LEO ACHILLI
Domingo

Malvinas, tierra irredenta

Tres artículos en uno: una historia de nuestro nacionalismo soberbio y paranoico; un ensayo sobre de quién "son" las islas; y una crónica desde Ushuaia, capital nacional malvinera.

El 2 de abril ha quedado instalado en nuestro calendario de efemérides y feriados. Deberíamos revisarlo, por muchas razones. Si queremos conmemorar algo constructivo relativo a Malvinas en nuestro calendario, el día adecuado es el 14 de junio de 1982, el día de la rendición. El 2 de abril nos recuerda la invasión irresponsable y salvaje y también la tumultuosa aclamación en Plaza de Mayo (y en otras plazas del país), por multitudes dominadas por nuestro enano nacionalista en su forma soberbia: “Vamos, argentinos, vamos a vencer”, se cantaba, “que traigan al principito”. Pocas semanas después, ante la evidencia de la derrota, apareció la cara paranoica de nuestro nacionalismo reclamando contra traidores y enemigos eternos.

En su versión más reciente, el 2 de abril conmemora a los Héroes de Malvinas. Las conmemoraciones deben servir para aprender y para revisar el pasado y sus lecturas. ¿Podemos revisarlo si conmemoramos el día del crimen? ¿Es lícito disimular el crimen de la guerra glorificando a los héroes? ¿No deberíamos pensar en ellos en el día de su sacrificio y eliminar los cantos heroicos con los que se los recuerda hoy?

En este artículo me propongo revisar dos cuestiones generales, ideológicas y políticas del mitologema Malvinas. La primera se refiere a nuestro pobre nacionalismo, soberbio y paranoico, fuente de muchos males, que hoy parece domesticado pero, como aquel enano fascista de 1982, resurgirá cuando se den las condiciones. La segunda se refiere a cómo encarar un debate respecto del punto central de la cuestión: ¿en que sentido podemos decir que las Malvinas son argentinas?

1. Soberbios y paranoicos

“Nacionalismo” no es una mala palabra. Por el contrario, es un elemento esencial de los estados nacionales, la forma estatal que se desarrolló en el siglo XIX cuando el tradicional y ruinoso principio de legitimidad de los estados basado en el derecho divino de los reyes fue remplazado por el de soberanía del pueblo, o de la nación. Estas ideas –tan abstractas como la del derecho divino– tuvieron suficiente potencia como para poner entre paréntesis su verosimilitud (no preguntarse dónde está el pueblo) y aceptar las nuevas narrativas sobre el pueblo o la nación. 

Creer en la nación requiere fe, y a esa nueva fe se la llamó nacionalismo o patriotismo. Las naciones se sustentan en un mito movilizador y unificador, construido y alentado por los Estados, al que contribuyen, entre otras cosas, las conmemoraciones cívicas como la del 2 de abril. Éstas van moldeando la forma específica de cada nacionalismo, que oscila entre un extremo pluralista e integrador y otro homogeneizador y excluyente, cuyas manifestaciones extremas son las depuraciones étnicas. 

La nación argentina se constituyó, a partir de 1852, siguiendo el modelo norteamericano: un pueblo soberano acuerda un contrato político, plasmado en una constitución, que establece la república y el Estado de derecho y garantiza las libertades civiles y políticas, que rigen para “todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”. A la vez, el Estado hizo un gran esfuerzo para argentinizar a los hijos de los inmigrantes, principalmente desde la escuela, donde se enseñó la lengua, la geografía y la historia argentinas, y también mediante un fuerte impulso al culto cívico.

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Esta tarea requirió una narrativa de la nación y ése fue el gran aporte de Bartolomé Mitre. Su versión de que había una nación preexistente al Estado quizás no era cierta en términos fácticos estrictos, pero sí verosímil y, sobre todo, muy positiva para arraigar los valores constitucionales. Pues, según Mitre, aquel pueblo nacional preexistente a la organización política estaba marcado por el amor a la libertad y el genio democrático, con un toque romántico que apuntaba a la imaginación y a los sentimientos. En suma, tuvimos inicialmente una nacionalidad liberal, que suponía una sociedad plural y un patriotismo integrador, que se profundizó con cambios institucionales, como el voto secreto y obligatorio.

