La muerte de Carlos Menem, en febrero de este año, abrió un renovado momento de discusiones sobre su figura, algo típico cuando fallece un personaje de esa importancia. Pero lo cierto es que, una semana después, ya no se hablaba más del tema. La política y la sociedad habían dejado atrás esa estación de la historia hacía mucho tiempo y sólo restaba cumplir con los gestos formales por la vida perdida y seguir con los asuntos cotidianos.
Este artículo adopta como disparador un libro de reciente publicación, motivado en la desaparición física del político riojano y editado en forma conjunta por la editorial Siglo XXI y la revista Panamá. El libro en cuestión se inicia con un texto introductorio a cargo de los compiladores (Martín Rodríguez y Pablo Touzon) seguido por 16 artículos escritos por 17 autores. La gran mayoría de ellos son caracterizados vecinos de Corea del Norte junto a algunos otros que habitan el primer cordón de viviendas sociales de Corea del Centro, no muy lejos de la frontera.
El título de la obra es revelador y preanuncia el rumbo del trabajo: ¿Qué hacemos con Menem? Los noventa veinte años después. Lo que pretende es hacer socialmente relevante un problema que sólo afecta como trauma al sector del progresismo que en los inicios del nuevo siglo saltó la tapia y se abrazó al movimiento con la fe de los conversos.
Volvió la política (y el dólar barato)
Desde 2003 la mayoría de los argentinos buscaba retomar alguna normalidad luego del desastre. En esa fiesta que entonces se iniciaba no importó que los anfitriones, Néstor y Cristina, y de allí para abajo casi todos los integrantes del Gobierno y sus voceros, hubieran sido parte de “los años locos” de la década menemista. Aprovechando la vista gorda, el kirchnerismo fingió demencia y vendió fruta, como también lo hizo con su dudoso compromiso anti-dictatorial entre 1976 y 1983, y en los tiempos de la transición alfonsinista. La pareja presidencial se inventó entonces un pasado a su medida y a cambio, generosamente, permitió que quienes los acompañaran pudieran hacer lo mismo. Construye tu propio pasado; todos podemos ser luchadores contra la dictadura y el neoliberalismo con solo decirlo.
Engullirse a Alfonsín fue fácil, tragarse a Menem era otro cantar.
Desde las usinas académicas, culturales y científicas del Estado kirchnerista, pródigas en subsidios para proyectos de investigación, becas, películas y publicaciones, reinventar los años ’70 y ’80 para resolver el papel del peronismo (y de los mismos Kirchner) fue una tarea imprescindible, que tenía por objetivo blindar el renacimiento del proyecto nacional y popular, y habitarlo sin culpas.
La consiguiente operación historiográfica fue sencilla: a los crímenes del gobierno peronista (1973-1976) se los ubicó en la dictadura y luego se creó un relato donde sólo hubo resistentes o cómplices de los genocidas. Al llamar insistentemente a esa dictadura “cívico-militar” (aunque todas las dictaduras lo fueron) se reservaban para ellos y sus amigos el derecho de colocar arbitrariamente a los adversarios de turno dentro del conjunto “cívico”. Así Eugenio Zaffaroni, el juez designado por Videla, era un resistente, y el fiscal del juicio a las juntas militares, Julio César Strassera, un cómplice de la dictadura.
Incluir al alfonsinismo dentro del relato oficial no fue complejo. Bastó con un recorte preciso. El Alfonsín aceptable era el de la pelea con la Rural, con Clarín, con los sectores financieros, y el del desplante a Ronald Reagan en el Congreso estadounidense. Engullirse a Alfonsín fue fácil, pero tragarse a Menem era otro cantar.
Suéltame pasado
La política y la sociedad habían dejado atrás la estación menemista hacía mucho tiempo, pero para los intelectuales, escribas, académicos y otras especies culturales del planeta K y sus satélites, la cosa no fue tan sencilla. Menem era un trauma para la generación de los que en los ’90 habían sido jóvenes estudiantes y militantes que se formaron en aulas, bares aledaños, marchas y centros culturales atendiendo cuentos y anécdotas de profesores, referentes políticos y admirados mentores sobre muertes heroicas, derrotas inmerecidas, traiciones y exilios y el destino trunco de aquella juventud maravillosa e imberbe que hubiera podido cambiarlo todo.
Esto, además, ocurría en años en los que se derrumbaba el Muro de Berlín y, junto con él, caían uno tras otro los mitos que habían sostenido los ideales de esas generaciones izquierdistas tan activas políticamente en las décadas del ’60 y el ’70. La debacle del 2001 sumó a esta cadena de la infelicidad a otra generación frustrada y así enfilaron cuatro décadas de élites argentinas sobreestimuladas, pero con rencores acumulados con el capitalismo y la democracia liberal, listas para desembocar gozosamente en el kirchnerismo y su retorno de la política.
A pesar de todas las piruetas, cada día desde 2003, el pasado menemista del kirchnerismo todavía está presente.
Sin embargo, y a pesar de todas las piruetas, cada día desde 2003, el pasado menemista del kirchnerismo todavía está presente.
