Juan José Sebreli | ensayista
La batalla cultural en el período 2015-2019 la ganó, lamentablemente, el populismo desde la oposición. La trampa consistió en lograr el predominio de lo emotivo sobre lo racional, el relato sobre la realidad, el presente inmediato sobre el cambio profundo, el cortoplacismo sobre el proyecto, la hegemonía estatal sobre las libertades individuales y el asistencialismo sobre la cultura del trabajo.
Un supuesto paradigmático del triunfo de lo emotivo sobre lo racional y del relato sobre la realidad, fue el caso Maldonado: la foto de un muchacho de clase media, con el pelo desordenado y ropas de andariego que vagaba por rutas de Latinoamérica, al estilo del Che Guevara, un nómade reivindicando instancias contrarias al poder, parecía ser la imagen misma de la rebeldía. Añadido a ello acababa de participar en una manifestación a favor de los mapuches en la que Gendarmería tomó intervención. Si a eso se sumaba que el joven había desaparecido, y que la palabra desaparecido tiene en nuestro país una historia y un peso siniestros, ya el cuadro estaba completo. La foto circuló y se propagó. Se infiltró a través de los docentes en todos los colegios, públicos y privados. No había sitio que no fuera colonizado por esa imagen icónica de un Cristo vernáculo sobre una cruz que adoptaba la forma de “gendarmes asesinos”.
La verdad, al entrar en contacto con el mito, se derretía automáticamente.
De un lado estaba la foto de un joven idealista, generoso, luchador social; del otro, Gendarmería. Hasta un indio afirmó ver con binoculares que se lo llevaban las pérfidas fuerzas del mal. Cristina Kirchner enarboló la foto en un iglesia con pose compungida. La mesa estaba servida. ¿Había forma de contrarrestar ese surtido de mistificaciones? ¿Qué sentido tuvo descubrir que el muchacho se ahogó porque no sabía nadar en las aguas heladas de un río correntoso? Fue encontrado el cuerpo, pericias y más pericias demostraron que se ahogó, que no tenía ninguna marca de tortura ni señal de violencia. Pero el mito ya estaba solidificado y era inútil querer erosionarlo con gotas de realidad, por más contundentes que fueran las pruebas. La verdad, al entrar en contacto con el mito, se derretía automáticamente.
Pero que el populismo libre la batalla cultural con mentiras no implica que la democracia liberal no pueda hacerlo esgrimiendo buenos procedimientos. No es fatal tampoco que el populismo se apropie del imaginario simbólico. Basta recordar El ciudadano, la película de Orson Welles, para ver que el republicanismo también es capaz de articular símbolos que funcionen como una pedagogía ortopédica. Esa película fue vista por muchos como el paradigma del american way of life, salir de muy abajo e ir creciendo mediante el trabajo hasta llegar a ser rico, la movilidad social ascendente, el mérito y el esfuerzo. En una palabra, el sueño americano. El cúmulo de series, programas y películas que irrumpieron en España en el posfranquismo es otro ejemplo de que la democracia es perfectamente capaz de producir representaciones eficaces y potentes: Solos en la madrugada sería solo un ejemplo de aquel período en que se intentaba dejar atrás la dictadura fascista e ir hacia la libertad.
Hay que preguntarse qué se quiere representar y producir ese artefacto novedoso. La globalización liberal, la ilustración, la educación inclusiva e igualitaria, instituciones sólidas, división de poderes, un federalismo genuino que termine con provincias improductivas y subsidiadas, una justicia que abandone el oportunismo y la corrupción, un retorno a la cultura del trabajo y a la movilidad social ascendente son un cúmulo de objetivos que deben ser no solo enunciados sino representados: intelectuales y artistas pueden y deben producirlo; los partidos democráticos pueden y deben dar las herramientas para visibilizar esas producciones. Lo que no se puede es pensar que basta la enunciación.
Silvia Lospennato | diputada nacional | @slospennato
La persona más poderosa del mundo es el narrador, les dijo Steve Jobs a los creativos de Pixar a mediados de los ’90, cuando dirigía la compañía. El narrador define la visión, los valores y la agenda de una generación entera.
La Argentina vivió con los tres gobiernos kirchneristas que antecedieron a Cambiemos la experiencia populista más prolongada de su historia. Tal vez la herencia más importante de ese período haya sido la penetración cultural de una narrativa populista, de las múltiples posibles, que fue configurando lo que a veces llamamos sentido común.
El discurso populista es una forma de narración muy poderosa y movilizadora que a lo largo de la historia y en diferentes experiencias políticas comparte una serie de características que muy sintéticamente podemos resumir en: es simple (tiene tres elementos centrales: un héroe/líder, un antagonista y el Pueblo), es emocional (lo que une al Pueblo y la relación del Pueblo con el líder es la afectividad), es no argumentativo (en general no es necesario sostener las ideas con datos o argumentos y frente a la discrepancia entre realidad y relato prevalece el relato), es mítico (el elemento más poderoso de este discurso es el que construye el mito sobre el líder) y es nostálgico (el futuro está en el pasado perdido).
El tribalismo moral que deriva de ello es la forma más brutal de la negación del espacio del diálogo político democrático.
De todas estas características, la más estructurante de la narrativa populista es la que define al pueblo como una comunidad de intereses donde el individuo desaparece como sujeto y queda subsumido en una comunidad política representada en su diversidad sólo por el líder, que protege unos intereses generales difusos, que están amenazados por un otro que no forma parte del pueblo y al que no se le reconoce legitimidad. El tribalismo moral que deriva de ello es la forma más brutal de la negación del espacio del diálogo político democrático.