Las cosas empezaron a cambiar al final del siglo XIX. Alemania, la estrella del momento, hacía gala de su nacionalidad potente y culturalmente homogénea. Nuestra élite, siempre atenta a estos cambios de opinión, se convenció de que los Estados fuertes se apoyaban en sociedades nacionales homogéneas y algunos imaginaron para la Argentina un destino de grandeza aún más promisorio. Esta fue la primera manifestación de la dupla soberbia-paranoia que caracterizó nuestra cultura nacionalista desde entonces y hasta hoy. La élite intelectual descubrió la debilidad de nuestra nacionalidad, en un país que recordaba a la Torre de Babel, y discutió cómo reforzarla y consolidarla, robusteciendo sus raíces. No se trataba de inventar algo inexistente sino de hacer visible y tangible una esencia nacional que por definición existía.

Ricardo Rojas advirtió que la escuela, capturada por los cosmopolitas sarmientinos, no insuflaba suficiente nacionalidad.

Aquí comenzó uno de los debates mas intensos de nuestra historia cultural, que Lilia Ana Bertoni analizó muy finamente en Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas (Edhasa, 2001). La nación cultural, entendida “a la alemana” (o “a la romántica”), reposaba en esencias que se remontaban al fondo de la historia: la raza, la lengua, la música, el derecho, el folclore. Si ponemos a Wagner como fondo musical, esto queda muy claro. Pero en la Argentina aluvial no había nada parecido a Wagner. ¿Había una raza argentina, en un país en el que la mezcla estaba a la vista? ¿Cuál era nuestra lengua? ¿El porteño, corrompido por el lunfardo, o el del interior, apegado a la tradición española? ¿Tango o folklore? Ricardo Rojas advirtió que la escuela, capturada por los cosmopolitas sarmientinos, no insuflaba suficiente nacionalidad. La conciencia del problema no generó acuerdos sino enconada controversia, que se expresa, casi hasta el presente, en los ensayos sobre el “ser nacional”. 

Ejército, Iglesia, populismo

La línea principal, sin embargo, avanzó por otro lado. En lugar de la bulla intelectual, el debate fue dominado por tres voces institucionales fuertes y autorizadas: el Ejército, la Iglesia y los partidos políticos democráticos. 

El Ejército señaló que lo más sólido de la argentinidad era su territorio –aquí entran las Malvinas– y le asignó un papel importante a la enseñanza de la geografía, una disciplina llamativamente ideológica. Las fronteras que estudiamos minuciosamente, calcando mapas, separaban a nuestro país de zonas oscuras y amenazantes. El Ejército, su guardián natural, alertó sobre las amenazas de los países vecinos, que en sus hipótesis de conflicto estaban listos para el zarpazo, especialmente Chile y Brasil. La imagen del enemigo externo contribuyó a darle bases sólidas a la nueva versión de una nación homogénea y en guardia. El Ejército se definió como el custodio de nuestro territorio y, por ende, de los “superiores intereses de la nación”, en un lugar que podía quedar por encima de las instituciones de la Constitución. 

Por otro lado, la Iglesia afirmó que la Argentina era una “nación católica”. No simplemente con una mayoría católica, sino esencialmente católica: los no católicos no eran completamente argentinos. No se trataba de expulsarlos, como se hubiera hecho en el siglo XVI, pero sí de acotar su crecimiento y de avanzar en todos los espacios sociales y culturales para “restaurar a Cristo en todas partes”. La campaña se lanzó con el Congreso Eucarístico de 1934, fue impulsada por la militancia juvenil de la Acción Católica y en 1943 logró su mayor triunfo: el establecimiento de la enseñanza religiosa católica en las escuelas estatales, un golpe demoledor para la tradición liberal sarmientina. Fue un pacto entre la Iglesia integrista y el Ejército nacionalista, una historia que estudió bien Loris Zanatta. El Ejército asumió la misión de la cristianización: la espada y la cruz comenzaron a marchar juntas. En ese maridaje encuentra Zanatta el origen de lo que hoy se llama populismo.

El Ejército asumió la misión de la cristianización: la espada y la cruz comenzaron a marchar juntas.

La tercera gran voz de este nuevo nacionalismo vino de los partidos populares surgidos luego de la Ley Sáenz Peña. En la era de la democracia de masas fue común interpelar a colectivos grandes e imprecisos, como “la nación” o “el pueblo”, postulando su homogeneidad. El yrigoyenismo y el peronismo se identificaron como sus portavoces: la causa radical “es la causa nacional”, decía Yrigoyen; la doctrina justicialista es la “doctrina nacional”, decía Perón. Ambos movimientos se acercaron a la Iglesia y al Ejército, y la política se pobló de ideas y metáforas provenientes de la religión y la milicia, como la teoría de la conducción de Perón. Como los tres tenores, cada uno en su registro, Iglesia, Ejército y partidos populares compartían un punto: cada uno de ellos expresaba la unidad esencial de la nación y a la vez definía al otro, el excluido, el enemigo: el “contubernio falaz y descreído” de Yrigoyen, la “antipatria” de Perón, el “liberalismo disolvente” de la Iglesia o el “enemigo externo” del Ejército, términos elásticos que podían adaptarse a situaciones diversas. 

