JACKIE ELSZTEIN
Domingo

La víctima imposible

El ataque de Hamás contra Israel reveló el sentimiento contra el Estado judío y los judíos en general de buena parte de las élites, la academia y las institucionales occidentales más prestigiosas.

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Nunca se había visto algo así. Existían crónicas, testimonios escritos, grabados, investigaciones históricas, arqueológicas, recuerdos que se transmitían de generación en generación y forman parte de una memoria milenaria. Pero ésta era la primera vez que un grupo de hombres organizados documentaban y difundían la matanza, mutilación y secuestro de más de un millar de civiles mientras perpetraban la peor masacre de judíos desde la Segunda Guerra Mundial. A diferencia de los nazis, que buscaron desde el primer momento borrar los rastros de sus crímenes, conscientes de lo que su exposición podía implicar para la opinión internacional y la psiquis de los propios alemanes, aquí la barbarie se exhibía, buscaba inundar orgullosa todas las pantallas del mundo. “Papá, te estoy hablando desde el teléfono de una mujer judía. La maté a ella y a su esposo. Maté a diez con mis propias manos. Papá, ¡diez con mis propias manos!”, alardeaba un palestino desde el kibutz de Mefalsin en línea con sus padres, que lo congratulaban desde Gaza.

El pogromo del 7 de octubre de 2023 en el sur de Israel fue llevado a cabo en un clima de euforia pornográfica, una orgía sangrienta de violencia contra civiles (bebés, mujeres, ancianos supervivientes del Holocausto) transmitida en tiempo real por sus propios autores. Vientres de embarazadas abiertos, fetos extirpados y destruidos, bebés calcinados, violaciones frente a familiares, decapitaciones con palas, jóvenes desgarradas y con la pelvis destruida por los abusos, talones cortados para impedir su huida, cuerpos de jovencitas vejados, desnudos y desarticulados paseados en camionetas como trofeos de guerra al grito de “Alá es grande”. La imaginación y la religión, puestas al servicio de un proyecto de destrucción macabra. Un horror que se jacta y se regodea en el espejo.

Para quienes están familiarizados con las cíclicas olas de violencia en la región, el esquema suele ser el siguiente: lanzamiento de morteros desde la Franja de Gaza contra civiles israelíes y respuesta armada del Estado hebreo. A veces, la lluvia de misiles palestinos continúa, e Israel replica con más bombardeos, incluso con una incursión militar terrestre. Es recién a partir de la reacción israelí que la prensa internacional empieza a poner en portada la crisis como si fuese el inicio y llega la condena del mundo. La Unión Europea se dice deeply concerned (profundamente preocupada) y pide “proporcionalidad”; Estados Unidos ejerce su veto en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) que busca condenar a Israel, explicando que la única democracia en la región está en su legítimo derecho de defenderse cuando matan a sus ciudadanos. Entonces empiezan las manifestaciones propalestinas en las calles europeas y se registra un nuevo pico de ataques antisemitas en el Viejo Continente, hasta que, con el correr de los días, a veces semanas, la tensión vuelve a bajar esperando el inicio de un nuevo ciclo.

La masacre del 7 de octubre, precedida por una larga y minuciosa planificación, fue el peor ataque sufrido por Israel desde la creación del Estado en 1948 y representa el mayor atentado terrorista en muertes per cápita de que se tiene registro.

Pero esta vez no fue así. La masacre del 7 de octubre, precedida por una larga y minuciosa planificación, fue el peor ataque sufrido por Israel desde la creación del Estado en 1948 y representa el mayor atentado terrorista en muertes per cápita de que se tiene registro. Proporcionalmente, es como si entre 40.000 y 50.000 estadounidenses hubiesen sido asesinados el 11 de septiembre de 2001. El elaborado plan de Hamás incluyó el uso de drones, la apertura de treinta brechas a la seguridad israelí, combatientes por mar y aire, explosivos y el ingreso por tierra de más de mil hombres armados, tanto con ropa de combate como varones de civil, en bicicleta e incluso con muletas, decididos a violar y matar a la mayor cantidad de judíos posibles.