Es imposible desarrollar en tan pocos caracteres estas ideas pero a modo de apurada conclusión y para responder a las preguntas que inspiraron esta reflexión:
1. No debemos negar la potencia de la narrativa populista como estructurante de una experiencia política que da identidad y sentido de pertenencia a millones de argentinos
2. Si el hombre más poderoso es el narrador, como espacio político resulta imperioso que configuremos nuestra propia narrativa definiendo nuestra visión y nuestros valores
3. La responsabilidad individual está prácticamente desaparecida en la narrativa populista, tenemos que entender que es difícil abandonar la posición de comodidad que otorga un relato donde no somos responsables de nuestro destino sino víctimas de un otro que nos impide ser felices, para recuperar la idea del sujeto responsable de sus decisiones y sus consecuencias
4. Nadie deja la adolescencia de la noche a la mañana: una construcción de sentido común de más de una década requiere también mucho tiempo para ser reconfigurada y esa reconfiguración no depende sólo de la voluntad del emisor del mensaje
5. Abandonar en el debate público la cómoda idea de retornar a un pasado posible para hablar de un futuro incierto requerirá de una capacidad extraordinaria para inspirar y movilizar la esperanza.
Waldo Wolff | diputado nacional | @WolffWaldo
Marco Gammaro | jóvenes CC-ARI | @marrcogamm
En 2015 el desafío que asumió Cambiemos como alianza de gobierno fue sin dudas ponerle un freno a la hegemonía del kirchnerismo en el poder. Tal vez sea este factor lo que llevó a nuestro primer gobierno a asumir sólo la contienda por el poder formal en las esferas institucionales, soslayando la disputa en el resto de las dimensiones que constituyen también ámbitos políticos, y que en definitiva permiten la consolidación de una dominación o hegemonía cultural. Este es un riesgo que no pudimos o estuvimos dispuestos a correr, porque el costo se estimó muy grande: parecernos en las formas a quienes veníamos a destronar del poder.
¿Cómo hacerlo? La política es construir continuidad en el absoluto desorden. Desde esta concepción se hace indispensable consolidar una narrativa que nos permita darle sentido histórico y simbólico al proyecto de poder que encarnamos, creando elementos comunes e integradores en el ecosistema político que habitamos.
En esta tarea, la participación activa de los partidos y los dirigentes que estructuran nuestra coalición es fundamental. Esto no quiere decir que sólo los dirigentes deban protagonizar esta batalla. Por el contrario, deben formular y ofrecer esos elementos simbólicos y discursivos que interpelen y permitan que otros tomen la posta y protagonicen en aquellos otros ámbitos y dimensiones en los que sutilmente la política se disputa.
Estamos a tiempo. En democracia siempre hay nuevas oportunidades para la disputa simbólica.
Estamos a tiempo. En democracia siempre hay nuevas oportunidades para la disputa simbólica. En los últimos meses la batalla por la presencialidad en las escuelas se presentó como una oportunidad para Juntos por el Cambio de encarnar una cuestión central para el paradigma de desarrollo que tenemos: la educación como política central del porvenir. Esta disputa trascendió los límites institucionales, permitiendo no sólo que la protagonicen los dirigentes sino también de manera novedosa la ciudadanía organizada.
Este modelo es el que debemos replicar en el resto de las disputas que creemos necesarias, porque el campo de batalla por el dominio político-cultural es muy distinto a aquel en el que se realiza la representación en ámbitos institucionales. Es más bien un espacio simbólico donde el adversario se presenta como un otro a quien no sólo hay que derrotar electoralmente o con mayorías reglamentarias sino también simbólica y discursivamente, alcanzando finalmente una adhesión fuerte y sostenible en las conciencias de la mayoría.
Hernán Lacunza | economista | @hernanlacunza
Si preguntara en la sala quién está conforme con el país que tenemos, pocos levantarían la mano. Si preguntara quién quiere cambiar, muchos levantarían la mano. Si preguntara quién está dispuesto a empezar… cri cri.
La primera respuesta no es sólo intuitiva, también es documentable: al sueño alfonsinista de que “con la democracia se come, se educa y se cura” lo despabiló la realidad de tres décadas con pobreza promedio de 36 % e inflación de 73 % anual. El apotegma duhaldista de “estar condenados al éxito” se inscribe más en la página de anécdotas cándidas que en la de las ilusiones.
El silencio de la tercera respuesta remite al Antón Pirulero: cada cual atiende su juego. Quince años sin generar empleo privado, pero muchos dirigentes sindicales reaccionan con alergia a cualquier cambio de la regulación laboral. Inflación crónica y precios superiores a los internacionales, pero muchos empresarios refractarios a competir con el mundo. Nos afligimos por el peso de la luz y el gas en el presupuesto familiar, pero muchos intendentes suman tasas municipales a las boletas. Por la arbitraria distribución de fondos federales que estimula el “sálvese quien pueda”, ponemos en la Constitución la exigencia perentoria (dos años) de reformar la ley de coparticipación; casi tres décadas después seguimos tironeando del mantel con lógica de aldea medieval.
Aunque el desafío de cambio cultural es general, la iniciativa es dirigencial. Las políticas económicas y sociales de 2021-23 definen la pobreza de 2025.
Cada vez con más adjetivos que sustantivos, dedicamos el debate público a las consecuencias: inflación, pobreza, deuda. Evitamos la incomodidad de las causas: déficit crónico, “maquinita” de emisión de felicidad, economía cerrada. Empresarios, sindicalistas, organizaciones sociales, gobernantes, opositores, nos aferramos a la baldosa cada vez que se levanta el piso del gasto público para ver qué hay abajo. Pobres y ricos, propios y extraños, suelen justificar con esmero la imprescindibilidad de ese subsidio, sea para un astillero o para un hipódromo: “Hay que bajar los impuestos, pero con la mía no”.
La disociación entre beneficiarios y contribuyentes del gasto público permea a la ciudadanía. Según encuesta PBA-UNLP (2018), el 80 % de las familias bonaerenses reclama menos impuestos para su hogar; el 60 % cree que su hogar merece más prestaciones públicas (subsidios, servicios). El punto de partida es desafiante: el déficit fiscal consolidado de 2020 rondó el 10 % del PBI.