Esto tuvo y tiene una potencia política enorme, una carta ganadora ante la cual de poco sirve la retórica liberal clásica, que valora la diferencia, la discusión, la tolerancia. Luego de la gran batalla de los años de entreguerra, la cultura política liberal declinó irremisiblemente y el nacionalismo homogeneizador tiñó todos los espacios.

Desde entonces vivimos bajo la matriz de ese nacionalismo soberbio y paranoico, que se bifurca y vuelve a unirse, cubriendo todo el espacio público. El núcleo de esta idea es: somos los mejores en muchas cosas; nos merecemos el prometido destino de grandeza. Podemos mirar con superioridad a todos. Pero de hecho vamos cayendo, y ahora en caída libre. Esto se debe a poderosos enemigos, empeñados en destruirnos.

La causa radical “es la causa nacional”, decía Yrigoyen; la doctrina justicialista es la “doctrina nacional”, decía Perón.

En esta concepción nacionalista fluye una concepción heroica de la grandeza, que une el “Viva la muerte” del falangista Millán de Astray con el “Hasta la victoria, siempre” del guevarismo. Es un flujo curioso. En 1955, la “Marcha de la libertad”, de matriz católica, decía “cantarás con nosotros camarada, de guardia allá en la gloria peregrina/ por esta tierra de Dios tuviera, mil veces una muerte argentina”. La “tierra de Dios”, la guerra y la muerte están presentes, con formas diversas, en la cultura política del siglo XX, uniendo a la Revolución Libertadora con la juventud maravillosa posterior y sus ritos fúnebres, que estudió Hugo Vezzetti, y con los hijos de aquella juventud. Y por supuesto, en todo el mitologema Malvinas, fundado en la intolerable existencia de una tierra irredenta.

Las islas son un territorio irredento, una “hermanita perdida”. Sin él, nuestra nación está incompleta; con él, comenzaremos a superar nuestras frustraciones. Las islas son por otro lado una manifestación clara de la prepotencia imperialista británica. Recuperarlas exige un esfuerzo heroico, tan sagrado como el de los cruzados del siglo XII. Antiimperialismo, redención, heroicidad, en un mix cultural de soberbia y paranoia, fueron las condiciones de algo que se concretó en 1982, cuando se sumaron razones y cálculos mucho más mezquinos de un grupo de militares sin control. 

2. Cómo perdimos las Malvinas

La convicción general de que las Malvinas son argentinas debe de ser uno de los mayores logros de nuestro sistema educativo formal e informal. Esa seguridad se instaló –diría Gramsci– en el “sentido común” como una verdad a priori, indubitable.

En esa seguridad se han apoyado los diplomáticos argentinos, los más firmes y constantes sostenedores de la causa en el escenario internacional. Conozco unos cuantos diplomáticos. Son hombres de buena voluntad y encomiable sabiduría que a lo largo de más de un siglo han producido los argumentos adecuados en el mundo diplomático para demostrar que las Malvinas son argentinas. Como muchos, yo aprendí de sus argumentos –la transmisión de derechos desde España, la plataforma submarina, el mar epicontinental– tanto que me olvidé de los detalles. 

La diplomacia estuvo cerca de crear las condiciones para iniciar un camino prometedor. En 1965 Naciones Unidas sacó una de sus resoluciones más favorables a los derechos argentinos y los gobiernos británico y argentino alentaron el establecimiento de servicios marítimos, aéreos y de comunicaciones. Se establecieron vínculos reales con los isleños, quienes solían usar hospitales e instituciones educativas argentinas e intercambiaban grupos de estudiantes, entre otras prácticas. Todo esto fue formando un vínculo real. Afecto y mutuo beneficio eran las bases para un camino largo pero virtuoso.

Todo este esfuerzo se tiró al tacho en 1982. Décadas de trabajo de hombres buenos y sabios destruidas por algunos militares mesiánicos.

