ESQUETA
Domingo

La revolución es una pesadilla eterna

El recuerdo del copamiento de La Tablada debería servir para entender que la romantización de la lucha armada es peligrosa y antidemocrática.

Entre ayer y hoy se cumplieron 32 años del copamiento del cuartel de La Tablada, la última aventura armada de la guerrilla argentina. Podríamos pensarlo solo como un resabio delirante de la violencia como acción política, moneda corriente en los 70, pero también como el hecho maldito de la izquierda durante la democracia, porque a pesar de que ha sido varias veces repudiado por las fuerzas progresistas, no deja de recordarnos que la lógica política que llevó a los cabecillas del Movimiento Todos por la Patria (MTP) a pensar que ese ataque era viable es la que se sostiene aún hoy desde el kirchnerismo y la izquierda, quizás en un grado menor de delirio.

Basta ver los aplausos de Alberto Fernández y Cristina Kirchner a fines del año pasado frente a la reivindicación de Montoneros por parte de la presidenta de la organización de Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas Lita Boitano; el discurso leído por los organismos de derechos humanos en el último acto del 24 de marzo en Plaza de Mayo, en el que se reivindica explícitamente a todas las organizaciones armadas; y la declaración de Horacio González de septiembre de 2019 en la que dijo que es “necesario que la historia argentina incorpore una valoración positiva de la guerrilla de los años 70 y escape un poco de los estudios sociales que hoy la ven como una elección desviada, peligrosa e inaceptable”.

Los hechos, 32 años después

En la mañana del 23 de enero de 1989, un grupo de alrededor de 40 integrantes del MTP intentó tomar el cuartel de La Tablada. Al principio, todos creyeron que se trataba de un nuevo levantamiento carapintada. Esta presunción se basaba en unos volantes que los propios atacantes habían lanzado en apoyo a Rico y Seineldín. Avanzadas las horas, se supo que se trataba de militantes de izquierda. El primer indicio fue que el ataque incluía mujeres, algo impensado en un levantamiento carapintada. El otro indicio fue que dispararon contra conscriptos.

En la primera etapa del combate, a pesar de la resistencia de los militares que se encontraban en el cuartel y de los policías que apoyaron desde afuera, el grupo logró tomar la guardia y el casino de suboficiales, reteniendo a varios rehenes. Sin embargo, no lograron el objetivo principal, que era llevarse los tanques que se encontraban en un galpón al fondo. Esta incidencia hizo que el combate se extendiera en el tiempo, a pesar del contraataque del ejército, que sumó más efectivos para lograr la recuperación del cuartel. Finalmente, los atacantes se rindieron a las 9 de la mañana del día siguiente.

La lógica política que llevó a los cabecillas del MTP a pensar que ese ataque era viable es la que se sostiene aún hoy desde el kirchnerismo y la izquierda.

Una vez que la batalla terminó, se pudo hacer el conteo de bajas. De un lado, murieron cuatro conscriptos, cinco militares y dos policías. Entre los atacantes hubo 33 muertos, entre los que se cuentan cuatro desaparecidos. El cabecilla de la operación guerrillera, como pronto se supo, era Enrique Gorriarán Merlo, uno de los jefes del ya extinguido ERP y participante activo de la guerrilla sandinista. Gorriarán, que se había mantenido fuera del cuartel junto a un grupo de apoyo, logró fugarse y vivió prófugo durante muchos años en distintos lugares del continente, hasta ser detenido en México por un comando de la SIDE y extraditado hacia la Argentina en 1995. Fue condenado a prisión perpetua, pero el indulto de Duhalde en 2003 lo dejó libre, junto a todos los demás atacantes que todavía seguían presos. Gorriarán falleció de un paro cardíaco en 2006.

En paralelo a todo eso, durante años se llevaron adelante juicios para responsabilizar a los militares por violaciones a los derechos humanos en la represión al ataque. Se los acusó de torturas, vejaciones, fusilamientos y la desaparición de cuatro atacantes. En abril de 2019, Alfredo Arrillaga, el jefe militar a cargo de la recuperación del cuartel, fue condenado a prisión perpetua por el homicidio agravado por alevosía de José Díaz, uno de los militantes del MTP que sigue desaparecido.

Hasta acá, una síntesis de los hechos comprobados. Lo que nunca estuvo del todo claro fue la verdadera intención del intento de toma del cuartel. Gorriarán siempre sostuvo la idea de que el objetivo era detener un supuesto golpe militar planeado en conjunto por Menem, entonces candidato a presidente, y el ex militar carapintada Mohamed Alí Seineldín. El grupo guerrillero que irrumpió en el cuartel se proponía, según Gorriarán, tomar los tanques de La Tablada y salir a la calle para denunciar el golpe y conquistar así la adhesión popular al MTP, ya que ellos habrían aparecido ante la opinión pública como los que frenaron a los militares sublevados. El resto de los sobrevivientes, sin ninguna fisura en el discurso, respaldó siempre esa misma línea de justificación.