Mientras esto ocurría, la humanidad, y en particular los judíos, podían observar impotentes y desesperados por los vínculos familiares y de amistad en Israel cómo era el ancestral pogromo mientras se producía. Toda la transmisión de la memoria que daba cuenta de siglos de linchamientos pasados tomaba cuerpo en tiempo presente y en colores; cada nueva imagen superaba en horror a la anterior. Debieron pasar días para que fuera posible conocer un número preciso de los secuestrados y asesinados, lo que requirió el trabajo de forenses y el análisis de ADN para identificar a un padre, una madre, un hermano, un hijo entre los restos de cuerpos mutilados, mezclados y quemados.

Con el pasar de las horas, empezaron a dibujarse los contornos de un plan inédito por su sofisticación, la rapacidad sexual de los verdugos —incluyendo violaciones post mortem— y la magnitud de la masacre premeditada contra civiles que esa mañana bailaban por la paz en el festival de música electrónica Tribe of Nova.

Sin condena

La segunda novedad fue la reacción internacional. El despliegue de una crueldad voluntaria y meticulosa por parte de hombres armados que festejaban y emitían para todo el mundo la obscenidad de un crimen de guerra merecía una condena unánime y universal. Sin embargo, no hubo hacia Israel ese sentimiento de empatía que merece cualquier grupo humano masacrado, de cualquier origen o época. Ni siquiera tuvo lugar, al menos, un silencio de circunstancia.

En un principio, se pudo pensar que algunas declaraciones desafortunadas eran exabruptos aislados y poco representativos, provenientes de los sectores más radicalizados de las sociedades occidentales. Pocas horas después del ataque, Black Lives Matter Chicago posteó en la red X un dibujo de un parapente como los que utilizaron los asesinos de Hamás para matar a los jóvenes que bailaban, acompañado por el eslogan “Estoy con Palestina”. A esta altura del partido no es de extrañar que ciertos sectores de la izquierda que se han entregado a las políticas identitarias y quieren creer que el islamismo es su aliado en la lucha anticapitalista no se quedaran atrás: “La resistencia palestina humilla al racista Israel”, celebraba el 9 de octubre el semanario británico The Socialist Worker. “Como la Ofensiva del Tet en Vietnam en 1968, el ataque por sorpresa de los palestinos ha humillado al imperialismo”, aseguraba la publicación izquierdista fundada 56 años atrás. Ese mismo día, cientos de militantes con banderas palestinas se concentraban en Australia frente a la Ópera de Sidney al grito de “Gas the jews” (gaseen a los judíos).

Pero pronto empezó a vislumbrarse que la aceptación y justificación de la matanza premeditada de civiles era un fenómeno mucho mayor. El 7 de octubre, cuando aún no había terminado la masacre, una coalición de 34 organizaciones de estudiantes de la Universidad de Harvard redactaba una carta en la que consideraba “al régimen israelí enteramente responsable de toda la violencia que se desarrolla”. “Los acontecimientos de hoy no se han producido de la nada. Durante las dos últimas décadas, millones de palestinos de Gaza se han visto obligados a vivir en una prisión al aire libre”, agregaba. Ni una condena a las atrocidades cometidas por los terroristas; nada de por qué Egipto mantenía hermética y reforzaba su frontera con el enclave. “El régimen del apartheid es el único culpable”, sostenían.

Pronto empezó a vislumbrarse que la aceptación y justificación de la matanza premeditada de civiles era un fenómeno mucho mayor.

Durante semanas, la más elitista y prestigiosa universidad del mundo, que forma a la dirigencia destinada a ocupar los puestos más decisivos del planeta, transformó sus aulas, plazas, bibliotecas y pasillos en el teatro de manifestaciones que llamaban a la destrucción de Israel y amedrentaban a los estudiantes judíos. Esos días, en redes sociales, pudieron verse ataques físicos contra un estudiante el 18 de octubre y el asedio a estudiantes judíos en una sala de estudios el 19.

La comparecencia de la rectora de Harvard, Claudine Gay, así como la de sus pares de la Penn University y el MIT ante el Congreso de Estados Unidos, para explicar si “llamar al genocidio de los judíos viola las normas de Harvard sobre intimidación y acoso”, puso al descubierto el horizonte ideológico de la élite estadounidense y, por extensión, el de Occidente. “Depende el contexto”, respondió y repitió Gay, mientras del mismo modo elusivo y relativista sus colegas reproducían un estudiado y aséptico lenguaje técnico-legal.

