Domingo

Hermosa hermana del aire

Mi tía abuela, Maureen Dunlop, nació en Quilmes. A los 22 años estaba piloteando aviones británicos en la Segunda Guerra Mundial.

Antes de la Segunda Guerra Mundial, la participación de mujeres en la guerra era algo infrecuente. Habíamos tenido, claro, a Artemisia de Caria, Rodoguna de Partia, Boudica, Juana de Arco, Fu Hao (la esposa preferida del emperador Wu Ding), pero fueron excepciones. La Segunda Guerra Mundial cambió todo eso: marineras, maquinistas, granjeras, administrativas, operadoras, niñeras, espías; y madres, voluntarias, cocineras y enfermeras se sumaron al esfuerzo de la guerra. Y pilotos de aviones.

La vida de mi tía abuela Maureen Adele Dunlop, la hermana de mi abuela Joan, abarca casi todos esos casilleros. Sé que amaba y amó a la Argentina hasta el final de su vida. Amores son amores y cada uno ama como sabe y puede. Sospecho que no le gustaba Perón y eligió otro rol en otro lugar en otros eventos. La historia de su vida refleja no sólo lo que sucedió en esa guerra sino los cambios que íbamos a empezar a sentir como sociedad y como civilización.

La aviadora rompió con los roles y con los moldes, enrolándose para la fuerza aérea británica; mintió con su edad y su lugar de procedencia en Argentina; lejana de los principales acontecimientos, habrá sentido que la guerra, por tan lejos que fuera, podía interpelarla sin importar donde se está. Hay heroísmo, pero no olvidemos esa sed de aventura, la locura de la juventud que seguramente la llamaba.

Hay heroísmo, pero no olvidemos esa sed de aventura, la locura de la juventud que seguramente la llamaba.

Mi tía abuela nació en octubre de 1920 en Quilmes. Fue la segunda de tres hijos y sus padres, los Dunlop (mi lado materno), trabajaban para una compañía australiana que criaba ovejas en la Patagonia. Eran empleados de estancieros y tenían mucho conocimiento de las merinas (la oveja de moda en el comercio de la lana mundial). Maureen creció en estancias cerca de Pilquiniyeu y Maquinchao, en Río Negro, lugares inhóspitos y fieros, rodeada de naturaleza, vida silvestre y mucho aburrimiento. El momento más esperado era la llegada del chasqui con el correo desde Maquinchao, algo que pasaba muy de vez en cuando. Se convirtió en una jinete experta. Corría avestruces y guanacos. En Quilmes oí decir que cada tanto se la podía ver corriendo a la par de los trenes.

Tal vez la lejanía la llevó a hacerse más curiosa y rebelde. Hizo parte del secundario en el colegio Saint Hilda’s, en Hurlingham, y en un viaje a Inglaterra tomó una clase de vuelo. Nadie se enteró. No tenía ni 16 años. Ahí le picó el bicho y no paró. Cuando volvió se anotó en el Aero Club Argentino y, rogándole a sus viejos, siguió acumulando horas y horas de vuelo.

En septiembre de 1939 empezó la guerra en Europa. Habiendo sido criada escuchando los cuentos de su papá, que había participado en la Primera Guerra, Maureen y Joan no lo pensaron dos veces y, con 18 años, se embarcaron a Inglaterra. Mi abuela trabajó en comedores, en radiocomunicaciones y en la BBC. Maureen entró en la Air Transport Auxiliary (ATA), un ente diseñado para dejar que pilotos civiles (los normales, los amateurs, los no aptos) pudieran contribuir con sus servicios en el conflicto. La RAF no permitía mujeres en sus escuadrones, pero la ATA sí. No compartían el vestuario, pero las mujeres lograron que les pagaran lo mismo que a los varones, porque hacían el mismo trabajo: llevar aviones de combate o aviones de carga con artillería, municiones y soldados desde las bases en Inglaterra a las zonas de combate. En la guerra, Maureen voló 38 tipos de aviones: Spitfires, Mustangs, Typhoons, bombarderos como el Wellington. Su favorito, diría después, era el DH.98 Mosquito, un avión de guerra.

En una entrevista, ya muy viejita, se la puede oír preguntando: “¿Por qué los enemigos sólo deben ser asesinados por hombres?”

En una entrevista, ya muy viejita, para un medio local en Norfolk, Inglaterra, donde vivió las últimas décadas de su vida, se la puede oír preguntando: “¿Por qué los enemigos sólo deben ser asesinados por hombres?” Tal vez fue la mujer que fue por lo que quería. Tal vez quiso salir del espacio neutral de la vida. Quizás fue una argentina feminista sin marco teórico, o una loca que quería rajar el cielo y la tierra y ser vista. Qué poco sabemos, realmente, de nuestros antepasados.