En 2007, la socióloga Claudia Hilb publicó en la revista Lucha Armada en la Argentina el artículo titulado “La Tablada: el último acto de la guerrilla setentista”. Hilb, a pesar de haber participado de la izquierda revolucionaria en los 70 (o tal vez por eso mismo), dedicó parte de su trabajo académico y ensayístico a analizar la manipulación de la memoria de esos años por parte de la izquierda y el progresismo, planteando la necesidad de una autocrítica firme y decidida de esa generación que optó por la lucha armada.

A diferencia del resto de su obra, en la que predomina el análisis teórico, el artículo que le dedica a La Tablada se plantea más como un relato policial que como una pieza de teoría política. Hilb parte de una intriga inicial: ¿por qué un grupo de militantes de izquierda, muchos de los cuales habían participado del ERP, decide en plena democracia atacar un cuartel militar, emulando las acciones guerrilleras de la década anterior? La explicación de los propios atacantes, que sostienen la intención de detener un golpe militar, no la satisface, sobre todo por lo inverosímil. Otras teorías sostienen que el supuesto golpe no existió, pero que los atacantes efectivamente creían en él. Esta hipótesis propone que el MTP había sido víctima de una operación de inteligencia por parte del entonces ministro del Interior Enrique Nosiglia. Según esta versión, Nosiglia le habría vendido “pescado podrido” a Gorriarán para forzar el ataque, lo que supuestamente iba a beneficiar a Alfonsín y desprestigiar a Menem, el político más popular de la oposición. También hay quienes sostienen que la operación de inteligencia para provocar la toma del cuartel surgió de sectores militares, con el objetivo de desarticular definitivamente al MTP, al mismo tiempo que podían cobrar cuentas pendientes con antiguos militantes del ERP y se reivindicaban ante la opinión pública como defensores de la institucionalidad.

Pero ni la versión del MTP ni estas dos hipótesis conspirativas logran responder la pregunta acerca de la razonabilidad del ataque. Hilb dice: “Suponiendo que el asalto hubiera salido mal porque los militares los estaban esperando, ¿qué hubiera significado, desde la óptica del MTP, que ‘saliera bien’?”. La clave, según ella, estaría en esos volantes de apoyo a los carapintadas. El propio Gorriarán confirmó que ellos fueron los que los arrojaron, pero solo por una cuestión de “táctica militar”. Hilb descree de esta explicación y propone otra más razonable: se trató de una simulación y la inminencia de ese supuesto golpe carapintada nunca existió. “De lo que se trataba”, concluye Hilb, “era de poner en escena un golpe inexistente y su derrota por parte de un grupo de civiles armados”.

La justificación de la mentira

Si el sinsentido del ataque, con el diario del lunes leído y el resultado en tragedia y muertes, nos resulta abrumador, la imagen de un ataque exitoso es directamente un delirio absoluto. Imaginemos a los atacantes del MTP saliendo del cuartel montados en tanques rumbo a Plaza de Mayo, encabezando una insurrección popular que los alienta como héroes y salvadores de la Patria. Evidentemente, como bien señala Hilb, la fotografía en la se reflejaban era la del 1ro de enero de 1959 en La Habana o en la toma del poder por parte del sandinismo 20 años después.

Todo esto hoy nos parece delirante. ¿Cómo podían pensar que eso podía ser posible? Sin embargo, la toma de La Tablada volvió a comprobar el efecto deformante de la realidad que generan los microclimas conspirativos en las sectas revolucionarias. En este caso, lo más perturbador es que ese microclima conspirativo fue manipulado por los propios cabecillas de la acción guerrillera. Para Hilb, la creación de un escenario ficticio de un golpe carapintada, con el objetivo de desencadenar así el apoyo al grupo que estaría desbaratando ese golpe, resulta una novedad en la historia de las revoluciones modernas. En todo esto no se me escapan los ecos del cuento de Borges “Tema del traidor y del héroe”, inspirado a su vez por un cuento de Chesterton, “La muestra de la espada rota”, y también los de dos películas de John Ford, Fuerte Apache y Un tiro en la noche. Pero no es verosímil atribuir el plan de Gorriarán a un supuesto conocimiento de estas prestigiosas referencias literarias y cinematográficas, en las que se propone un escenario ficticio para que la historia lo tome como verdadero. Lo que sí demostró La Tablada es el grado de locura criminal que los llevó a plantear una acción armada en plena democracia y creer que la misma podía lograr una adhesión popular.