Curiosamente, las universidades que encabezaban el ranking de Fire sobre las facultades que más ejercían la censura en nombre de la protección contra “el discurso de odio” descubrían ahora las bondades de un derecho que hasta hacía cinco minutos consideraban que era un arma de “la extrema derecha”: la libertad de expresión. Las mismas universidades que obligaban a sus alumnos a seguir talleres de reeducación para luchar contra el racismo inconsciente y “sistémico”, la transfobia, la gordofobia y cualquier modo de discriminación que hubiese valido una sanción inmediata y ejemplar se mostraban especialmente puntillosas —por no decir ciegas— cuando se trataba de detectar el antisemitismo, aunque no pudiese haber un grado mayor de amenaza explícita.

Harvard, argumentaban, ‘aplica selectivamente sus políticas para evitar proteger a los estudiantes judíos del acoso, contrata a profesores que apoyan la violencia antisemita’.

El 2 de enero de 2024, Claudine Gay presentaba su renuncia, mientras se acumulaba contra ella medio centenar de acusaciones de plagio. Veinticuatro horas después, estudiantes que militan contra el antisemitismo iniciaron una demanda legal contra Harvard, alegando que el antijudaísmo en el campus “se manifiesta en un doble rasero”. Harvard, argumentaban, “aplica selectivamente sus políticas para evitar proteger a los estudiantes judíos del acoso, contrata a profesores que apoyan la violencia antisemita y difunden propaganda antisemita, e ignora las peticiones de protección de los estudiantes judíos”, al tiempo que disciplina a quienes incurren en racismo, transfobia y otras formas de discriminación.

En ese contexto, la ola de antisemitismo escalaba. En Estados Unidos, había un 361% más de incidentes antisemitas que en el mismo período del año anterior. Europa arrojaba cifras que no se veían desde el nazismo: en Londres, hubo un 1.353% de alza de agresiones una semana después del ataque de Hamás; en Francia, se registró un aumento del 248% entre el 7 de octubre y el 14 de noviembre de 2023, esta vez comparando este período con todo 2022. Pero además, en algunas calles de Occidente ocurría otro fenómeno: los afiches con las fotos de los rehenes judíos, incluyendo a bebés, eran arrancados sistemáticamente de los muros por transeúntes. Algunos ponían en duda la realidad de los secuestros; otros decían que servían a la propaganda israelí. Lo que estaba claro era que, para esa gente, la imagen de una víctima israelí era imposible.

En ese marco, y mientras seguía pintándose el fresco dantesco del alcance de la masacre premeditada de Hamás al conocerse los detalles y la identidad de los secuestrados, para las instituciones internacionales llegaba el turno de posicionarse.

“Esto no ocurrió de la nada”

Esas palabras, presentes en la carta de la coalición de organizaciones de Harvard, brotaban también de los labios del secretario general de la ONU, António Guterres, el 24 de octubre ante el Consejo de Seguridad. “El pueblo palestino ha estado sometido a 56 años de ocupación asfixiante”, subrayó.

Y quienes esperaban una condena explícita de ONU Mujeres ante las violaciones sistemáticas de Hamás tuvieron que reclamar y tener paciencia: dos meses tardó la reacción. Ni hablar del silencio ensordecedor que mantuvieron, con el pasar de las semanas, los movimientos Me Too o Ni Una Menos. Este último por fin eligió dejar de callar cuando convocó, en la provincia argentina de Córdoba, a una manifestación bajo el lema “Nuestro pañuelo feminista abraza al pueblo palestino”, con un cartel en el que la totalidad del mapa de Israel estaba cubierta con la kufiya palestina, borrando al Estado hebreo.

El Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) tampoco supo responder a las necesidades de las familias de los secuestrados. La ONG israelí Shurat Hadin lo demandó por “no actuar para cumplir su mandato y su deber moral de visitar a los israelíes secuestrados retenidos en Gaza, garantizar su bienestar y luchar por su liberación”. Lo acusó, además, de tardar en intervenir y no actuar con firmeza para facilitar las visitas o “intentar suministrar los medicamentos necesarios a los rehenes”. En este sentido, uno de los casos más notorios fue el de Tali Amano, que relató que la organización se negó a llevar “una medicación vital” a su madre de 84 años durante los 51 días de cautiverio. “Ahora tiene una enfermedad potencialmente mortal que podría haberse evitado”, explicó.

El ambiguo papel de Médicos Sin Fronteras también fue tempranamente puesto en evidencia desde el inicio del conflicto, tras una explosión el 17 de octubre en el Hospital Ahli Arab en Gaza.

