LEO ACHILLI
Domingo

Por qué soy un liberal
de izquierda

Necesitamos una fórmula que ensamble mercado con democracia, libertades económicas con libertades civiles.

El concepto de liberalismo de izquierda, que yo reivindico, provoca ciertos resquemores en ambos bandos ideológicos: para muchos liberales el vocablo “izquierda” es una mala palabra asociada al comunismo, al chavismo y al populismo, mientras que para los izquierdistas, especialmente en la Argentina, la palabra “liberalismo” remite exclusivamente al liberalismo económico, el llamado neoliberalismo que muchas veces se asocia a los gobiernos militares y a la insensibilidad por los excluidos.

¿Por qué liberalismo? En lo económico, porque la libertad de mercado es el único sistema que probadamente produce prosperidad, bienestar y crecimiento de las economías de modo sustentable y a largo plazo. Atrae inversiones, disminuye el desempleo, logra que los salarios suban y hace que la gente goce de más bienes. En lo político, porque es el único sistema que incrementa la diversidad, la pluralidad de pensamiento, la defensa de las minorías y, en definitiva, la democracia.

¿Pero por qué entonces “de izquierda” y no liberalismo a secas? Porque hay una serie de cuestiones que, libradas exclusivamente al mercado, no podrían funcionar adecuadamente.

Empecemos por la educación. Tony Blair, un político inglés que estuvo muy influido por el sociólogo Anthony Giddens, tenía un lema: “Mi programa de gobierno postula tres prioridades: educación, educación y educación”. Todos los seres humanos nacen desnudos y sin bienes, pero la condición dentro de determinada familia, de determinada ciudad, no es trivial, de manera tal que el niño que nace en el seno de una familia acomodada tiene infinitas más posibilidades de educación que aquél que nace en una villa miseria.

Ahora bien, ¿cómo administrar esta asimetría? Para que el capitalismo funcione adecuadamente debe existir la herencia, porque si la gente no pudiera dejar sus bienes a sus hijos no se esforzaría por producir mucho más de lo que consume, de manera tal que es imposible que esa injusticia inicial no exista. Pero sí es posible mitigar esa injusticia y buscar que todos los niños, los ricos y los pobres, partan de una línea de largada relativamente pareja, para lo cual la única fórmula es una educación pública de excelencia. Si ésta no existe, el niño pobre estará condenado a seguir siéndolo.

Para que el capitalismo funcione adecuadamente debe existir la herencia, porque si la gente no pudiera dejar sus bienes a sus hijos no se esforzaría por producir mucho más de lo que consume

Esa educación pública de excelencia sólo se puede conseguir mediante cierta intervención estatal a través de los impuestos que recauden lo suficiente para organizarla y un plantel docente con la potencia suficiente para poner en marcha dispositivos de aprendizaje equivalentes y parejos a los que utiliza la educación privada. Henry David Thoreau, un liberal extremo, casi anarquista, que rehusaba pagar impuestos para librar una guerra, ha aceptado los impuestos con estos fines.

Si este sistema de educación igualitaria no se adoptara por la simple cuestión de mitigar las desigualdades de origen que no pueden eliminarse, aunque más no sea debería implementarse por egoísmo. No hacerlo y hundir a generaciones de niños pobres en la miseria, condenarlos a que, con un enorme abismo entre la educación pública y la privada, se agrave la desigualdad equivale a generar un enorme cúmulo de resentimiento, un fermento que más temprano que tarde será aprovechado por los populismos. Es como poner una bomba en el corazón del capitalismo. Hannah Arendt ya observaba en Los orígenes del totalitarismo, en 1940, la atracción que ejercía el autoritarismo en las personas que estaban resentidas o se sentían fracasadas. Y Francis Fukuyama en su libro Identidad, de 2018, señala lo mismo: el resentimiento es la materia prima de la que se nutren los populismos.