Aunque el desafío de cambio cultural es general, la iniciativa es dirigencial. Las políticas económicas y sociales de 2021-23 definen la pobreza de 2025. Las educativas, la de 2035. El camino sinuoso de los últimos años fue contraproducente. El de los últimos meses, miope. Si el enfoque es cortoplacista cuando debatimos cuestiones previsionales (¿con esta fórmula para 10 años la jubilación le ganará a la inflación en marzo?), tributarias (si pagan los de vereda par y yo vivo en impar, adelante) o federales (¿cuánto le toca a mi distrito del nuevo impuesto?), en 2033 tendremos medio siglo de democracia –ya no tan joven– con al menos un tercio de los argentinos pobres.
Va de nuevo, ¿quién está dispuesto a empezar?
Yael Rosenfeld | arquitecta | @yaelrosenfeld
Ordenando mis 200 gigas de fotos me encontré con una de Mauricio Macri: “Yo lo voto” fue una movida de la campaña presidencial de 2015 para que la gente manifestara en sus redes sociales el apoyo a Cambiemos.
En esa época, finales del segundo mandato de Cristina, el grupo de mis excompañeros de escuela primaria, que hasta ese momento había sido todo luces, risas y nostalgia, empezó a mostrar las primeras sombras. De a poco, una de las chicas había desplegado todas las técnicas de micromilitancia que había aprendido en más de 20 años de unidad básica. Sin darnos cuenta, el recuerdo de Carlos Riera sacándole chispas a la guitarra con su versión enérgica de Los 60 granaderos, se transformaba en un discurso de asamblea de estudiantes, a pesar de que todos habíamos pasado cómodamente los 40.
Enseguida, cuatro o cinco simpatizantes de aquel oficialismo se subieron a la ola de entusiasmo y la nostalgia dio lugar a la actualidad política. Conociéndolos a todos, sabía que la mayoría éramos de esa clase media hastiada del kirchnerismo y absolutamente decidida a votar en contra. Pero nos definíamos por el no: “no soy de meterme en política”, “no soy gorila”, “no soy de derecha”, “no soy de casarme con ningún político”. Nos agrupaba el “no estar de acuerdo”, pero del voto no hablábamos.
¿Qué tiene de malo decir abiertamente a quién voto? Nada. Entonces busqué la foto y la puse en todas mis redes sociales.
Entonces recibí el mensaje de la campaña “Yo lo voto” y mi primera reacción fue dejarlo pasar. “Si yo posteo que voy a votar a Macri me tiro de cabeza al barro”, pensé. “Y yo no soy…”. Pero resultó que sí era. Porque lo votaba y lo votaba convencida. ¿Qué tiene de malo decir abiertamente a quién voto? Nada. Entonces busqué la foto y la puse en todas mis redes sociales.
Unos minutos después, la subió Sergio y casi al mismo tiempo la subió Laurita. Al rato, todos nos habíamos definido y en el grupo de ex compañeros de la primaria el balance de fuerzas había cambiado. La chica con 20 años de militancia pidió que, al menos hasta después de las elecciones, evitáramos hablar de política para “preservar la amistad que nos une desde hace tanto tiempo”.
Jesús Rodríguez | AGN | @jesusucr
Lisandro Bertero | orfebre | @lberteroorfebre
Una de las características más claras del dominio kirchnerista, a mi modo de ver, es su control de los medios. Tienen prácticamente todos los medios. Los propios (Cristóbal López, Santa María) y los ajenos. Gran parte del periodismo sub-50 es kirchnerista aunque estén convencidos de que no lo son (tienen la misma visión que ellos sobre casi cualquier tema). Otro punto es la innumerable cantidad de espacios de poder que son de ellos. Sindicalismo, cámaras empresariales, laboratorios, etc.
No es fácil empezar a pelear esos lugares (uno sufre mucho el calor), pero es como el cuento en el que un cristo le pide a Dios que le haga ganar la lotería y éste se aparece y le dice “aunque sea jugate un número”. Y hay algo que creo es culpa nuestra y es la vara que se usa para medir nuestras acciones. No creo que haya que permitirle, a nadie en ningún momento (medios, asados y demás), que digan laxamente que son todos iguales mientras ellos son Formosa.
Alejandro Bongiovanni | fundación libertad | @alejobongio
El término batalla cultural, de uso global y frecuente, cobra distintos significados dependiendo del contexto. Sin embargo, una versión acotada y doméstica del término, como la que se propone analizar aquí, indicaría un reclamo de parte de la sociedad a la oposición para que tenga –pero sobre todo para que defienda– algún anclaje cultural e ideológico antagónico al paradigma kirchnerista. Si la política es el arte de lo posible, el llamado sería a achicar el rango de posibilidades con un contorno ideológico que, si bien no puede ni debe estar definido con extrema precisión, tampoco puede ser un total garabato. La línea de conducta puede ser una franja, pero no una avenida.
El pragmatismo, muy necesario en la política, no implica necesariamente soltar toda ancla ideológica. Como ejemplo, un botón: en este país destrozado económicamente, la asistencia social es acaso ineludible. Saber que los planes son un mal necesario y al mismo tiempo saber que hay que otorgarlos no implica disonancia alguna. Ahora bien, los planes sociales no se celebran, como hizo en la gestión de Cambiemos su Ministra de Desarrollo Social, afirmando como un logro que el Estado alimentaba a más gente necesitada. Una cosa es ser pragmático y otra cosa es convalidar la monserga de que toda necesidad genera un derecho. En este último caso, en vez de combatir culturalmente al kirchnerismo, mejor sería subirse a su ola.
