En 1994, Paul Krugman publicó un libro llamado Pop Internationalism (“Internacionalismo Pop” o, según las traducciones, El Internacionalismo Moderno) para burlarse de los villanos de las discusiones sobre globalización de los ‘90: los homónimos internacionalistas pop, personas que hablaban extensivamente de comercio internacional sin saber absolutamente nada sobre el tema. La lección más importante del libro no es algún concepto elegante sobre comercio internacional sino que casi cualquier tema complejo, sobre todo de economía, va a llenarse de pseudo-expertos enfocados en meter complejidad donde no la hay para rechazar conclusiones sencillas y obviamente verdaderas.
En nuestro país, el terreno más notable de esta casta de chantas con diversos niveles de carisma es la problemática central de nuestra vida económica actual: la inflación. Prendiendo los noticieros se puede ver enseguida a tres tipos de pseudo-expertos. Los primeros, repetidores profesionales de lugares comunes sobre la “codicia” de los supermercados, ni siquiera merecen atención. El segundo grupo, liberales que repiten insistentemente que el problema es la emisión, tienen ideas bienintencionadas pero simples. El tercer grupo, el que más me interesa, es el de los habladores profesionales que usan frases que suenan profundas, como “la inflación es un fenómeno complejo y multicausal”. Si a uno no le gustan los clichés simplistas pero tampoco entiende ecuaciones diferenciales de sexto orden, entra en terreno fértil para el experto en la complejidad: el monetarista pop.
De Reconquista 266 a Hipólito Yrigoyen 250
Milton Friedman famosamente dijo “inflation is always and everywhere a monetary phenomenon”: la inflación es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario. Cortito y al pie de la ortodoxia económica: la inflación, es decir los precios, es la tasa de cambio entre dinero y bienes y servicios; más de uno que de otro implica cambios en los precios. Una oferta excesiva de dinero implica un nivel de precios mayor al anterior.
La frase de Friedman seguía así, “in the sense that it is and can be produced only by a more rapid increase in the quantity of money than in output”: en el sentido de que es y solo puede ser producida por un incremento más rápido en la cantidad de dinero que en la de bienes y servicios. En pocas palabras, mayor demanda en el corto plazo implica mayores precios. Si el dinero crece más despacio que la oferta, no pasa nada; si crece al mismo ritmo, no pasa nada; si crece más rápido, inflación. La demanda extra puede estimular la oferta (por ejemplo, en una recesión), pero cuando la economía está “en equilibrio” (o, como dicen los keynesianos, en pleno empleo) todos los factores de producción están usados al máximo, no queda nadie desempleado y en consecuencia la oferta no puede crecer más.
Siguiendo esta lógica, los keynesianos tradicionales veían la economía mediante la “curva de Phillips”: más inflación, menos desempleo. Asumiendo que se intercambiaba poco de la primera por mucho del segundo, la Reserva Federal de Estados Unidos de aquellos años tomó políticas muy expansivas. En los ‘70 este esquema colapsó: la inflación creció mucho pero al mismo tiempo el desempleo alcanzó sus niveles máximos desde la Gran Depresión. Para los keynesianos esto no era posible. Una primera explicación en aquel momento fue el aumento de los precios de las commodities, pero la respuesta era más simple: durante años todo el mundo sabía que la Fed iba a permitir más inflación para bajar el desempleo. Las expectativas de inflación subieron, esto elevó la inflación futura (ya que se adelantan compras y se demandan aumentos de sueldo) y todo esto subió los precios nuevamente. Los policymakers de entonces tenían ideas equivocadas sobre la economía y todos pagaron un alto costo por ello. No tenían idea de qué había detrás de la curva de Phillips y sus estimaciones sobre el funcionamiento de la economía estaban fatalmente mal diseñadas.
¿Por qué traer debates de Estados Unidos de hace 40 o 50 años para hablar de Argentina acá y ahora? Porque contiene todos los componentes de la inflación.
¿Por qué traer debates de Estados Unidos de hace 40 o 50 años para hablar de Argentina acá y ahora? Porque contiene todos los componentes de la inflación: demanda y oferta en todos los mercados, expectativas y políticas públicas. La dinámica entre oferta y demanda de bienes y servicios e inflación estuvo abarcada en el primer párrafo, con su correlato en el mercado de trabajo. Las expectativas influyen en la inflación presente por motivos simples: si la gente espera que algo sea más caro en el futuro, lo compra ahora, y agrava el problema. La política pública controla o no la inflación: en los ‘70, la inflación en Estados Unidos no desapareció cuando bajó el petróleo o cuando subieron un poco las tasas, sino después de un shock enorme a las expectativas: la Reserva Federal demostró que estaba dispuesta a bajar la inflación cueste lo que cueste, y cuando la bajó a costa del mayor desempleo en 50 años, los mercados creyeron.
