ZIPERARTE
Domingo

La lucha contra la pobreza

En su nuevo libro, 'Deconstruir el populismo', el autor ofrece una serie de claves para recuperar el futuro del país. Aquí, un anticipo.

Desde hace más de dos décadas la sociedad argentina vive una fractura que no tiene comparación alguna con otros momentos de la historia nacional. Efectivamente, desde que en 1998 las inconsistencias de la “convertibilidad” condujeron a una recesión, sobre la que se sumaron hechos externos que la colocaron en un sendero de muy difícil sostenibilidad —que culminó con la ruptura de los contratos y la discontinuidad institucional en 2001—, el país solo esporádica y fugazmente perfora la tasa del 25% de pobreza. En buen romance, hace más de dos décadas que al menos un cuarto de la población argentina se encuentra en la pobreza de manera estable, alcanzando cotas de 40% y 45% de la población cada vez que un episodio de inestabilidad macroeconómica sacude el tejido social. Son niveles alarmantes, desde una perspectiva histórica y como tensión adicional al sistema institucional, además de la muestra evidente del fracaso del modo de enfocar el tema.

Dicho esto, es claro que estamos frente a un fenómeno estructural. No se trata de una cuestión episódica o de coyuntura, sino de un dato consolidado, que atraviesa las distintas etapas de los ciclos económicos.

Cuando hacemos referencia a la condición estructural del fenómeno, a lo que queremos referirnos es que se trata de algo lo suficientemente complejo que no es resoluble solo con una perspectiva distribucionista-burocrática o solo con un arreglo macroeconómico. Ni una medida aislada, por eficiente que resulte, termina con la pobreza. Ni la dinámica de un mercado en expansión (absolutamente deseable) concluye automáticamente con la pobreza. Ningunear el grado de dificultad que implica caracterizar de manera adecuada cómo se produce y consolida la pobreza, y qué instrumentos resultan más útiles para una intervención inteligente, es parte del problema.

Ni una medida aislada, por eficiente que resulte, termina con la pobreza. Ni la dinámica de un mercado en expansión (absolutamente deseable) concluye automáticamente con la pobreza.

Estos niveles de pobreza son el resultado de la persistencia en un enfoque equivocado de la economía, la organización social y la generación de capacidades suficientes para desplegar un nivel de productividad y generación de valor económico que termine con ella o quede limitada a expresiones estadísticamente ínfimas.

Ahora bien, es evidente que, si un fenómeno social tiene tal persistencia, sus fundamentos son (lamentablemente) muy sólidos. Más allá de los elementos que nos provee la estadística pública en términos de “pobreza por ingresos”, lo que resulta más notable para quienes trabajan en el sector social es el proceso de descapitalización derivado de la degradación de condiciones de vida en períodos extremadamente largos. Este proceso condiciona aspectos esenciales de la conformación de capacidades sociales básicas. Como bien señala el saber popular, la pobreza es constructora de pobreza.

La relación estrecha entre pobreza y desempleo abre un capítulo enorme sobre aquel error de enfoque que he señalado arriba. Es una obstinación (positiva) de muchos líderes sociales reclamar el fin de los “planes” y reivindicar la necesidad de “trabajo genuino”, del mismo modo que resaltar las bonanzas de la “economía popular” (identificando de este modo a un conjunto de actividades de baja intensidad de capital, que constituyen el modo de vida de muchísimas personas que brindan servicios sencillos o generan productos que en general comercian en su zona de influencia/ hábitat, mayoritariamente de modo informal). Muchos de ellos creen que la insuficiencia de oferta de trabajo se debe a la maldad de alguien, o no relacionan adecuadamente la generación de trabajo ni con las condiciones regulatorias, ni con las capacidades disponibles, ni con el stock de capital instalado, etc. Para ellos el trabajo no es el resultado de un proceso, y en ese error de enfoque han tratado de instalar como equivalentes al trabajo a toda actividad que ocupe tiempo, con absoluto menoscabo a la finalidad última del trabajo que es producir algo útil de manera razonablemente eficaz, para alguien que lo demanda. Cuidar un espacio que no requiere de especial cuidado o pintar un cordón ya pintado no son trabajo. Si no genera una utilidad social (o sea, si nadie puede aventajarse bien de esa tarea, y por lo tanto justificarla) no es trabajo.