Creo entender que cuando se le reclama a la oposición dar la batalla cultural, se le pide que fije algunas torretas en el campo del debate público y ataque sin complejos, culpa o miedo a un discurso que durante la mayor parte del siglo XXI logró cierto carácter hegemónico, sagrado e inexpugnable.
Casi todo todo lo que plantea el kirchnerismo es un ariete para infligir daño al enemigo.
El kirchnerismo es un fenómeno que excede a la población kirchnerista. En nuestro argentino mercado de ideas hay abundancia de malas intuiciones morales, desviadas nociones del derecho y descabelladas doctrinas económicas. El kirchnerismo –mal que nos pese, todavía la expresión política más exitosa del siglo– ha logrado imponerse a fuerza de aprovechar y reforzar estas pésimas ideas, de generar y regenerar un “kirchnerismo cultural”.
Dar la batalla cultural sería entonces no apuntar meramente a las consecuencias, a la superficie del fenómeno (la corrupción de sus referentes, por ejemplo) sino a la savia cultural que lo nutre y le permite sobrevivir y multiplicarse. Atacar el corazón ideológico del kirchnerismo –su concepto de pueblo, su lógica económica atávica, su ridícula fe estatista, su insoportable pobrismo– es tan necesario como derrotarlo en las urnas. Para esto, acaso la oposición deba empujar pedagógicamente y sin especulaciones desde la oferta ideológica, con el objeto de crear y aumentar la demanda.
Cuando se pide batalla cultural se hace referencia a que la tarea proselitista no debería operar en un vacío ideológico maquillado con “principios” –trabajar juntos, dialogar– que califican como meras técnicas, pero no como brújulas ideológicas, ni tampoco tener como norte exclusivo a las encuestas que, como los precios, son siempre imágenes del pasado.
Casi todo todo lo que plantea el kirchnerismo es un ariete para infligir daño al enemigo. La lógica de batalla es inherente a su concepción de poder y por eso han convertido hace años el debate público en un teatro bélico. Uno puede decidir jugar o no, lo que no puede es cambiar el juego.
Dar la ‘batalla cultural’ parece un llamado a profanar los templos discursivos que el kirchnerismo erigió durante las últimas décadas
En este sentido, dar la batalla cultural parece un llamado a profanar los templos discursivos que el kirchnerismo erigió durante las últimas décadas. Es carnear las vacas sagradas de su discurso y hacer con ellas un asado.
En Hamlet, Polonio le aconseja a su hijo Lartes: “Cuídate bien de meterte en pleitos, pero ya dentro de uno haz que el otro tenga que cuidarse de ti”. En el mismo sentido, Martín Fierro llama a no hacerse al lado “de la güeya” (¿de la grieta?) aunque vengan degollando. “Con los blandos yo soy blando, y soy duro con los duros, y ninguno en un apuro me ha visto tutubiando”.
¿Sería mejor para el desarrollo del país no tener que librar una batalla cultural? Por supuesto que sí. Tanto como sería mejor para la educación no tener enfrente a Baradel o para el sector privado no tener enfrente a Moyano. Pero enfrente sí está Baradel, sí está Moyano. Sí están Grabois, Bonafini, Máximo, Kicillof. Sí está Cristina. El país vive una batalla cultural que ha vuelto el debate político a la Edad de Piedra (todavía hay que explicar que los delincuentes son los malos y las víctimas los buenos o que la inflación no la generan los supermercados). Entonces, ya que hay que batallar, acaso sea mejor hacerlo con convicción, sin culpa y sin miedo.
Liliana de Riz | socióloga UBA-CONICET
Una utopía regresiva, la del regreso a los tiempos dorados del peronismo, allá por los años ’40 del siglo pasado, se adueña de los corazones de los desesperados y de los desencantados de la promesa de cambio. A todos promete paraísos perdidos: sobrevivir a los unos, progresar a los otros, ya sea través del Estado empleador o del Estado empresario. Y a los que no se avengan, los amenaza: no tendrán futuro en este mundo K. Cristina Kirchner es una bandera que simboliza a la patria de todos aquellos que esperan reparaciones y para quienes la amenaza de cambio atenta contra sus fuentes de sustento o de enriquecimiento.
En esta batalla cultural, el llamado neoliberalismo juega un papel central. Nos dicen que vino a destruir la justicia social que el peronismo supo defender. No nos dicen que los Kirchner abrazaron esa causa y sacaron cuantiosos provechos. ¿Por qué será que nos engañan tanto? Acaso es el mercado el responsable de nuestros males o la pésima gestión de los desafíos.
Esta épica anacrónica promete comida a los pobres, aunque cada vez sea más escasa; augura negocios a los ricos amigos del poder y ascensos luminosos a jueces y periodistas que sepan retribuir las gracias a quienes mandan, porque de no hacerlo, su futuro será oscuro. Daniel Santoro lo puede testimoniar y muchos jueces también. Un fiel y rústico dentista de San Andrés de Giles, convertido en el estandarte de la organización que hoy se propone recrear la antinomia “justicia social o república”, es una síntesis perfecta de la apología de la obediencia debida.
Esta épica anacrónica promete comida a los pobres, aunque cada vez sea más escasa; augura negocios a los ricos amigos del poder y ascensos luminosos a jueces y periodistas.
País empobrecido en el que los vientos favorables del mundo se consumieron entre el asistencialismo social que dio poco a muchos y los bolsillos de los que se enriquecieron en el poder. La evidencia de los fabulosos enriquecimientos no justificados y de las promesas incumplidas hace poca mella en quienes no ven otra alternativa que llegue a sus corazones . El kirchnerismo apela a los sentimientos. Acaso el peronismo no fue definido como un sentimiento. Frente a ese sentimiento todo razonamiento se diluye. No importa la escandalosa cifra de pensiones que recibe la vicepresidente. No importa que el exvicepresidente viva en su casona de una importante pensión cuidando a sus pequeños pese a la condena con pruebas contundentes de corrupción. No importa que Máximo Kirchner pague en cuotas el impuesto a la riqueza: hasta en eso son avaros. No importa. Ella los llama a seguirla golpeándose el corazón… y muchos la siguen como a una Evita rediviva, con la misma liturgia tramposa.