Leímos la frase de Friedman; ahora sigue la de otro Premio Nobel, Thomas Sargent: “Sustained high inflation is always and everywhere a fiscal phenomenon, in which the central bank is a monetary accomplice”. La inflación sostenida es siempre y en todas partes un fenómeno fiscal, en el que el Banco Central es un cómplice monetario. Sargent tiene razón: la relación dinero-precios es indiscutible al menos a largo plazo, y el factor que explica la oferta monetaria en Argentina es predominantemente el déficit fiscal. ¿Cómo es que el malo de la película se muda seis cuadras, desde Reconquista 266 a Hipólito Yrigoyen 250?
La inflación persistente es fiscal por un motivo simple: el único actor con poder de fuego para tener a la demanda encima de la oferta (dinero o bienes, no importa mucho) es el gobierno. Con instituciones débiles, el Tesoro hace su fiesta y el Central paga la cuenta. Incluso con política monetaria razonable, el Estado gasta y se fondea imprimiendo nuevos billetes. La oferta de dinero y la demanda de bienes crecen y crecen sin oferta de bienes que acompañe. Incluso financiar con deuda puede fallar (la demanda de deuda no es infinita, mucho menos para un defaulteador serial como Argentina), por lo que la política monetaria sólo se separa de su siamesa fiscal temporalmente, y la inflación primero baja y después sube.
Si, por motivos “estructurales” (palabra nefasta si las hay, favorita del “desarrollista pop”), la economía no crece desde el lado de la oferta, la inflación se instala en la economía.
Si, por motivos “estructurales” (palabra nefasta si las hay, favorita del “desarrollista pop”), la economía no crece desde el lado de la oferta, como es el caso desde hace 10 años, la inflación se instala en la economía. Una vez que pasa suficiente tiempo en esta condición, las expectativas se plantan en niveles altos y la economía es inflacionaria. La inflación tiene una serie larga de efectos negativos, por ejemplo sobre la inversión, pero el más importante es que los contratos en pesos se hacen más cortos porque su valor real no es seguro. A medida que los contratos se acortan, las expectativas de inflación y las conductas de los agentes acompañan, y la inflación se establece cada vez con más fuerza, en un círculo vicioso de profecías autocumplidas.
Ya habiendo hablado de pesos; ahora le toca el turno al dólar. ¿De dónde sale la obsesión argentina con el billete de cara grande? El problema de la economía argentina no es que faltan dólares, sino que sobran pesos. Hablar de bimonetarismo, fuga o dolarización no es más que hablar de inflación.
La explicación es simple. La inflación alta no sólo es alta sino que también es volátil. Esto hace que conocer lo que uno efectivamente gana (o pierde) apostando en activos en pesos no sea difícil, sino imposible. Esto aplica tanto para las inversiones financieras (la tan despreciada “timba”) como para las productivas: la consecuencia es que básicamente todos los ahorros del sector privado son en dólares billete y propiedades. La gente demanda dólares porque sabe que apostar al peso es como apostar a que Uganda gane el Mundial.
La gente demanda dólares porque sabe que apostar al peso es como apostar a que Uganda gane el Mundial.
El dólar, al tener valor estable (y al entrar en el colchón) se convierte en el depósito de valor de los argentinos, y el tipo de cambio pasa a desplazar al peso como unidad de medida. Teniendo ahorro en dólares y pesos, para mantener al dólar congelado el Banco Central tiene que vender sus reservas; cuando las reservas escasean, y todos lo saben, los ahorristas se apuran para comprar y sacar ganancia de la inevitable devaluación. La devaluación es un problema monetario: hay más pesos que dólares, y todos quieren dólares.
Los errores de los monetaristas pop
Los monetaristas pop cometen dos errores. Primero dicen: “La inflación no es el resultado agregado de los precios, sino de que algunos precios suben y otros no”. Mirar el precio de un sólo producto, cómo hacen ahora los estadounidenses e hicieron los keynesianos en los ‘70, es un error garrafal. Los individuos maximizan su consumo eligiendo entre bienes distintos. Si uno de esos bienes (autos usados, prendas de vestir, etc.) no estuviese disponible, simplemente consumirían otro, en especial si ahorrar es costoso. No se puede explicar la inflación con un único aumento de precios porque, de no haber aumentado el precio en cuestión, el mismo monto de gasto habría ido a otros bienes, aumentando los precios igual.