Justamente son las dificultades agudas para resolver lo que bloquea la generación de trabajo en la Argentina, y por lo tanto obstaculiza la única herramienta sostenible de lucha contra la pobreza.

Si las personas no tienen las capacidades requeridas, si no existen los instrumentos (capital) para que todos puedan aplicar esas capacidades, si nuestra organización nos impide hacerlo de modo eficaz y eficiente, si la integración de las personas a las organizaciones generadoras de bienes y servicios (empresas) está condicionada por excesivas regulaciones, si al hacerlo las detracciones estatales (impuestos) transforman nuestros productos en muy caros; si algo de todo eso pasa… no se genera empleo, y sin empleo la lucha contra la pobreza es una quimera, porque es dependiente de presionar con mayores impuestos a los que aún producen para distribuirlo, al costo de desincentivar la formación de capital y la generación de empresas futuras… poco pan para hoy, y mucho hambre para mañana.

Las estadísticas sobre desempleo en la Argentina son truchas aun siendo serias, porque lo que es tremendo es la enorme diferencia en la tasa de actividad entre el país y las naciones del denominado primer mundo (estamos hablando de divergencias de 10 puntos). El desempleo “da relativamente bajo” porque la cantidad de personas empleadas o que busca empleo es muy baja en relación con el total de la población, lo que podría ser un indicio del mal diseño de las políticas sociales.

Los problemas en el mercado de trabajo en la Argentina no son nuevos, y la obstinación antirreformista de los líderes sindicales tampoco. En el medio, entre el aciago 1975 y hoy, el mapa del empleo atravesó todo tipo de circunstancias, con una sola constante a lo largo de ya casi medio siglo: el aumento de la informalidad.

Con salarios que suben o bajan, tasas de desempleo que aumentan o disminuyen, la informalidad sube casi constantemente, como una denuncia a cielo abierto: este sistema “no va más”. Su fin no está dictado por la opinión de este ensayista, sino porque la volatilidad tecnológica y el cambio de la estructura económica, con dominancia clara de las empresas de menos de veinte trabajadores, no pueden dialogar con un mecanismo regulatorio pensado para el industrialismo de grandes fábricas.

El problema es que las dificultades de acceso al empleo formal son (a su vez) una parte de las restricciones a la generación más fluida de trabajo, ya que muchas tareas se aprenden desempeñándolas. Al regular mal el mercado de trabajo, la Argentina cerró el centro de formación más amplio y formidable que tenía abierto en cada barrio.

Las acusaciones exageradas de los medios sobre la “cultura del trabajo” y demás yerbas no son más que exageraciones sobre una base real; sin acceso fluido al mercado de trabajo, la sociedad tiende a organizarse en torno a otros ejes (por ejemplo, la ayuda social).

Facilitar el acceso al trabajo requiere cambios regulatorios, modificaciones en las políticas sociales y una fuerte impronta en la formación profesional, con una visión diametralmente distinta a como se gestiona hoy en la Argentina.

En un mundo de alta volatilidad técnica, la formación profesional no puede seguir teniendo el sesgo asistencial que tiene en el país. Es muy probable que incluso todos quienes hoy estén en condiciones de ingresar adecuadamente al mercado de trabajo deban recalificarse varias veces a lo largo de su vida.

La llave a nuevos procesos inclusivos no es la asignación de recursos paliativos, sino la generación de circuitos de pertenencia y la conformación de capacidades.

En estos largos cuarenta años, posteriores al quiebre de 1975, la Argentina ha reconfigurado su mapa social, pasando de ser una sociedad con dinámicas incluyentes y marcados diferenciales de ingresos (características típicas de sistemas económicos de desarrollo intermedio) a ser una sociedad decididamente excluyente.

La exclusión, además de su carácter negativo en términos morales, constituye una barrera para el ingreso de las mejores prácticas públicas. Donde hay exclusión se ha producido la consolidación de un poder paraestatal que determina pautas de convivencia diferentes a las previstas legalmente y como tal bloquea la acción pública.