La toma de La Tablada volvió a comprobar el efecto deformante de la realidad que generan los microclimas conspirativos en las sectas revolucionarias.

Además, Hilb llega a otra conclusión muy interesante. El ataque a La Tablada no solo puso al descubierto el carácter mesiánico de los cabecillas y un error grosero de cálculo político y militar, sino también, a partir del develamiento de la invención de un escenario ficticio para justificar el ataque, el carácter éticamente inaceptable de la acción guerrillera. La introducción del engaño y la manipulación de la realidad inscribe al ataque en una determinada concepción de la política.

En el caso, improbable, de que el plan de Gorriarán hubiera resultado exitoso, esa mentira inicial habría quedado encubierta. Hilb desprende de este ejercicio contrafáctico una analogía del accionar del MTP en La Tablada con los experimentos totalitarios del siglo XX. “En nombre de una verdad –de la historia, de la naturaleza– encarnada en la organización (…), el totalitarismo no solo monopolizó la interpretación de la historia pasada, de la realidad presente y del destino por venir, sino que se atribuyó la prerrogativa de modificar los hechos mismos (…) con el fin de asentar sobre esta reconstrucción de la realidad fáctica la interpretación más conveniente a su misión”. Así funcionó el régimen nazi, la Unión Soviética, la Cuba de Fidel Castro y la última dictadura argentina. Hilb agrega: “Sobre los hechos manipulados, re-construidos, se asienta la interpretación deseada: nuestros enemigos son esencialmente malvados por naturaleza; los traidores de hoy lo han sido siempre; nuestra acción está justificada por los hechos”.

¿Pero no es así como funciona muchas veces el poder político moderno, en casi todos los gobiernos, en esta era de la comunicación instantánea y las fake news? Es posible, pero también es cierto que en un estado de derecho las mentiras quedan finalmente expuestas, o al menos se arriesgan a ser revisadas y desmentidas. Solo en un contexto social y político de extremo control por parte del Estado es posible manipular la realidad al antojo del gobernante. Es por eso que muchos reprobamos las iniciativas como NODIO, el Observatorio de la Desinformación y la Violencia Simbólica en Medios y Plataformas Digitales que llevará adelante la Defensoría del Público. Es por eso, también, que nos sigue extrañando la naturalidad con la que el peronismo suele confundir Estado, partido y gobierno.

La épica romántica

El asalto al cuartel de La Tablada, en su pretensión de inventar una realidad falsa para manipular los sentimientos antigolpistas de la población, es una metáfora perfecta del sentido totalitario que adquirió la lucha revolucionaria de izquierda en el siglo XX. Un grupo reducido de personas se convence a sí mismo de ser un grupo elegido que guiará a las masas hacia una verdad revelada, incluyendo en ese liderazgo la posibilidad de manipular el relato de los hechos, porque hay una meta final supuestamente más importante y trascendente, algo así como un dogma religioso que se hace necesario sostener.

El libro La Tablada. A vencer o morir. La última batalla de la guerrilla argentina, de Felipe Celesia y Pablo Waisberg, publicado en 2013, acuerda con la conclusión de Hilb acerca de que no había ningún golpe y que todo se trató de una simulación, pero su mirada política igual es diferente. Por una parte, en muchos de los fragmentos que refieren la actividad de los militantes del MTP se evidencia que les caen simpáticos, que hay una no del todo asumida admiración de los autores por esos militantes revolucionarios, por sus ideales, por sus vidas aventureras. La recurrencia a nombrarlos por los apodos y una mirada cándida acerca de una supuesta integridad revolucionaria son signos de esa simpatía. En una entrevista, el propio Celesia declaró: “Los que entraron a La Tablada eran revolucionarios, no era una secta de dementes a los que se les ocurrió salir a tirar tiros. La idea de patrulla perdida está, pero eran mucho más que eso, eran militantes populares comprometidos”.

El libro está muy bien documentado y narra con mucha precisión y detalles tanto los avatares de la batalla dentro del cuartel como los hechos previos y posteriores al ataque. El estilo de Celesia y Waisberg, que han escrito otros libros centrados en la violencia política de los 70, es el de la no-ficción periodística ortodoxa. Los autores confían en el lema “show, don’t tell“: su prosa es clara, concisa y más descriptiva que expresiva. Pretenden que los hechos narrados, en su crudeza, den cuenta de la verdad, sin forzar interpretaciones ni incluir sus opiniones personales.

