JAVIER FURER
Domingo

Leyes innecesarias

Las proyectos sobre educación que se debaten en el Congreso sólo traerán más burocracia y nuevos problemas.

En las últimas semanas, el Congreso ha estado debatiendo diversos proyectos de ley sobre educación, tanto del oficialismo como de la oposición, cuya aprobación daría lugar a una profusión normativa que me parece cuestionable, ya que en todos los casos se apuesta a una re-centralización y mayor burocratización que no aparecen justificadas en las argumentaciones. Los proyectos que han sido consensuados, o que aún siguen en debate, podrían ser ubicados en relación con dos cuestiones que tienen centralidad en el debate político pedagógico mundial: la inclusión educativa y la evaluación de la calidad.

Por un lado, se encuentran las propuestas del oficialismo de creación del Programa de Respaldo a Estudiantes de Argentina (Progresar) y de Ley de Inclusión Digital Educativa. Por otro lado, se ubican los proyectos de Ley Federal de Evaluación Educativa Integral (presentado por el oficialismo), de creación del Instituto Nacional de Evaluación, Investigación e Información del Sistema Educativo Nacional (INEII) y el de obligatoriedad de la realización anual de los dispositivos de evaluación de aprendizajes Aprender (estos últimos de la oposición). A estos proyectos que refieren directamente a la inclusión y a la evaluación, cabría sumar uno del bloque oficialista sobre la Formación en el Trabajo Docente que contiene menciones a ambos términos. Ahora bien ¿son necesarias estas potenciales leyes? ¿Las precisa el sistema escolar a la luz de la experiencia de las sucesivas reformas que tuvo en las últimas décadas? ¿Resolverán los problemas de formación?

Todos los proyectos toman a la ley 26.206 —aprobada en 2006— como el punto de referencia: invocan a su articulado y a sus disposiciones en relación con la inclusión, la evaluación de la calidad educativa y la formación docente. La vigencia de esta ley y sus implicancias para la regulación del derecho a la educación se mantienen, aunque muchas de sus disposiciones aún carecen de efectividad, tales como las jornadas extendidas, el financiamiento (determinado por la ley 26.075) y la articulación de los dos sectores del nivel superior donde se forman docentes, el terciario y el universitario. Sin embargo, más que exigir el cumplimiento de lo estipulado por la Ley de Educación Nacional, los legisladores avanzan en la elaboración de proyectos que abren nuevas dimensiones de centralización y regulación burocrática que podrían generar demandas que se sumarían a las existentes.

La elaboración de proyectos que abren nuevas dimensiones de centralización y regulación burocrática podrían generar demandas que se sumarían a las existentes.

A la hora de analizar estas propuestas parlamentarias, cabría revisar los términos esgrimidos. El concepto inclusión tiene diversas connotaciones. En la mayoría de los casos denuncia la injusticia frente a los mecanismos de exclusión social. Sin embargo, ¿qué significa? ¿Inclusión en qué? Las palabras inclusión y exclusión son conceptos polisémicos. En el caso de exclusión, puede rastrearse el antecedente en el término marginalidad, introducido en 1928 por Robert E. Park, que estuvo relacionado originalmente con los excesos de mano de obra que no podía ser absorbida en las sociedades industriales. La marginalidad posee diversas dimensiones (culturales, étnicas, de género, educativas, además de económicas, todas la cuales se encuentran interrelacionadas) y no constituye un estado fijo de las personas como sujetos sociales. Asimismo, el concepto de marginalidad conlleva el cercenamiento de los derechos humanos, sobre todo de los económicos, sociales y culturales, aunque también de los políticos y civiles, en la medida en que las personas marginadas no pueden ejercerlos de forma plena al carecer, por ejemplo, del acceso a la educación formal.

El término heredero del de marginalidad es el de exclusión. Se difundió a partir de la publicación en 1974 del libro Les Exclus, un Français sur dix, de René Lenoir. Allí se define a la exclusión como un proceso multidimensional. Pues bien: ¿quiénes están excluidos? Muchos y por muchas razones: pobres, campesinos, sectores de la economía informal, desempleados, pueblos aborígenes, minorías étnicas, lingüísticas, religiosas, las personas de los colectivos LGTBIQ, las personas refugiadas, inmigrantes ilegales, entre otros. Sobre estas poblaciones pesa un estigma social que contribuye a incrementar los mecanismos de exclusión, todos los cuales se expresan en los sistemas escolares.