De manera tal que, aunque más no sea en defensa propia, las sociedades que deseen vivir en democracias liberales y no en autocracias deben promover una educación igualitaria que neutralice el crecimiento de esos odios y resentimientos.

Ir por la banquina

La segunda cuestión relevante es el tema de las instituciones. Hace poco tiempo ocurrieron en nuestro continente dos episodios alarmantes: el asalto al Capitolio por parte de fanáticos trumpistas disfrazados y payasescos que, enojados con el resultado de las elecciones pretendían cambiar el sistema institucional norteamericano, y las grandes manifestaciones de partidarios de Bolsonaro en Brasil para presionar a la Corte Suprema, que venía realizando investigaciones sobre corrupción en el gobierno. En lo que ha dado en llamarse las derechas alternativas se advierte una tendencia a ensamblar libertad de mercado con desprecio de las instituciones y antipolítica. Es como si dijeran: si para el crecimiento económico veloz es preciso ir por la banquina hay que hacerlo.

Es el mismo desprecio por las instituciones que en el pasado tuvieron muchos economistas liberales que no tenían inconvenientes ni pruritos en participar de dictaduras militares como las de Onganía, Videla o Pinochet, o unicatos como el del PRI mexicano.

A principio de los ’90, sobre la base de experiencias como las de Pinochet en Chile, Franco en España o el general Park en Corea, llegó a discutirse si no era mejor primero generar el desarrollo económico y luego democratizar. Se llegó a decir que era preferible constituirse previamente como ciudadanos económicos, anclados en la propiedad y en los derechos reales, para evitar que los votantes fueran manipulados por los demagogos. Estas teorías llevaban a postular una suerte de despotismo ilustrado como una instancia previa a la democracia capitalista. Todas estas elucubraciones se revelaron disparatadas: la democracia por sí sola no basta para fundar el capitalismo ni lo asegura, pero –como ha dicho Guy Sorman– es el único sistema que puede legitimarlo e inscribirlo en el tiempo. En su momento señaló Patricio Aylwin, refiriéndose al crecimiento económico durante la última etapa de Pinochet: “Nosotros en democracia hubiéramos conseguido lo mismo pero menos rápidamente”.

La velocidad, la desesperación por crecer rápido, no puede llevar al sacrificio de los valores democráticos.

La velocidad, la desesperación por crecer rápido, no puede llevar al sacrificio de los valores democráticos. Sin democracia o sin instituciones cualquier crecimiento económico, cualquier desarrollo será siempre efímero. Por eso la independencia de los poderes, la fortaleza de los órganos de control o la libertad de prensa –que llega a hacer posible un Watergate– son las vigas de hierro de una democracia liberal. Liberalismo económico y político son dos caras de una misma moneda.

La tercera cuestión es la defensa de los derechos civiles en general y de las minorías en particular. En una democracia gana el que obtiene más votos, pero eso no lo habilita para aplastar a los grupos minoritarios. Las minorías étnicas, sexuales, religiosas o de cualquier tipo deberán ser siempre respetadas porque el liberalismo es justamente el respeto de las elecciones libres que los seres humanos hacemos en cuanto a nuestra forma de vida. Por eso resulta intolerable cuando uno ve a ciertos liberales entre comillas aliados a católicos practicantes, evangelistas, dogmáticos, homófobos, conservadores o directamente a fascistas.

Una cuarta cuestión trascendente es la de la defensa del medio ambiente y la subsanación de las externalidades. Muchas veces para una empresa resulta ventajoso ahorrar un costo mediante el simple recurso de hacérselo pagar a toda la sociedad. En general esto sucede cuando se usan bienes públicos como calles o veredas para que los clientes hagan filas, se tiran desechos industriales a los ríos, se talan bosques o se persiste con industrias tóxicas como la del carbón. Por más productivas que estas actividades sean, el Estado no puede cruzarse de brazos frente a los abusos, por el simple motivo de que trasladan sus costos a toda la sociedad, tornan defectuosa la competencia y muchas veces terminan provocando desastres ecológicos. Hoy la ecología ya no puede ser vista, como lo hacíamos en los ’80, como un lujo burgués: la apresurada afirmación de algunos liberales de que el calentamiento global es un invento de los comunistas simplemente es fruto de la ignorancia.