En segundo lugar, es común para los monetaristas pop decir “la inflación 2015-2019 subió pese a que no hubo emisión, entonces el monetarismo es falso y la inflación es multicausal”. Dejando de lado “el monetarismo”, hay varios problemas acá. Para empezar, imaginemos una serie de fiestas con demasiados invitados. Cada vez que se organiza, hay un problema distinto: poca comida y/o bebidas, pocos asientos o mala acústica. Decir que el fracaso de la fiesta es “multicausal” es técnicamente correcto, pero carente de significado: la fiesta tiene un único problema y de ahí emanan todos los demás. La inflación es lo mismo. Los problemas son también empíricos: hubo emisión, y desde Cemento se sabe que la emisión no impacta enseguida en los precios (Friedman le da de 6 a 12 meses, pero en Argentina es todo más rápido).
Por último, la “otra” explicación no monetaria de la inflación 2015-2019 serían las devaluaciones del período (y las tarifas, aunque uno tiene que mirar inflación núcleo, que no las incluye directamente). Se puede decir, para darles un puntito, que la inflación, entonces, es multicausal, y que sus causas pasan de ser solamente monetarias a incluir también las causas de la devaluación, que también son monetarias. Los obituarios del monetarismo fueron prematuros.
Los problemas del sector externo son monetarios, y los problemas monetarios son fiscales.
Si uno busca ignorar que los problemas del sector externo son monetarios, y que los problemas monetarios son fiscales, los monetaristas pop tienen una respuesta ya armada: “Los argentinos exportamos lo que comemos”. Maldecidos a vender alimentos, el salario en dólares determina el crecimiento. Asimismo, la Argentina, dicen, tiene un problema estructural: sus exportaciones, al ser agrícolas, no crecen, y el país necesita cada vez más productos importados si quiere crecer. Los usos superfluos del dólar, como ahorrar o viajar, tienen que eliminarse de cuajo, y su demanda se debe más a falta de patriotismo que a poca deuda. A los dólares, como a las personas, hay que cuidarlos.
Sin embargo, las exportaciones crecen (en precio y cantidad) y las importaciones a veces sí y a veces no. Cuánto se exporta no es una cantidad invariable de la tierra, sino que depende de la tecnología (si no, los aumentos del rendimiento no se explican) y de los precios. Además, hay más de una opción para producir dentro del agro: ¿ganadería o agricultura? ¿leche o carne? ¿trigo, maíz, o soja?. La inelasticidad de las exportaciones antes de los ’90 se debía menos a una maldición primigenia, y más a precios fijados por ley que favorecían exportar carne. El problema, ya que criar una vaca tarda años, era que la respuesta a un mayor tipo de cambio era bajísima. Además, hace décadas que no exportamos lo que comemos ni comemos lo que exportamos: el país, en promedio, vende afuera tanta carne como oro, y consume tantos alimentos como gasta en transporte y salud, o en recreación, restaurantes y comunicaciones.
Se consume lo que se puede y se exporta lo que conviene. Si faltan dólares no es porque la economía vive una tragedia griega, sino porque el Estado los hace faltar.
Se consume lo que se puede y se exporta lo que conviene. Si faltan dólares no es porque la economía vive una tragedia griega, sino porque el Estado los hace faltar: se exporta poco porque se gana poco exportando, y se importa mucho porque así es la industria que se favorece. La deuda del Estado está en dólares no por decisión sino por obligación –con inflación del cuarenta y pico, ¿quién prestaría en pesos?– y solamente es impagable porque las finanzas públicas están en un estado lamentable.
Los problemas de la economía argentina son un nudo gordiano, no en el sentido de que sus problemas son únicos e irresolubles (“donde las teorías económicas vienen a morir”, expresión favorita del chanta) sino porque están entrelazados inexorablemente. Encontrar soluciones a los problemas monetarios, fiscales y del sector externo es razonablemente simple, pero la complicación surge de resolverlos todos en simultáneo. Atacar solo el costado monetario o el externo o únicamente los desequilibrios fiscales es inviable sin tocar los otros dos. Con medidas a medias, no hay plan que sirva.
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