En los ’90, Maureen vivía en Diss, no muy lejos de Norwich, en el sur de Inglaterra. Me acuerdo de ella sentada en la cocina. Hablaba de sus caballos, de las nutrias, de la Patagonia. Nos preguntaba a mí y a mi hermano qué onda con el peronismo, si todavía existía. Tenía una chacra. No lograba vender sus caballos pura sangre porque se negaba a inscribirlos en la British Horse Society. Era cabezadura, no confiaba en nadie. Pudo haber hecho fortunas.

A mi madre nunca le gustaron mucho los Beatles. Nunca le entendí eso. Ella, la chica inglesa hija de un soldado, que vivió la burbuja del Swinging London en los ’60, la ciudad de moda, el centro del mundo, no se sumó al optimismo ni al hedonismo ni a la revolución cultural. Se quedó parada en el lugar donde todo estaba pasando.

Mi papá, por otro lado, que desciende de escoceses que huyeron de Escocia hacia Inglaterra y de ingleses que huyeron hacia la Argentina, fue un exiliado ping-pong, porque fue y volvió y fue y volvió. La línea de un tiempo: Motherwell, Lanarkshire, Yorkshire, Newcastle, Hartlepool, Stockton, Quilmes, Olivos: como un viaje en tren a Retiro. Mi papá dice que le gustaban los Rolling Stones, pero quizás lo dice para establecer un vínculo generacional.

¿Qué sabemos de nuestros padres realmente? Si nosotros nos ficcionalizamos en redes, o a una chica una noche, o a un cliente una tarde, o a nuestro jefe durante meses o años, ¿por qué no pueden ellos, nuestros padres, entretenernos, distraernos con su relato? Miramos por la ventana mientras nos cuentan.

Momento shock

Maureen dejó la tranquilidad del sur argentino, su paz de país neutral, para meterse bien adentro de la cocina y el infierno. Fue la única piloto mujer que transportaba heridos, siendo la capitana de cada misión. Se convirtió en una celebridad y, como Susana, tuvo su momento shock: fue tapa de revista. En 1944 se publicó una foto de ella corriéndose el pelo después de salir de un avión Fairey Barracuda. Con el sol reflejado en su pelo, era la mujer que la guerra podía mostrar. Era otra victoria. En la revista Picture Post, daba a entender que una mujer podía ser valiente, dura y glamorosa a la vez.

Una vez fui a visitar a Ronnie Scott, ex piloto y veterano de la Segunda Guerra, y me dijo que la recordaba bien. Todos la recordaban bien. Estaban locos por ella. Tenía una chispa y esa gracia que enamora, como dice Lisandro Varela. Era de las chicas que saben chiflar, se creen la última Coca Cola y un poco son. Bailaba bien y era gran conversadora.

Después de la guerra, Maureen volvió a la Argentina para ser parte de la Fuerza Aérea. Entrenó a pilotos de Aerolíneas y también fue piloto comercial. En 1955, conoció en Buenos Aires y se casó con Serban Popp, un aristócrata rumano, exiliado del régimen comunista, que casi heredó unas piezas de Brâncuși cuando cayó la dictadura. Tuvieron un hijo y dos hijas. En 1973, se instalaron en Norfolk y se dedicaron a la cría de caballos árabes de pura sangre e introdujeron los caballos criollos en Gran Bretaña.

Siempre me preguntaba por Argentina. Yo creo que la extrañaba. Amó la Patagonia y la quiso hasta el final. Murió en 2012 a los 98 años.

Con el tiempo, el guion se fue apagando. Cuando era Año Nuevo y escuchaba los fuegos artificiales, subía la radio. “Gloomy Sunday”, por Billie Holliday. La BBC había prohibido esa canción por ser demasiado triste. A Maureen le levantaba el ánimo. Tengo recuerdos de visitarla. Siempre me preguntaba por Argentina. Yo creo que la extrañaba. Amó la Patagonia y la quiso hasta el final. Murió en 2012 a los 98 años.

Estuve en Diss hace dos años. Fui a la iglesia del pueblo y a limpiar la piedra de la inscripción de la tumba de mis abuelos. El hijo de Maureen me había avisado que casi ni se leían los nombres por el musgo y la suciedad. Después fui a la granja, vi el establo donde dormían sus bestias y entré a su casa. Vi su habitación. No hice constelaciones familiares, pero hubo momentos en que sentí su espíritu. Tal vez algo de eso existe. El ADN lleva mucha data.

Un comentario en YouTube: “Maureen tenía unos dientes enormes que no podían esconder su dulce sonrisa. Alta en el cielo, estable y a todo motor. Seguí buscando tu arcoiris, hermosa hermana del aire. ¡Cambio y fuera!”

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Martín Wilson

Autor de 12 Barrancas y Qué paja ir al centro (Notanpuan) y El que no salta es un inglés (Tenemos las Máquinas). Trabajó como redactor en agencias de publicidad y en televisión. Vive en Canelones (Uruguay). 

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