La ira rabiosa, los gritos estridentes, la promesa de escarmiento para los que condenan al pueblo al sufrimiento, los ricos, Macri y sus CEO…. los que desafían al gobierno nacional y popular hoy tercerizado en un amanuense, serán castigados, sean jueces, periodistas, políticos, sea quienes fueren, como los funcionarios que no funcionan en este maquinaria, pese a que los premien en un destino en París.
En esta batalla hay que aprender que hay que llegar a los corazones de los argentinos. No alcanza con apelar a la razón. Este es un mundo de sentimientos desatados por una pandemia que amenaza la vida misma. Se necesita hablarles a los corazones, sin engaño, sin embanderarse. Y no sólo a la razón.
Lisandro Varela | 50argentinos.com | @buenbipolar
Alejo Schapire | periodista | @aschapire
Si la única verdad es la realidad, la realidad es también una construcción social, un consenso. Los hechos no hablan por sí mismos, necesitan ser contados. Una de las críticas recurrentes a Cambiemos durante su gestión de gobierno, al menos entre sus simpatizantes, fue el “no comunican bien”. El reproche, motivo de sorna por parte el kirchnerismo y sus satélites, apuntaba menos a la publicidad de las realizaciones que a la incapacidad de inscribirlas en una narrativa mayor. Esta organización del discurso –o storytelling, para un movimiento que se suponía llevaba la mercadotecnia en su ADN– faltaba cruelmente frente a la máquina de crear fábulas del kirchnerismo.
Para fabricar sentido, la galaxia progresista al servicio del kirchnerismo ha podido apoyarse en la militancia dentro de sus bastiones institucionales de la Cultura: la educación, la academia y la prensa –no necesariamente los dueños de los medios, sino de sus redacciones, que votaban masivamente por ellos–, así como por artistas subvencionados, pilares para modelar una versión de lo real. El “caso Maldonado” fue quizás el ejemplo más acabado de cómo se ha podido, incluso al día de hoy, mantener un relato eficaz que moviliza a la opinión a través de símbolos, imágenes, memoria afectiva y una manipulación histórica impermeable a los hechos y a las pericias científicas. Frente a una épica populista que apela al sentimiento, no basta con tener razón.
Las dificultades de Mauricio Macri para expresarse en público han sido la metáfora de un movimiento político balbuceante a la hora de generar un contrarrelato. Frente a un kirchnerismo que se encuentra en su elemento a la hora de poner en escena visiones de la realidad, Cambiemos ha ofrecido un discurso pasteurizado con una retórica new age para mánagers, confiando en que las obras públicas, la transparencia institucional o el respaldo internacional terminarían, con un poco de sentido común, abogando solos por el cambio.
Son huérfanos en un ecosistema cultural dominado por el kirchnerismo, particularmente intimidatorio e intolerante con las voces disidentes.
¿Es la falta de una burguesía ilustrada en Cambiemos la que lo pone en desventaja en esta batalla cultural? ¿Es el perfil sociológico de sus líderes? ¿El desinterés en librar esta guerra por considerarla menor? En todo caso, han dejado muchas veces solos, como francotiradores abandonados, a quienes apoyaban parcial o globalmente su gestión y hoy regresan a las trincheras opositoras. Son huérfanos en un ecosistema cultural dominado por el kirchnerismo, particularmente intimidatorio e intolerante con las voces disidentes.
¿Qué hacer? Empezar por romper el consenso ilusorio del relato en los ámbitos tanto de la vida laboral como cultural, que alienta a que muchos se queden callados por acomplejados o porque creen, casi siempre equivocadamente, que están solos. O generar espacios, como esta misma revista, que den visibilidad a otras lecturas de la realidad que compiten en la batalla cultural por hacer prevalecer ese otro registro. Buscar en las propias raíces del liberalismo argentino una mitología propia para rivalizar. Romper esa hegemonía es quitarles el monopolio de la fabricación del sentido.
Rosendo Grobocopatel | comunicación pro | @rosendogm
Desde hace siglos los seres humanos buscamos formas de organización social. Encontramos distintas respuestas a lo largo de la historia y, por suerte, nos tocó nacer en un tiempo y lugar en donde la mayoría de los conflictos se dirimen vía discusiones o, a lo sumo, debates acalorados. La democracia republicana, aunque imperfecta, es un gran avance frente a regímenes anteriores.
“La guerra es la continuación de la política por otros medios”. La política, entonces, es una forma de guerra. Hace algunos siglos, la política era más guerra. Hoy la disputa argumental y cultural es más relevante y los debates reemplazan espadazos y duelos.
El kirchnerismo fue enormemente exitoso para imponer sentido común. Pero este nuevo contexto político, económico y social limita su marco y abre una nueva oportunidad. La noción de Pueblo está en disputa. Hoy hay más espacio que nunca para otros marcos conceptuales.
La noción de Pueblo está en disputa. Hoy hay más espacio que nunca para otros marcos conceptuales.
El cambio de armas por palabras filosas no quita que en nuestro país nos sigamos batiendo a duelo. Hay dos formas predominantes de entender la realidad: la tradición liberal republicana, representada por Juntos por el Cambio, y la nacional popular, por el kirchnerismo. Ambas batallan por construir sentido y mayorías.
A partir de 2015 la alianza Cambiemos, y su posterior gobierno, quebró una tendencia y cambió el rumbo. Unificó lo que había estado partido en la década anterior. Y le dio representación política a “huérfanos” y un espacio de pertenencia. Hoy los que estamos de este lado de la batalla cultural tenemos un lugar de contención donde hacer pie y disputar cultura, política y sentidos.