Todo este esfuerzo se tiró al tacho en 1982. Décadas de trabajo de hombres buenos y sabios destruidas por algunos militares mesiánicos, vivados en una Plaza de Mayo repleta. Allí perdimos realmente las Malvinas, por obra de quienes siguen declamando que las islas son nuestras. De nada sirvió el esfuerzo del canciller Guido Di Tella en los ‘90. Desde 2003 la política argentina viró otra vez a la desconfianza, la hostilidad y finalmente a una guerra sorda y permanente, como en el caso de la ley de 2011 conocida como Ley Gaucho Rivero, que prohibió atracar en Tierra del Fuego a buques con destino a Malvinas, aunque poco después se hizo una excepción con los cruceros turísticos. El clima de desconfianza y confrontación subsiste hasta hoy.

¿Fueron? ¿Son? ¿Serán?

Tras el regreso de la democracia empecé a dudar de los “indubitables” derechos argentinos sobre las islas. Quizás en Gran Bretaña también había hombres sabios y honestos, con sus propios argumentos. ¿Qué piensan los falklanders, pues es justo reconocer el nombre que la otra parte quiere darse? Acerca de las Malvinas/Falkland no hay una verdad esencial e incontrovertible, sino verdades negociadas, en un contexto en el que quien tiene la posesión real de hecho necesita argumentar mucho menos que quien la reclama. La Argentina no tiene La Razón sino “razones”, con las que argumenta, con desventaja, contra otras razones.

En este punto, todas las seguridades sobre derechos incontrovertibles se derrumban y todo puede ser visto desde otro ángulo. ¿Qué pasó en 1833? Cuando se produjo la usurpación no había población argentina en la isla. Hubo que inventar al Gaucho Rivero, un cuatrero devenido en héroe antiimperialista, para justificar la llamada usurpación, que se consumó sin que sus protagonistas (los jefes de las flotillas rioplatense y británica y un gobernador que aspiraba a ser estanciero) advirtieran la magnitud del suceso. Comparémoslo con lo ocurrido en Jujuy en 1812, cuando tropas realistas entran por el norte; por orden de Belgrano el pueblo jujeño abandona todo y les hace el vacío para retornar después de la victoria patriota de Tucumán. Acá sí hay sustancia para agitar el sentimiento nacional. 

Salvo en nuestra imaginación, las Islas Malvinas nunca fueron parte del Estado argentino.

Salvo en nuestra imaginación, las Islas Malvinas nunca fueron parte del Estado argentino. Litigamos durante mucho tiempo, pero después de 1982 no les queda a los argentinos cómo sostener con legitimidad inexistentes derechos de propiedad. La negociación con Gran Bretaña sigue abierta, pero sospecho que los falklanders no aceptarán nada que le recuerde a los invasores de 1982.

Hace poco, en Seúl, Diego Papic se preguntó para qué queremos las Malvinas. Qué haríamos con ellas una vez pasados los festejos. Si esto ocurriera hoy, imagino, comenzaríamos mandando como gobernador a alguno de nuestros intendentes del conurbano, que asegure la fortuna de sus operadores y paniaguados, distribuya una parte hacia arriba y, quizá, aporte dos o tres senadores. También llevarían a los mejores expertos en educación y en salud pública de la provincia de Buenos Aires, y un grupo de policías experimentados, quizá de Santa Fe. Lo demás vendría solo. La pregunta que se impone es: ¿qué mal nos hicieron los falklanders para desearles ese destino? Si somos honestos, lo que corresponde es que en nuestra caída busquemos dejarlos a un lado. 

De todas maneras, si insistimos en que las Malvinas han de ser nuestras, podemos probar otro camino: merecerlas.

De todas maneras, si insistimos en que las Malvinas han de ser nuestras, podemos probar otro camino: merecerlas. Mejorar en nuestro país todo lo que hay que mejorar como para, en algún momento, ir a las islas, disculparnos con los isleños por nuestra torpeza y decirles: “Volvimos mejores, ¿quieren volver con nosotros?” Es posible que no baste, y que retornemos con las manos vacías. Pero los enormes beneficios de habernos convertido en mejores compensarán ampliamente la decepción.

 

3. Malvinas en Disneylandia 

Desde hace un tiempo las pasiones se han acallado, quizá por el ánimo generoso insuflado por la victoria en el Mundial, o quizá porque los vientos políticos son otros. El enano malvinero se ha retirado a cuarteles de invierno. Pero el culto de “Las Malvinas son argentinas” continúa, instalado en un universo imaginario donde las fantasías pueden desplegarse libremente, a la espera de la ocasión para reencarnarse. 

Hay varios centros donde el mito Malvinas es custodiado y alimentado, sobre todo en el sur. En Ushuaia, “Capital de Malvinas”, como dice un cartel céntrico, se ha instalado una suerte de parque temático malvinero, donde confluyen la iniciativa local y la acción del gobierno provincial y nacional. En la Plaza Islas Malvinas, junto al Canal de Beagle, hay un monumento a los caídos en la guerra y un mapa de las islas, vacío en su interior, para recordar la falta de soberanía plena sobre el territorio, “usurpado por el Reino Unido”. Es decir, nada ha cambiado respecto al punto esencial.