El ambiguo papel de Médicos Sin Fronteras también fue tempranamente puesto en evidencia desde el inicio del conflicto, tras una explosión el 17 de octubre en el Hospital Ahli Arab en Gaza. “Estamos horrorizados por el reciente bombardeo israelí del Hospital Ahli Arab de la ciudad de Gaza, que atendía a pacientes y acogía a gazatíes desplazados. Según los informes, han muerto cientos de personas. Esto es una masacre. Es absolutamente inaceptable”, escribió la ONG en X. Médicos Sin Fronteras, que dice no haber estado al tanto de los túneles kilométricos de Hamás, de la utilización de infraestructuras civiles como hospitales plagados de miembros de Hamás, que incluso ingresaron a rehenes recién secuestrados el 7 de octubre, hacía gala de un temerario conocimiento de balística. La deflagración fue atribuida a Israel. Así lo hicieron también CNN, The New York Times y El País, sin ninguna verificación más que los comunicados del Ministerio de Salud palestino controlado por Hamás, que a partir de ese momento empezó a ser citado como una fuente de confianza en la prensa. Con el correr de las horas, todo indicaba que había sido un proyectil lanzado por la Yihad Islámica desde una zona civil, que impactó en el hospital. Los grandes medios se vieron obligados, tarde, a ir cambiando la narrativa de lo ocurrido, pero el mal estaba hecho.

Desde entonces, los errores de la prensa más respetada serían inusualmente corrientes, seguidos por rectificaciones y desmentidos. Sin embargo, algo se repetía de manera invariable: siempre se equivocaba para el mismo lado. La BBC debió pedir disculpas por acusar erróneamente al ejército israelí de “ejecuciones extrajudiciales”, citando a la agencia francesa AFP, o por afirmar equivocadamente que los soldados israelíes apuntaban al personal médico y a personas que hablaban árabe, cuando en realidad, como señalaba el despacho de Reuters deformado, se explicaba que los soldados iban “acompañados de equipos médicos y soldados de habla árabe [que] están sobre el terreno para garantizar que los suministros [médicos] lleguen a quienes los necesitan”.

El cruel ataque de Hamás no produjo ningún gesto de solidaridad y empatía hacia Israel. Más bien reveló, a la luz del día, la dimensión del sentimiento contra el Estado judío y los judíos en general.

El cruel ataque de Hamás no produjo ningún gesto de solidaridad y empatía hacia Israel. Más bien reveló, a la luz del día, la dimensión del sentimiento contra el Estado judío y los judíos en general, desde la cima de las grandes instituciones internacionales, lo más prestigioso de la academia, los medios, marcados por una ideología progresista que, cuanto más radicalizada se torna, más antisemita se demuestra.

Y, sin embargo, nadie podía ignorar que desde 2005 Israel había abandonado la Franja de Gaza: sus militares habían arrancado familias judías de sus hogares, se habían llevado hasta las tumbas para que no fueran ultrajadas, lo que no impidió que cualquier vestigio de presencia judía, incluyendo infraestructura agrícola utilizable, fuera completamente destruido. Nadie podía ignorar que la comunidad internacional había dado a los habitantes de Gaza el equivalente a varios planes Marshall y que, pudiendo convertir la zona en una nueva Dubái, las autoridades de Hamás habían preferido dilapidar el dinero en túneles millonarios para llevar a cabo ataques contra Israel y financiar una vida de opulencia a sus líderes en Qatar. Nadie podía ignorar, sobre todo, que Israel estaba a semanas de firmar un acuerdo histórico con Arabia Saudita en la línea de los acuerdos de Abraham, que incluía mejoras para la vida de los palestinos, pero resultaba una pesadilla para el rival regional de Riad, Irán, que apostó a un encender un conflicto regional a través de Hamás para evitarlo.

Todo esto era sabido. ¿Por qué, entonces, hasta las instituciones que debían al menos guardar las formas condenaban a Israel desde el primer minuto del ataque de Hamás? ¿Por qué una foto de un bebé secuestrado no podía permanecer en la vía pública sin ser arrancada? La respuesta cabe en tres letras: DEI.

 

Este texto es un anticipo de El secuestro de Occidente (Libros del Zorzal, 2024), que se publica en estos días.

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Alejo Schapire

Es periodista especializado en cultura y política exterior. Reside en Francia desde 1995. Es autor de La traición progresista (Libros del Zorzal/Edhasa, 2019).

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