La pandemia y su manejo sanitario pusieron en evidencia múltiples arenas de disputa en las que nuestra visión es nítida. La más reciente fue el debate por las clases presenciales. Los “chats de madres/padres” están poniendo en jaque el poder de orgas, sindicatos y partidos. Los que estamos de este lado nos alzamos y decimos basta.
Pero esa demanda no es solo para el sistema político y los partidos. La sociedad tiene que dar un paso adelante: empresarios, trabajadores, sindicalistas, estudiantes, todos los ciudadanos de a pie. Es ahora. Nunca antes las personas tuvimos tanto poder de influir. Los poderosos son menos poderosos que nunca y el avance tecnológico le puede dar a un video filmado con un celular en un taller metalúrgico la misma relevancia que a una cadena nacional. Veremos cómo sigue la historia.
Gabriela Saldaña | arquitecta | @MissLadrillos
Medio siglo de discurso populista asignó el rol de villanos de la historia a los que no acordaban con su ideario y luego dio un paso más: lo convirtió en el sentido común nacional. Casi toda conversación pública transcurre dentro de las vallas discursivas del populismo autoritario, dogmas sin sustento fáctico que nos ubican a la defensiva, obligados a mostrar carnet de aptitud política y a debatir si la lluvia moja, entre otros temas ya saldados en el mundo y en otro siglo.
La salida de este corralito ideológico está en nuestras manos, siempre lo estuvo. Ningún líder providencial ni acontecimiento fortuito nos va a resolver nada: el populismo autoritario puede fracasar nuevamente, romper el país y aún así conservar el control del discurso para la próxima etapa, si es que les entregamos ese control por callarnos ante los escribas institucionales y los constructores del sentido. El resultado de callar es la repetición neurótica de un nuevo ciclo de populismo y empobrecimiento sin fin en todos los órdenes de la vida.
Para restablecer condiciones de civilidad y diálogo hay que encontrar interlocutor. Cuando no hay interlocutores sino dogmáticos autoritarios, no hay alternativa: cada mentira debe refutarse, cada agresión debe ser señalada y rechazada, cada intento de imponer premisas y manipulación del discurso tiene que encontrar una negativa. Aún no se entiende cabalmente que ésta no es una conducta antidemocrática ni violenta, sino todo lo contrario: es la defensa necesaria de la democracia liberal y de sus mejores valores.
Alzar la voz y disputar el sentido común es el trabajo de todos los que buscamos otra forma de convivencia.
El populismo autoritario avanzó incansablemente en las instituciones públicas y privadas, y construyó nuevos polos de poder corporativo. Alzar la voz y disputar el sentido común es el trabajo de todos los que buscamos otra forma de convivencia. Avanzar en todos los ámbitos como tarea ineludible, y con algún tipo de organización, porque no se le puede pedir a nadie que actúe en soledad, que arriesgue su vida social o su trabajo. Pero sobre todo, los dirigentes políticos tienen que asumir a fondo la representación de esta demanda, expresada por los ciudadanos que hace años salen a las calles con iniciativa propia, sin liderazgos partidarios, y que marcan el rumbo de los actores del discurso público.
Desde el 13-S y 8-N de 2012 hasta la remontada post-PASO de 2019 o el activismo actual por educación, salud y justicia, hay una voluntad permanente de cuestionar los dogmas del populismo autoritario y de despejar el camino hacia una convivencia democrática, bajo normas comunes y con cierta anhelada normalidad. Y también está ahí la demanda de representación, que Juntos por el Cambio asumió de forma impecable a veces e intermitente en otras, porque aún sigue sin instalarse en algunos sectores la noción de que es imperativo defender ideas y principios sin titubeos cuando no hay interlocutores sino antagonistas del sistema democrático.
No se trata de convencer caníbales. Hay que ganarles, restablecer el sentido común y la sensatez del país democrático que queremos ser y recién entonces entablar diálogo, empezar a analizar nuestras diferencias, generar nuevas polaridades, oposiciones, alternancias y cambios. Nuestro defensor en la batalla cultural es el que ya ganó la calle junto a otros miles, y ahora va por más. Es el que está en tu espejo.
Osvaldo Pérez Sammartino | constitucionalista | @osammartino
Macarena Alifraco | JPRO | @maquialifraco
La batalla cultural no es una sola, son muchas y en distintos frentes. Es una guerra por el futuro que vamos luchando en etapas, con avances y retrocesos, con éxitos que aplaude el mundo y caídas que son tapa en los diarios.
Hace poco tiempo dábamos batalla intentando adaptar la educación a los empleos de este siglo, instalando un discurso a favor de la meritocracia en busca de desalentar el clientelismo, reivindicando la labor y la entrega de la policía, revalorizando nuestras fuerzas. Hace poco tiempo dábamos la batalla cultural sosteniendo en el Congreso de la Nación que no íbamos a tirar a ningún gendarme por la ventana sin más pruebas que la presión de sectores negados a perder los privilegios que ganaron militando al kirchnerismo. Habíamos avanzado.
Hoy la batalla cultural se juega en el barro, en la decadencia.
Hoy la batalla cultural se juega en el barro, en la decadencia. Nos rebajaron a debatir en pleno siglo XXI si las escuelas abiertas son o no son prioridad en un país en el que seis de cada diez chicos son pobres. Nos empujaron a explicar que todo trabajo es esencial si te da de comer. Nos obligaron a volver a discutir la libertad.
Hoy el campo de batalla son las bases del país que queremos para los que vendrán. Hoy luchamos para que la educación no sea un privilegio de los que tienen padres escolarizados y wifi en casa. Hoy peleamos para que el trabajo de un asesor del Presidente sea igual de esencial que el de un mozo. Hoy pusimos pausa al desarrollo que soñamos para la Argentina porque nos urge garantizar la libertad para lograrlo. Retrocedimos, sí, pero hoy somos más que ayer, nos reconocemos juntos y estamos listos. La guerra es contra el socialismo y la próxima batalla es en las urnas.