La exclusión es la síntesis de la Argentina que no deseamos, porque es el basamento material de una grieta no circunstancial. No se puede superar la exclusión con facilismos, falsos análisis, eslóganes, distribución raída, ni nada que se le parezca.

Romper la exclusión requiere de decisiones político-institucionales en favor de políticas públicas incluyentes y constructoras de responsabilidad y capacidades. Así como las capacidades son esenciales para el ingreso al mercado de trabajo, la responsabilidad es crucial en la inclusión cívica. No hay posibilidad de terminar en serio con la pobreza sin una acción decidida y una convocatoria al esfuerzo de las personas. La irresponsabilidad construye pobreza, y a la inversa, la responsabilidad reorganiza a la sociedad de un modo cohesionado, verdaderamente solidario, y capitaliza a familias y organizaciones para producir, asistirse e integrarse de modo autónomo a los circuitos de producción, consumo y valoración.

La búsqueda de una sociedad abierta, donde las personas pueden desarrollar su potencial, implica necesariamente no renunciar a enfrentar la pobreza como problema y la exclusión como patología extrema.

Los límites del actual enfoque de política social

El enfoque actual de política social, heredado de la gran crisis de 2001, está centrado en el concepto de “contención de la pobreza”, un criterio basado en garantizar la gobernabilidad y evitar los desbordes de la conflictividad potencial, con independencia de los niveles de pobreza existentes. Luego de veinte años, nadie con el más mínimo sentido común cree que el paquete de políticas sociales desarrollado en la crisis y no alterado sustancialmente durante todo este ciclo puede contribuir a sacar a las personas de la pobreza, construir ciudadanía y configurar un horizonte de derechos para los sectores con menores recursos y más vulnerables.

Como ya se destacó antes, escuchamos afirmaciones sobre la necesidad de transformar los planes sociales en trabajo, sin tomar en debida consideración las condiciones en que se genera y desenvuelve la pobreza en la Argentina, y las enormes dificultades que tal proceso (imprescindible) implica. Por supuesto, será el trabajo el que podrá fundar mejores y más sostenibles ingresos a las familias. Pero es preciso integrar en las propuestas las condiciones necesarias para la generación de puestos de trabajo.

Las primeras de esas condiciones no son políticas públicas, sino los fundamentos conceptuales que cualquier lucha contra la pobreza que se pretenda exitosa debe emprender:

  • Reconocer a la pobreza como un problema público. Tanto si naturalizamos la pobreza como si pensamos que se trata de una casualidad, no tendremos posibilidad de superarla.

  • Comprender que, aun tratándose de un problema público, su resolución excede a las políticas públicas (en su versión estricta, como respuestas estatales) y requiere del concurso de distintos esfuerzos.

  • Entender que la lucha contra la pobreza incluye una perspectiva imprescindible sobre las capacidades y la incorporación de las personas a los circuitos de generación de riqueza.

Las políticas sociales actuales, orientadas a la protección de ingresos y pésimamente articuladas con el mercado de trabajo, no se dirigen a incrementar dichas capacidades. Las ofertas de trabajo (escasas) solo podrán satisfacer a los grupos que ya cuenten con la dotación de habilidades y estrategias de vinculación con el trabajo, que a la luz de las experiencias ensayadas en este sentido por diversas administraciones parecen ser minoritarios.

Cada vez más en el mundo se piensan alternativas distributivas frente a un escenario de trabajo escaso. Lo cierto es que, si de repente ensayáramos un “shock” en ese sentido, estaríamos frente a un abismo social, con un quiebre (de muy difícil gobernabilidad) entre incluidos plenos en los circuitos de producción y consumo, y personas bajo asistencia crónica.

Si una lógica tiene la lucha contra la pobreza, más allá de la superación de las restricciones materiales, es justamente evitar la consolidación de una sociedad quebrada. La asistencia crónica puede resolver las restricciones materiales (es dudoso que pueda hacerlo de modo satisfactorio), pero es un instrumento inhábil (por sí mismo) para contribuir a la integración.