Releyendo a J. S. Mill

Todos estos planteos no son más que la resignificación de las lecturas de John Stuart Mill que, a pesar de haber tenido como fuentes de inspiración a Adam Smith y David Ricardo, a mediados del siglo XIX planteaba ya la exigencia de combinar libertad individual con igualitarismo social. Buscó, como más tarde en el siglo XX lo harían Norberto Bobbio, Anthony Giddens, Bertrand Russell, Ronald Dworkin o John Rawls, una síntesis de capitalismo liberal y socialismo democrático. Al fin y al cabo, no hay nada más liberal que escuchar a Juan B. Justo. Stuart Mill se adelantó a la orientación de la socialdemocracia europea. Por eso, considero que no se le hace ningún favor al liberalismo denostando y demonizando a la socialdemocracia, pues hoy el único liberalismo posible es el que no prescinde ni tiene complejos frente a la igualdad de oportunidades.

Por supuesto que la intervención del Estado tiene su límite en la inviolabilidad de la vida privada de los individuos, y por supuesto que tanto Stuart Mill como yo rechazamos el paternalismo de los regímenes autoritarios, como el actual de la Argentina, que lo único que hace es degradar y devaluar la condición humana al desconocer la concepción ilustrada de los hombres como seres libres y responsables. Es la razón por la cual, frente al populismo autoritario argentino, propuse en mi último libro, junto a Marcelo Gioffré, la desobediencia civil.

Pero la socialdemocracia contemporánea no es paternalismo ni populismo ni cosa de “zurdos” como indican algunos. De Felipe González a Angela Merkel, y de Jacinta Arden en Nueva Zelanda a Justín Trudeau en Canadá, en esos valores radica  la posibilidad de un liberalismo completo y sustentable.

De Felipe González a Angela Merkel, y de Jacinta Arden en Nueva Zelanda a Justín Trudeau en Canadá, en esos valores radica  la posibilidad de un liberalismo completo y sustentable.

Stuart Mill presentó en el Parlamento británico, en plena época victoriana, el primer proyecto a favor del voto femenino y estuvo preso por su prédica a favor de los anticonceptivos, lo que demuestra que su cosmovisión se adelantaba a muchos de los problemas actuales. No desconozco que liberales como Popper o Hayek lo abominaron, pero no a pesar de eso sino por eso mismo hoy parece más reivindicable: Mill representa el saludable viaje del liberalismo conservador al liberalismo democrático.

Estamos viviendo una encrucijada histórica. A cierta altura de mi vida creí tener respuesta para todos los problemas que se planteaban, pero hoy me encuentro con que las preguntas son otras. Siento que estamos en un momento dramático. Queremos seguir viviendo en un mundo donde nuestras opiniones puedan ser emitidas libremente, donde exista un diálogo fructífero entre iguales, donde haya respeto por las minorías, donde cruzar fronteras físicas sea cada vez más fácil.

Sin embargo, no sabemos bien hacia dónde vamos. Es posible que estemos ya viviendo el crepúsculo de la democracia y que cundan en el siglo XXI ideas antiliberales y autoritarias, que proliferen los resentimientos, los sueños distópicos y los líderes mesiánicos. En ese sentido, por todos lados parecen ahondarse las polarizaciones y vemos cómo la pandemia imprimió un mayor miedo a la libertad.  Pero también es posible que la humanidad reaccione y vayamos hacia esa combinación que proponemos: el liberalismo inclusivo, una fórmula que ensamble mercado con democracia, libertades económicas con libertades civiles.

 

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Juan José Sebreli

Filósofo, sociólogo y ensayista. Su libro más reciente es 'Desobediencia civil y libertad responsable' (Sudamericana, 2020), en colaboración con Marcelo Gioffré.

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