Diego Papic | editor de seúl | @dieguez_
Es probable que a la gran mayoría de los que estamos de este lado de la grieta nos cause tirria la expresión “batalla cultural”. No solo por la connotación bélica, sino también porque intuimos que en ese barro ellos se mueven mejor e instintivamente tendemos a la huida. Tengo malas noticias: no se puede huir. La guerra no la empezamos nosotros pero, como diría Joe Pesci en El irlandés: “it is what it is”. Entonces, ¿qué hacer?
Una vez le preguntaron a Oscar Martínez por qué la mayoría de los actores eran kirchneristas y él contestó que no son tantos como parece, pero “los muchachos son ruidosos”. No creo que no sean tantos, pero estoy seguro de que tiene razón en que parecen más de los que son. Y esto pasa en todos los ámbitos de la cultura, de la ciencia, de la academia y de las artes. Y también, aunque quizás en menor medida, en ámbitos privados: los grupos de WhatsApp de amigos del secundario, de mamis del cole y del fútbol de los jueves.
Hace un par de años fui a una reunión de “gente de la cultura” que votaba a Macri. Me sorprendí al encontrarme ahí con un director de cine muy prestigioso. “No sabía que no eras kirchnerista”, le dije. Pero debí haberlo imaginado. En general, no falla: si no habla de política es porque kirchnerista no es.
En general, no falla: si no habla de política es porque kirchnerista no es.
Entonces el primer paso que hay que dar es individual: ser tan ruidosos como ellos. No callarnos en los grupos de WhatsApp ni en nuestras redes sociales. Subí ese meme a Instagram. Esta arenga puede parecer inocente (digna de ser respondida burlonamente con el meme de Ricardo Fort interpretando al Che Guevara) pero pensalo al revés: ¿cuántas veces evitaste subir un meme a Instagram para no pelearte con tus compañeros de la facultad o para que tu amigo kirchnerista no crea que sos un facho? Entonces tan inocente no es. Si te putean o te dejan de invitar a su cumpleaños es solo la manifestación de un conflicto que ya existe, del que no podemos escapar. Mejor sincerarse.
Alguna gente no se anima a escribir en Seúl. “Me da aprensión escribir en una revista que se llama Seúl porque sugiere una adscripción demasiado fuerte”, me dijo alguien importante de la cultura. Pero los kirchneristas no tienen drama en escribir en Revista Pyonyang. Todo lo contrario, lo hacen con orgullo y responsabilidad militante. Esa es la batalla cultural que estamos perdiendo.
Otra gente tiene un discurso en Twitter con seudónimo pero se modera cuando usa su nombre real. Otra dice algo tibio en público, aunque en privado reconoce que sus opiniones son mucho más tajantes. Toda esa gente tiene que salir a la luz. Tienen que perder el miedo. El miedo es contagioso pero la valentía también. Tenemos que naturalizar nuestras ideas; más ahora, que las de ellos se muestran cada día más decadentes.
El otro ingrediente de este guiso es la clase política que nos representa. Acá hay que ser bien pragmático.
El otro ingrediente de este guiso es la clase política que nos representa. Acá hay que ser bien pragmático. Como le dijo Garganta Profunda a Robert Redford en Todos los hombres del presidente: “Follow the money”. Está muy bien que Juntos por el Cambio prefiera destinar dinero a financiar cloacas antes que a un Darío Sztajnszrajber o a un Felipe Pigna liberales. Por eso, en parte, lo prefiero al kirchnerismo.
Pero hay que entender que la estructura de propaganda está armada. Si no la usamos a nuestro favor, hay que desarmarla. Si nosotros perdemos el miedo en nuestra vida privada o semipública, los políticos tienen que acompañarnos y perder el miedo ellos también.
El viernes obligaron a renunciar a Leonardo Flores, flamante director ejecutivo de La TV Pública, porque descubrieron que había participado en la producción de un documental antichavista. Esto no solo es lo usual en el kirchnerismo: lo hacen a la luz del día, orgullosos de echar a una persona por no pasar el test de pureza ideológica. Los dirigentes de Juntos por el Cambio tienen que entender que oponer a eso una política de pluralidad como si del otro lado hubiera simplemente gente que “piensa distinto” es por lo menos ingenuo. En concreto: ¿hay que dejar de financiar a los chavistas? Mi humilde opinión es que sí.
Releo esto y no puedo evitar pensar (porque yo también estoy formateado así) en que un progre o un seudoneutral se horrorizaría. “¡Pero eso es persecución ideológica!”, diría. A esas acusaciones es a las que hay que perderles el miedo. It is what it is.
Julián Gadano | sociólogo | @jgadano
Hablemos de un país de hace cien años. Al terminar la Primera Guerra Mundial, ese país tuvo un crecimiento del PBI de 6,7 % anual promedio hasta la crisis global de 1929. Con cifras aún más altas para el PBI industrial, que alcanzó el 7,8 %. Vivía además un acelerado proceso de urbanización, que lo llevó a convertirse en 1914 en el segundo país más urbanizado del mundo, después de Gran Bretaña. Su capital era una ciudad de 1,5 millón de habitantes, con servicios de vanguardia y un nivel de vida asimilable a los más altos del planeta. Una próspera y consolidada clase media y una organizada clase trabajadora formaban parte de su estructura social en 1920. Un país nuevo, lo que lo hacía aún más interesante. 11º lugar en el mundo según PBI per cápita promedio y, en algunos años de esa década, por arriba del 5º lugar. Oooooh.