Es aquí donde se ubica, como contraparte, el concepto de inclusión social, que denuncia las injusticias a la vez que reclama acciones del Estado para revertir las diferentes dimensiones que abarcan los mecanismos de exclusión. El concepto de inclusión se vincula así con las obligaciones estatales derivadas del enfoque de derechos humanos. Ante los procesos de exclusión educativa, aparecen los derechos de prestación. Con ello se hace referencia a la obligación de cumplir, a que el Estado garantice el derecho a la educación en su ordenamiento jurídico, y que arbitre los medios materiales para asegurar su ejercicio efectivo. El Estado tiene la obligación de facilitar este derecho especialmente cuando las personas no estén en condiciones, por razones ajenas a su voluntad, de ejercerlo por sí mismas a través de los medios a su disposición. Ahora bien, la educación inclusiva también ha concitado una amplia atención académica y política. Originalmente proviene de la educación especial, pero se ha ampliado hasta abarcar a diferencias y diversidades variadas. El análisis de la inclusión educativa remite al derecho a la educación y a los principios de igualdad y de equidad.

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Por su parte, la evaluación es definida como el proceso sistemático de recolección de información que permite la emisión de un juicio de valor para tomar decisiones. Desde el origen de los sistemas escolares, la evaluación ha estado asociada con la acreditación de los aprendizajes de los estudiantes o con la certificación de sus saberes. La evaluación es una cuestión técnica, política y ética. Se pueden mencionar diversos enfoques, aunque en la actualidad son las denominadas evaluaciones pre-ordenadas las que prevalecen: ellas utilizan sistemas de indicadores y también estándares; parten del supuesto de que se conoce de antemano cómo deben ser las cosas. Vale destacar que fue hacia fines de la década de 1950 cuando se comenzó a asociar la evaluación con la toma de decisiones y la rendición de cuentas. Fue entonces que apareció lo que ahora se invoca en los proyectos de leyes: el uso la evaluación para la mejora (de instituciones, de programas educativos y de la propia enseñanza). Sin embargo, la evaluación no es la panacea para la resolución de los problemas de la educación, tiene limitaciones como política pública de mejora y, aunque es muy necesaria, no es suficiente.

Por último, el concepto de calidad merece también ser revisado ya que es el objeto de la evaluación. Pueden distinguirse varias formas de calidad. Entre ellas, el concepto tradicional, en el cual se enfatiza la selectividad, se pone el foco en el cumplimiento de altos estándares tanto en lo que se refiere a recursos y procesos como a resultados. Otra forma de calidad es la provisión de una educación adecuada a un costo reducido, es decir, una buena relación calidad–costo; se pregona el uso de resultados cuantificables, tales como los indicadores de desempeño. También podría mencionarse la calidad como la capacidad de la educación para transformar: el énfasis en esta perspectiva está en el impacto que tiene la educación sobre el desarrollo de la persona y en su capacidad de acción a lo largo de su vida.

Leyes no son soluciones

Los proyectos que conforman la agenda parlamentaria de estas semanas contienen estas definiciones y, con imprecisiones conceptuales, apuntan a garantizar una inclusión y a favorecer una evaluación permanente. También conllevan la institucionalización de estas políticas a través de la creación de agencias específicas (Ente Federal Conectar Igualdad, INEE) para que estén garantizadas sus continuidades más allá de los cambios gubernamentales. Asimismo, prevén la creación de mecanismos para el financiamiento (Fondo Fiduciario PROGRESAR; Fondo Nacional para la Inclusión Digital Educativa; Fondo Nacional para el Desarrollo y el Fortalecimiento del Sistema Formador). Todas estas iniciativas dan cuenta de una tendencia a la recentralización de políticas en el Ministerio de Educación Nacional ya que lo mencionan como autoridad de aplicación o como ámbito responsable para acoger a las nuevas creaciones, pero ¿es esto factible? ¿Hay fondos suficientes? Más aún: ¿pueden estas propuestas resolver los problemas de inclusión y de calidad que tiene el sistema escolar? Sin duda que el Congreso Nacional posee competencias constitucionales para legislar en materia educativa, pero al ser las provincias las responsables de la administración escolar, sus capacidades estatales diferenciales y las intencionalidades políticas generan diferencias en cuanto a cómo se receptan y se aplican las leyes federales en sus territorios respectivos.