Los escolares lucen un croquis de las islas, bordado en su guardapolvo. Esto se debe a que hace unos años, en Chubut, una maestra sostuvo que las Malvinas no eran argentinas, porque estaban en poder de los británicos; una verdad fácticas. Un alumno, Thiago Huachilan, se paró y respondió, con la contundencia de la fe: “Sí, son argentinas”, y mostró como prueba irrefutable el perfil de las islas bordado en su guardapolvo. En 2021 la Ley Thiago estableció la obligatoriedad del bordado y en Tierra del Fuego se acata plenamente.

Héroes igual

El año pasado se conmemoraron los 40 años de la guerra con Gran Bretaña. No hubo manifestaciones exaltadas, pero las viejas verdades siguen allí, inconmovibles. El acto del 2 de abril en Ushuaia fue parecido a los de mediados del siglo XX. Reunió a abanderados escolares, funcionarios, ex combatientes y vecinos, todos serios y compenetrados. Consistió en arriar la bandera y remplazarla por otra, que permanecerá un año; luego se colocaron ofrendas, se esbozaron discursos. Se enterró una cápsula con mensajes, que será abierta en 2082, “o en el momento de la recuperación definitiva de las islas”, otra manifestación de una fe tranquila, a prueba de la confrontación con la realidad.

En una “Carpa de la dignidad”, ex combatientes –son muchos los que viven allí– conversaban con estudiantes y les contaban sus experiencias. Por la noche tuvo lugar la ceremonia central: la Vigilia por Malvinas. A medianoche se entonó el Himno y luego hubo una ronda de cantantes populares. Como en todo lo que reseñamos, había una combinación de iniciativa comunitaria y voluntad estatal, de sólida fe y ausencia de la militancia dura y agresiva que vimos en otros tiempos. Pero como enseña el niño Thiago, la verdad es la verdad: las Malvinas son argentinas, los desaparecidos fueron 30.000 y todo indica que en Ushuaia conviene no menear estos temas. 

Con respecto a los ex combatientes, más que “Héroes de Malvinas” son pacíficos vecinos, que parecen haberse adecuado a la lógica kirchnerista de distribución de prebendas. Pero en los círculos intelectuales militantes se ha desarrollado la imagen de los Héroes de la Guerra, que cubre toda la conmemoración y oculta sus bases indignas. Los ejércitos reservan la calificación de héroes a casos muy especiales, como el sargento Cabral. Aquí todo ex combatiente –haya estado en el frente o a 500 kilómetros, esperando su movilización– es héroe por definición, y por ende portador del discurso heroico que, como señalamos, caracteriza al nacionalismo soberbio y paranoico.

El rasgo más importante de los ex combatientes, sin embargo, no es su heroicidad sino su sufrimiento. Su recuerdo y conmemoración no pueden unirse a la guerra, que fue la causa de sus pesares, sino al momento de la revelación del drama, el 14 de junio de 1982. No hay necesidad de heroicidad ni de cantos de guerra y muerte. Simplemente separar los sentidos, dejar los de la guerra en un lugar –donde puedan evocarse cotidianamente las responsabilidades– y unir a los ex combatientes al conjunto de víctimas de la violencia.

Coda inesperada

Mi intención al escribir esta nota era proponer que la conmemoración del 2 de abril, el día de la invasión y el sacrilegio, se trasladen al 14 de junio, que según recordamos, fue el día de la rendición y del escarnio. Al redactarla me entero de las últimas novedades del gobierno nacional y del provincial, que han estado agregando efemérides. Resulta que el 14 de junio fue declarado Día de la Máxima Resistencia. La lógica es inapelable: la resistencia fue máxima hasta el momento en que se firmó la rendición. Solo que hay que tener la desfachatez y versatilidad de Daniel Filmus, nuestro Secretario de Malvinas, para imaginar algo así. Disneylandia es, en el fondo, un laboratorio de la resistencia, donde se experimentan las mejores tácticas gramscianas. Sólo muchas plumas y muchas mentes que apunten contra ese objetivo podrían erradicar el enano malvinero. Antes de que vuelva a crecer y nos devore.

 

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Luis Alberto Romero

Historiador. Investigador principal (CONICET). Profesor titular de Historia (UBA). Autor de 'La larga crisis argentina. Del siglo XX al siglo XXI', entre otros libros.

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