Pero no era sólo crecimiento económico. Ese país avanzaba en un proceso de modernización política y ampliación de ciudadanía, luego de un largo período de apertura cuyos más relevantes ejemplos fueron una ley de educación pública, laica y obligatoria como pocos tenían (¡y desde 1884!) y una ley que consagró el voto universal masculino en 1912, cuando en Europa las democracias las contabas con los dedos de la mano.
Otro oooooh.
Aumento exponencial de sus exportaciones, fuerte integración a la economía global, alta disponibilidad de mano de obra calificada. Y todo sostenido en una arquitectura jurídica clara, basada en una Constitución sancionada en 1853 y una sorprendente estabilidad política desde 1861. Un país al que la Enciclopedia Británica describió en 1910 como “el que está llamado a competir con los Estados Unidos”, debido a su sostenido crecimiento.
Triple oooooh.
Ese país se llamaba República Argentina.
Un país que desde hace décadas el relato predominante no mira. Y si lo mira es para asimilarlo a “todo lo malo que se terminó, por suerte”. Roca “genocida”, Sarmiento “oligarca, pelotudo y asesino”. “Régimen fraudulento que tiraba manteca al techo de los barcos porque tenían la suerte de vivir de un campo hiperproductivo”.
A diferencia de la tarea rigurosa y metódica que realizan los historiadores, en política el pasado es un elemento clave en el esfuerzo simbólico por construir una idea de nación. La capital de los Estados Unidos (país casi tan joven como el nuestro) es un símbolo de ese esfuerzo, en muchos sentidos.
A diferencia de la tarea rigurosa y metódica que realizan los historiadores, en política el pasado es un elemento clave en el esfuerzo simbólico por construir una idea de nación.
El sociólogo francés Emile Durkheim postuló que el Estado (“cerebro de una sociedad”) debe ser entendido desde dos planos: “hacia fuera” (sus relaciones con otros Estados, casi como una maquinaria de guerra) y “hacia dentro”. En este plano, Durkheim le adjudicaba al Estado un papel de organizador simbólico de la sociedad, a través de un conjunto de elementos (personajes, símbolos patrios, ceremonias) que nos aglutinan alrededor de una idea. Sin embargo, Durkheim tenía una visión sociocéntrica del Estado, lejos del socialismo estatista y del individualismo darwinista de la época. El Estado construye un conjunto de símbolos que toma de la sociedad real que representa, “para llevarla al cumplimiento de su propio fin”.
Volvamos al pasado. En términos políticos, el pasado es una construcción desde el presente. La construcción predominante de nuestro pasado está organizada desde una visión amigo-enemigo de la política, que requiere de personajes buenos (Perón, Evita, Kirchner, Cristina, el pueblo eternamente sufriente y destinatariamente peronista) y “villanos” (Roca, Sarmiento, Lavalle, la década infame, el “pacto Roca-Runciman”, los “gorilas”). Dicho sea de paso, a Alfonsín cuando gobernaba lo ponían en el segundo grupo, eh. ¿Se acuerdan de “traigan al gorila de Alfonsín”?
Esa visión no representa a la mitad de nuestra sociedad, que queda ubicada en ese relato dentro del grupo de los “enemigos” o, a lo sumo y más benévolamente, como “los giles que reivindican a la oligarquía”. Necesitamos recuperar nuestro pasado, poner en su lugar a quienes construyeron la Argentina más reivindicada fuera de nuestras fronteras, sin degradarlos desde una moral del presente, que nos obligaría a cancelar todas las estatuas de todas las ciudades del país. Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que Roca fue el jefe de un ejército que hizo atrocidades con pueblos originarios. Sin duda. Como hacían casi todos los países del mundo. Y como habían hecho esos mismos pueblos originarios con quienes estaban antes. No tiene sentido moralizar el pasado con ojos del presente. En ese caso, Perón podría ser calificado hoy como un misógino, Evita como una fascista y así. No tiene sentido. Roca fue también el ejecutor de la Ley 1420, de una política migratoria abierta y de un proceso de apertura electoral que terminó 10 años después con la Ley Saenz Peña.
En ese caso, Perón podría ser calificado hoy como un misógino, Evita como una fascista y así. No tiene sentido.
Necesitamos reconciliarnos con ese capítulo de nuestro pasado y construir una narrativa que nos enorgullezca (porque hay con qué) y que nos aleje de la lógica amigo-enemigo que no nos lleva a ninguna parte. El capítulo más importante de ese ejercicio consiste en recuperar el tiempo en el que se fundó nuestro país moderno y en el que nos ubicamos entre los primeros del mundo. Y dejar de considerar que todo lo malo murió (y todo lo bueno nació) en 1945. Todo eso es parte de nuestra historia incluyendo, por supuesto, lo que nació en 1945. Que con sus claroscuros le dio identidad a la clase trabajadora.
Nunca me gustaron los billetes con animales. Fundamentalmente, porque creo que –además de servir como unidad de valor, función en la que en Argentina están fallando– los billetes son una buena herramienta (junto con otras) para ofrecer a la sociedad una idea de pasado, siempre cambiante y discutible, pero integradora de aquello que queremos traer para construir futuro. Al menos para mí, eso pone a la generación del ’80 en un papel relevante. ¿Yo que haría? Volvería a los diseños de la convertibilidad, completándolos con aquellos personajes que nos permiten ofrecer una narrativa de país reflejando una historia integral, saliendo por arriba del laberinto amigo-enemigo. Y, ya que estamos, integrando el pasado con los valores del presente, dejando por ejemplo de suponer que sólo hubo varones ahí. Eva Perón, Alicia Moreau de Justo y Juana Azurduy son también parte de una historia que nos representa y debería estar representada.
En ese contexto, el ejercicio más valioso y constructivo consiste en dejar de poner al período más importante de nuestro país, aquel que debería ser el punto de partida de una narrativa que nos incluya a todos, del lado de los malos. Es sintomático y triste que la narración dominante haya logrado demonizar nuestro momento de gloria.
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