La profusión normativa en ciernes además parece no aprender de la experiencia de los anteriores períodos: se prevé que la aplicación debe ser inmediata, una vez aprobadas las leyes. No hay instancias de consulta, menos aún de diagnóstico de las capacidades estatales, ni tampoco períodos razonables de planificación que garanticen la efectiva e igualitaria aplicación de lo legislado en el conjunto del país. En algunos de los proyectos se mencionan antecedentes nacionales e internacionales, pero se desconocen los resultados específicos que han dejado las recurrentes reformas escolares locales. En particular hay que destacar que el sistema educativo argentino ha sido evaluado de forma periódica en las últimas tres décadas, pero ¿qué se ha hecho en función de los resultados obtenidos? La institucionalización de un organismo de evaluación o la propuesta de una ley federal de evaluación integral no garantizan necesariamente una mejora si no se sabe utilizar los resultados como insumo para la toma de decisiones en un país con un sistema descentralizado.

Hay múltiples problemas en el sistema educativo en relación con la inclusión y con la calidad.

A la luz de los datos que se poseen hay múltiples problemas en el sistema educativo en relación con la inclusión y con la calidad. En cuanto a lo primero, por ejemplo, la evolución de la cobertura de la educación primaria durante el período 2005 -2019 demuestra un crecimiento del 5% pero que no ha sido constante y que evidenció desigualdades entre las provincias: en los primeros 5 años la matrícula se mantuvo prácticamente estancada (1% entre 2005 y 2010), mientras que entre 2005 y 2015 se contrajo (-1%), lo cual contrasta con los propósitos de la política de la reforma iniciada por el kirchnerismo. En la segunda década de este siglo creció la cobertura (4%) pero con desigualdades entre las jurisdicciones. También se pueden mencionar cifras oficiales sobre graduación del nivel secundario: solamente el 47% de los estudiantes que ingresaron a la secundaria en 2014 egresaron de este nivel en 2019. En relación con lo segundo, la evaluación de la calidad indica que los resultados en lengua y matemática de las pruebas APRENDER 2021 son inferiores a los obtenidos en 2016, con incrementos de los valores en el rango “por debajo de la básico”.

Cabría también cuestionar las posturas que pretenden adoptar los bloques, ya que si bien en las presentaciones de sus proyectos el kirchnerismo pide más inclusión educativa, en la realidad sus políticas no lograron dicho propósito (más allá de las declamaciones utilizadas). Lo mismo aplicaría para la oposición (JxC), cuyas propuestas hacen pie en la calidad, pero ¿resultaría válido medirla de la misma manera en todo el país a pesar de las desigualdades contextuales en las que se desarrolla la escolarización? Es más, y esto aplica para todos los bloques parlamentarios: ¿saben los legisladores por dónde actuar? ¿O se asientan en discursos que reiteran proclamas ya ensayadas? Al leer los proyectos parece que no se reconocen las múltiples pobrezas. El sistema ha sido evaluado de forma periódica y los datos evidencian falta de inclusión y marcadas desigualdades regionales en cuanto a los resultados escolares. Las autoridades a su vez han demostrado ineficacia en sus respuestas. Ahora los legisladores intentan aprobar nuevas leyes y crear más burocracia en el nivel central, pero en definitiva sus propuestas giran y se agotan en torno a la profundización de mecanismos ya previstos en la legislación vigente

En suma, los proyectos de la actual agenda parlamentaria no resuelven la notoria distancia entre las declaraciones normativas y la realidad educativa; distancia que parece no sólo mantenerse sino ampliarse. Se insiste con una forma de legislar —característica de nuestro país— que resulta similar a la fabricación de coches sin ruedas de auxilio, o de barcos sin botes salvavidas. Quizás antes de aprobar nuevas leyes que propongan la institucionalización burocrática de prácticas o la creación de nuevos organismos estatales, se debería aplicar lo dispuesto en la legislación vigente, tanto en materia de evaluación de la calidad como de inclusión (en esto último sería clave la generalización de las jornadas extendidas y la formación docente continua que garantice estrategias de enseñanza acordes a las necesidades de la población escolar) sobre la base de un federalismo de concertación. Ello permitiría afrontar con efectividad las múltiples deudas que el sistema escolar tiene en relación con el ejercicio igualitario del derecho a la educación en el contexto federal argentino.

 

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Guillermo Ramón Ruiz

Doctor en Ciencias de la Educación (UBA), Master of Arts in Education (UCLA), profesor de la UBA e investigador del CONICET. En Twitter es @Guilleruiz9Ruiz.

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