El verdadero límite a las políticas de “ingreso universal” o “salario universal” en contextos (como el argentino) macroeconómicos débiles, sobre todo en el plano fiscal, es consolidar un mercado de trabajo pequeño, reducido a las actividades que naturalmente tienen una competitividad alta en el país, muy presionado por impuestos altos para sostener ingresos de subsistencia para una mayoría asistida que ahora ya no dispondría de posibilidades futuras de inclusión plena, frente a un abandono de todas las actividades sin ventajas naturales excepcionales. La paradoja de esta primarización forzada es que además sus impulsores supuestamente combaten el país rural, la minería, la extracción de recursos fósiles o la forestación, que serían las actividades sobrevivientes (porque no se pueden trasladar).

Sin empleos, toda política social es una experiencia que más tarde o más temprano se encamina al control social. Evitar que la pobreza derive en violencia. Es el empleo el que incluye, iguala, distribuye el ingreso, incrementa la autonomía de las personas, permite su realización, expande el conocimiento, etc. La dignidad del trabajo es una construcción mucho más sencilla que organizar una sociedad quebrada entre incluidos/excluidos laborales. En el futuro hay mucho para pensar sobre el volumen de trabajo disponible, pero ahora es urgente que la Argentina se proponga “empleos, empleos, empleos” o “trabajos, trabajos, trabajos”.

El verdadero límite de la actual política social es el proceso de irresponsabilidad que el kirchnerismo vinculó a la asistencia social. La lucha contra la pobreza requiere necesariamente de los pobres. Más allá de las políticas y los incentivos públicos, en este, como en otros planos de la vida, sin un involucramiento consciente es difícil revertir condiciones estructurales. No es posible superar el abismo de la pobreza solo desde la acción pública, sin un esfuerzo comprometido no hay salida de la ciénaga existencial que es la pobreza.

Sin concurso del paciente, la salud es peor salud; sin concurso del estudiante, la educación es peor educación, y sin el concurso de los pobres, la política social desciende a la perspectiva del control. Resolver la pobreza es generar una dinámica en el marco de la cual el rol de los sujetos es creciente y las propias capacidades emergentes revierten las restricciones materiales, los déficits de organización y las limitaciones al desenvolvimiento público.

Necesitar a los pobres para superar la pobreza no solo es renunciar a los planteos mesiánicos, las soluciones académicas y la centralidad de las instituciones. Acá lo verdaderamente importante es construir incentivos bien alineados y políticas que faciliten y aceleren los procesos de aprendizaje e ingreso al mercado de trabajo. Todo lo demás es tarea de quienes, con mejor dotación de instrumentos, lucharán por su propia realización. A nosotros nos queda pensar cuál es el horizonte, qué atractivos pueden alterar los modos de integrarse de una enorme cantidad de personas, alcanzados hoy por el control público.

De la contención a la capacitación

Por lo tanto, si se quiere tener verdadero impacto en la estructura de ingresos de los desocupados/subocupados de larga duración, la política social debe girar de la contención a la calificación, promoviendo el acceso a tareas de baja complejidad en unidades económicas específicas al efecto (es fácil identificar rubros económicos intensivos en trabajo que requieren un entrenamiento asumible). Esto debería contribuir a la reconstrucción de la relación de esas personas con el trabajo, facilitar el “aprender haciendo” y combinar necesariamente una estrategia de ingresos que permita sostener el proceso de reincorporación laboral con facilidades a los empleadores y una estricta formación diseñada de conformidad a las necesidades de las personas y las empresas.

Sin un shock de empleos masivo la estrategia de lucha contra la pobreza está condenada a ser ineficaz. Esto no significa que el Estado deba renunciar a toda asistencia, sino que debe reconfigurar los incentivos premiando el esfuerzo transicional hacia un modelo de inclusión más sostenible y productivo.

El tratamiento relativamente homogéneo que se da a las condiciones de pobreza de un público enorme y diverso —ya sea por ubicación geográfica, por condición de género o por edad— es una muestra acabada de un modelo rústico propio de una situación de emergencia y nunca revisado de manera adecuada.