Por eso, el libro es un intento de darle al menemismo un lugar aceptable en el relato progresista, apelando centralmente a su contraposición con el macrismo, la nueva herida absurda del progre reconvertido en aparatchik del partido del General y el Brujo. Es un texto heterogéneo y coral donde hay autores que no transitan esa lógica, pero tampoco tienen nada novedoso para decir. Así, abundan artículos con descripciones repetidas y una prosa barroca repleta de juegos de palabras y lugares comunes que parecen sobreactuar cierta fascinación por la época. Junto a estos, hay otros que plantean una suerte de programa político o historiográfico. Y esos son los más interesantes.
¿Qué hacemos, entonces, con Menem?
La paternidad del menemismo no es clara y los compiladores se preguntan no sin angustias (querido Rey) “¿por qué Cambiemos no ‘reconoció’ esa paternidad?”. Menem es encapsulado en los ’90, por lo que ningún autor profundiza en su trayectoria o en las similitudes con otros momentos del peronismo previo o posterior, ni en sus años de fiel levantamanos en el Senado de la Nación.
Los compiladores comienzan concediendo graciosamente que “cierta base electoral kirchnerista era menemista” para finalmente desembocar en que Menem “administró el inconsciente de un país que sueña en dólares” y por ello “no dejó una herencia política […] pero dejó una herencia social”. Pablo Touzon señala que la sociedad argentina “aún no sabe bien qué hacer con él”, un atajo para no reconocer que son ellos mismos los que no saben cómo procesarlo.
El menemismo no existe, dice Florencia Angiletta. Para Mariano Schuster es todo lo que a él no le gusta de hoy, pero infantilmente proyectado en el pasado. Alejandro Galliano sentencia que el peronismo no tiene mucho que ver con el riojano y que la culpa de la cultura menemista es de la sociedad civil, sambenito que Cristian Navarrete y Walter Fresco le cuelgan a Alfonsín, Machinea y Sourrouille. Se nos dice también que, en verdad, la responsabilidad de los ’90 no fue del peronismo ni de Menem, sino del tiempo que les tocó en suerte, por eso el Carlos fue un “médium involuntario de una época” (Ernesto Semán) y por supuesto no falta la responsabilidad de “esa relación diabólica de la clase media con la época” (Florencia Angilleta). El estar lleno de contradicciones “lo hacía profundamente argentino” (Federico Zapata). Llamativamente nadie culpa a los porteños ni a los runners.
Menem somos todos y por ello el menemismo, más que un problema peronista, es un tema de la política y del país. Otra deuda de la democracia.
En definitiva, Rodríguez y Touzon definen que “Menem es lo universal hecho argentino”: Menem somos todos y por ello el menemismo, más que un problema peronista, es un tema de la política y del país. Otra deuda de la democracia.
Una vez descartada la responsabilidad peronista y reasignada al colectivo argentino, el libro se propone volver a traerlo al ruedo como parte integrante del amplio movimiento nacional, ya que Menem incomoda y ayuda a pensar “más allá de nuestras grietas” (Federico Zapata). Es que el menemismo es esa “rebeldía juvenil que no siempre encauza donde se la espera. A la vez que sí” (Florencia Angilleta). Sí, pero no. Es más complejo.
De a poco, el libro ensaya varias salidas para vendernos a un Menem casi casi nacional y popular. Como Fabiola, Carlos Menem fue un posibilitador. Para Luciano Chiconi, el menemismo mostró al peronismo como partido de poder cuando se enfrentó con Clarín por el control de las telecomunicaciones, con la aparición de planes sociales e incluso con el intento de Cavallo por construir un “neoliberalismo en serio”. José Natanson coincide y suma que el diseño y conformación de la ANSES y la AFIP sentaron las bases sobre las que el kirchnerismo levantaría su Iglesia.
Ah, pero Macri
Posiblemente, la parte más interesante de esta operación discursiva aparece cuando los compiladores afirman que el “fracaso inapelable de la experiencia cambiemita en el poder permite tal vez una relectura en una clave que pueda ir más allá de la ignorancia oficial de la Historia macrista”. En este sentido, los autores proponen separar el menemismo por ellos recuperado de Macri y culpar a éste por lo restante. Según Rodríguez y Touzon, el de Macri fue un gobierno más “de clase” que liberal, en cambio el del riojano “fue el gobierno con agenda liberal más plebeyo de la historia argentina”. El menemismo “era mestizo e impuro” y hasta el mismo Cavallo era producto de la movilidad social ascendente, ya que provenía de una familia de clase media trabajadora. Esto lo revaloriza frente al macrismo, que fue el gobierno de los CEOs y de una clase alta, blanca y antipopular.
El menemismo fue estabilidad y consumo de masas, inauguró un capitalismo peronista frente a la “mishiadura y crisis para todos” que representó el macrismo. “Menem no se llevó mal con el presente. El macrismo odió el presente”.
El menemismo de ellos era –como todo lo que elige el progresismo– moralmente superior.
En el artículo que cierra el libro, Rodríguez valoriza que Menem “fue un dentro de la democracia todo, fuera de la democracia nada” y que reponer su figura bajo esas líneas es necesario ahora que gobernaron en nombre de sus ideas sus hijos políticos, los macristas. Para Rodríguez y Touzon, “los tuyos, los míos, los de él, todos fueron, a su modo, menemistas”. Eso sí, “no de la misma manera, claro”. El menemismo de ellos era –como todo lo que elige el progresismo– moralmente superior.
Con el tiempo, cambian las ideas y las preguntas que nos hacemos sobre lo vivido. Pero también hay cosas que nunca cambian: para el peronismo, el pasado es 100% barrani.
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