ha sabido hacer solo, reservando la energía para cuando la pelota le pasa cerca. Ahí sí, ya todos aprendimos lo que su maldad es capaz de hacer. Van 16 años, que son sus años de vida pública, en que se despierta todos los días queriendo otra pelota, renovando la pulsión destructiva hacia los demás que necesita todo deportista, el deseo profundo de ganar que implica que un otro pierda y que él estiró hasta lo imposible. Ni porque Brasil y Cristiano ya quedaron afuera ni porque del otro lado viene Mbappé ni porque Modric es del Madrid ni porque Diego ya lo ganó ni por los pibes de Malvinas ni porque nada. Que quiera ganar porque sí.

 

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José Santamarina

Periodista, escritor y profesor. Autor de Hasta que no haya nada (2022). En Twitter es @santamarinajose.

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