Sin embargo, en los capítulos en los que se narra la rendición, las vejaciones por parte de los militares, la reclusión en la cárcel y la lucha de los sobrevivientes por recuperar la libertad y, al mismo tiempo, denunciar a los militares por la represión ilegal, es en donde se manifiesta más claramente el punto de vista ideológico de los autores. Hay muchas evidencias, incluso probadas por la justicia, de torturas, ejecuciones ilegales y desapariciones una vez ya conseguida la rendición de los sobrevivientes. Eso, que obviamente debe ser repudiado e investigado, no tendría que servir de excusa para justificar o romantizar las acciones de la guerrilla. El énfasis que el libro pone en la represión ilegal parece querer decirnos que los ideales de los integrantes de la guerrilla revolucionaria eran los correctos, que el modelo de país y de mundo que ellos anhelaban era una suerte de paraíso, y que sus únicos errores habrían sido ocasionados por fallas en la táctica o en la estrategia utilizadas.

El intento de asalto al cuartel de La Tablada nos permite ver el sentido totalitario del pensamiento revolucionario del siglo XX, en la Argentina y en el mundo.

Son minuciosos en la descripción de las acciones violentas de los guerrilleros, lo que podría interpretarse como una crítica implícita a la violencia armada como método de acción política. Pero al mismo tiempo, puede leerse como una forma de reforzar la idea de que los ideales que los guiaban eran nobles y válidos, pero que el único error fue el uso de las armas para hacerlos realidad. Creo que es incorrecto separar los métodos de los ideales. Lo que ocurrió en La Tablada tiene que servirnos para volver a cuestionar la esencia misma de las organizaciones armadas erigidas en vanguardia iluminada. El intento de asalto al cuartel de La Tablada nos permite ver, incluso más claramente que a través de las acciones cometidas por la guerrilla en los 70, el sentido totalitario del pensamiento revolucionario del siglo XX, en la Argentina y en el mundo.

De alguna manera, el punto de vista de los autores coincide con el de gran parte de la izquierda, el kirchnerismo y el progresismo argentino. A pesar de disimularlo, para poder sostener así una vida política viable frente a la sociedad y la mayor parte de sus propios votantes, gran parte de la dirigencia y la militancia argentina –ese entramado bautizado por ellos mismos como “campo popular”– no cree en los valores democráticos. La mirada que se tiene sobre la lucha armada no termina de sincerarse ni revisarse. Se vive en una suerte de ficción, como con tantas cosas en la Argentina, una historia armada con eslóganes repetidos ya han perdido todo sentido y que solo se enuncian como una forma de pertenencia.

Lo más notable es que ese sentido de pertenencia, desligado de toda reflexión crítica y sostenido por la construcción de un pasado falso o por la vergüenza con la que cargan por lo que no se animan a confesar, ha logrado traspasar a una parte de las generaciones más jóvenes. Todo este entramado de militancia funciona a través de algo así como reivindicadores asintomáticos de la lucha armada. Están contaminados por la adhesión a una época violenta y oscura, pero sus síntomas visibles están disimulados. Es que si tienen algún rol institucional o incluso partidario de cierta importancia, no pueden sostener en público una defensa de la violencia, porque sería intolerable, pero sin embargo disfrazan esa adhesión con las ropas de la épica romántica o refugiados en el rol de víctimas.

El recuerdo de La Tablada nos debería servir para entender de una vez por todas que el pensamiento y las acciones revolucionarias de la izquierda en la Argentina y en toda América Latina no estuvieron basadas en ideales humanistas ni en una búsqueda sincera de un mundo mejor. En uno de los textos del indispensable Usos del pasado. Qué hacemos hoy con los setenta, libro publicado en 2013 en el que se incluye el artículo sobre La Tablada, Claudia Hilb cita a Héctor Schmucler, quien señalaba que “no se trata solo de poner en discusión los caminos para alcanzar la revolución –los métodos–, sino de poner en duda la idea misma de ‘revolución'”.

Los que no terminan de entender esto son los mismos que se ven envueltos en la necesidad, por ejemplo, de seguir defendiendo a Fidel Castro y al modelo cubano, cuando ningún hecho de la realidad puede sostener esa defensa. Y son los mismos que viven la política actual como un espacio de lucha permanente por espacios de poder, avalados por una supuesta superioridad moral e ideológica, refugiados en la trampa y la falsedad, extrañando o emulando (dependiendo de a qué generación pertenezcan) un pasado mentirosamente noble y hermoso que no pueden enunciar del todo pero que los condiciona como un trauma.

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Juan Villegas

Director de cine y crítico. Forma parte del consejo de dirección de Revista de Cine. Publicó tres libros: Humor y melancolía, sobre Peter Bogdanovich (junto a Hernán Schell), Una estética del pudor, sobre Raúl Berón, y Diario de la grieta.

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