De todos los subgrupos de pobres, por múltiples motivos, es especialmente problemática la situación de los jóvenes pobres que abandonaron tempranamente la escuela y no tuvieron experiencia en el mercado de trabajo. La situación es delicada porque de hacerse crónica implica una fragilidad que se perpetúa en el tiempo (y que puede agravarse).

La oferta de un proceso de un año de formación civil voluntaria en instituciones públicas adecuadas, con estímulo suficiente, a los fines de mejorar su situación potencial de empleabilidad, garantizar sus condiciones sanitarias mínimas, brindar información amplia y consistente sobre salud reproductiva, relaciones con la ley penal, hábitat, detección de consumos problemáticos, y generación de rutinas y habilidades potencialmente aplicables a múltiples mercados, puede ser una iniciativa que rompa con la lógica de la transferencia transgeneracional de las condiciones de pobreza. Muchos países ensayan alternativas de este tipo. El país no está para respuestas homeopáticas. Hay que poner una mirada atenta, calificada, amorosa, para que esos jóvenes puedan construir vínculos sanos, creer en sí mismos y recibir del Estado un contexto de segunda oportunidad.

Una perspectiva integral

La lucha contra la pobreza debe ser un eje central de una visión de Estado orientada hacia el cumplimiento material de los derechos consagrados en la carta constitucional. Señalamos que las transferencias de ingresos o la tercerización de planes en las organizaciones sociales como instrumentos exclusivos de la política social han encontrado su límite hace tiempo. Se debe pensar una política social alternativa de manera integral, incorporando a todos los elementos contemporáneos que conforman un ambiente aceptable para la superación de la pobreza y exclusión.

En ese sentido es preciso actuar simultánea y coordinadamente en campos tales como la formación profesional, la conectividad, el acceso a los servicios públicos esenciales, la regularización de dominio, los servicios de cuidado en los barrios o el acceso efectivo a una educación de calidad. Es preciso romper con la resignación en las situaciones de carencia heredadas a través de una vigorosa política en todos estos campos.

La integración de las políticas tiene como condición necesaria la progresiva normalización de la macroeconomía del país. La pobreza estructural obedece centralmente a dinámicas excluyentes en las que la inversión está ausente o resulta insuficiente, y donde en forma recurrente se afectan los ciclos de capitalización de las pequeñas unidades económicas. Por eso es tan necesario consolidar una macroeconomía razonable para luchar contra la pobreza. Al mismo tiempo, luchar contra la pobreza de manera consistente e inteligente contribuye a consolidar una macroeconomía razonable.

Esta política requiere que los gobiernos —en todos sus niveles— actúen con decisión, consistencia y capacidad técnica. Pero con eso no alcanza. No existen experiencias a escala internacional de superación de niveles de pobreza como los que padece nuestra nación sin una movilización cívica que valore la ruptura del statu quo social, promueva el esfuerzo y la organización, aliente la creatividad y favorezca la capitalización de las familias.

Desde la salida de la crisis de 1929 hasta el Efecto Tequila, a fines de 1994, la Argentina no había conocido niveles de pobreza de dos dígitos. Con todas nuestras inestabilidades, el país había logrado que los padres consideraran (con razonable acierto) que sus hijos vivirían mejor que ellos. Ese imaginario está roto y son millones los argentinos que creen que el futuro solo deparará más sufrimiento.

La ruptura con el relato populista no es solo retórica. Hay que señalar con responsabilidad y sensibilidad que en la economía del conocimiento emergente los modos de inclusión de las personas tienen una alta dependencia de su formación y de su capacidad para trabajar en entornos cambiantes, complejos, diversos e inestables. No vamos a superar la pobreza ignorando las transformaciones técnicas y productivas del contexto, prolongando respuestas ineficaces o pensando que se trata de un problema con soluciones simples. Por el contrario, la pobreza es tal vez uno de los problemas públicos más difíciles de resolver, más multifacéticos y complejos de gestionar.

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Fabio Quetglas

Diputado nacional por Buenos Aires (UCR-Juntos por el Cambio). Es abogado (UBA), magister en Gestión de Ciudades (Universidad de Barcelona) y en Internacionalización del Desarrollo Local (Universitá degli Studi di Bologna).

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