PATRICIA BRECCIA
Domingo

Todo cambia, nada cambió

La reedición de 'La república corporativa' (1988), de Jorge Bustamante, confirma que las causas del bloqueo de la sociedad argentina se mantienen intactas más allá de los vaivenes políticos.

Por qué un país que tiene una población educada y disponibilidad de recursos naturales es incapaz de crecer al ritmo de las naciones desarrolladas, satisfaciendo las expectativas de progreso de su población? ¿Por qué los argentinos suelen tener éxito en el exterior, pero carecen de oportunidades en su propia patria?

Es tan profunda la crisis argentina, que no existe ensayo, ni artículo de actualidad que no comience con estas preguntas. Resulta así un lugar común empezar un nuevo libro con estos interrogantes, que parecen suficientemente respondidos. Teoría de la dependencia, fórmulas de acumulación de capital, modelos de planificación, todas las respuestas se han dado para interpretar este problema. En épocas más recientes, una corriente de pensamiento sostiene que la modernización del país depende del fomento de ciertas actividades complejas, de alta tecnología, propias del mundo desarrollado, como la informática, la robótica o la biogenética.

Estos temas se han puesto de moda entre ensayistas, políticos y economistas. Aparentemente, la difusión de esas nuevas áreas de la ciencia aplicada y su utilización masiva provocarían una transformación sustantiva en los hábitos culturales de la población, abriendo así el camino al progreso. Y quizá, también a la liberación. Sin embargo, dichas técnicas no son el medio, sino el resultado de la modernidad. Ya que ésta se alcanza a través de una actitud creativa, abierta y emprendedora de la población y no mediante la sola comprensión y eventual utilización de tecnologías, por más de punta que fueren.

La modernidad se alcanza a través de una actitud creativa, abierta y emprendedora de la población y no mediante la sola comprensión y eventual utilización de tecnologías.

De la misma forma que la Revolución Industrial no fue un fenómeno autónomo, originado en el desarrollo científico, sino el resultado de un cambio institucional que alentó conductas eficaces para alcanzar ese desarrollo, del mismo modo la simple incorporación de tecnologías sofisticadas no modificará las actitudes de la población en el sentido de la modernidad. A lo sumo, se continuará administrando una sociedad ineficiente y bloqueada con herramientas más actualizadas. La informática servirá para contabilizar con mejor precisión los déficit de las empresas públicas o permitirá diseñar gráficos más ilustrativos de los recursos mal gastados en proyectos sin sentido económico. Los países donde se han difundido dichas aplicaciones de la ciencia han llegado a ellas a través de la innovación, la inversión, el esfuerzo eficiente y el aumento de la productividad. Pretender alcanzar ese estadio mediante la transfusión de sus resultados físicos y aún el aprendizaje de sus conocimientos, es una ilusión voluntarista y como tal, destinada al fracaso.

La verdadera pregunta debe indagar acerca de cuáles son las reglas de juego de la comunidad que inducen conductas productivas. Es decir, qué pautas de acción colectiva impulsan la creatividad, el deseo de asumir riesgos y la vocación inversora. Pues la clase empresaria argentina exhibe una gran capacidad de adaptación y respuesta a los estímulos externos, que actualmente se encuentra malversada por un sistema institucional que conduce al aprovechamiento de ventajas generadas por el Estado o a la expulsión hacia la informalidad. En síntesis, la cuestión acerca del progreso y el crecimiento económico es una cuestión de orden institucional (y en última instancia cultural) pero no es una cuestión científica.

Las causas de la parálisis colectiva

Es válido entonces preguntarse por qué la República Argentina ha adoptado con tanto entusiasmo las reglas de juego del atraso. El sistema económico argentino es hoy el resultado, entre otros factores, de una larga historia de presiones sectoriales regularmente acogidas por un Estado habituado a contar con recursos extraordinarios para sufragarlas. El frondoso reglamentarismo surgió como forma inorgánica de canalizar dichas presiones, obteniéndose resultados globalmente no deseados, plagados de contradicciones y neutralizaciones recíprocas. Esta acumulación de distorsiones trajo la semilla de su propio fracaso: la ineficiencia resultante provocó el estancamiento y éste multiplicó los reclamos sectoriales hasta que la inestabilidad económica se convirtió en ingobernabilidad política.

Con la caída de los precios internacionales de los productos agrícolas, la “renta” que permitía distender tensiones ha desaparecido y Argentina se enfrenta ahora con una estructura productiva incapaz de generar excedentes en base a una competencia abierta al mundo. Y, aún peor, los grupos de interés generados por esa situación y cobijados bajo el manto protector de leyes, decretos, resoluciones, acápites, incisos y notas aclaratorias, no son casos aislados, ni perversos consorcios extranacionales.

Como se verá en este ensayo, toda la sociedad argentina se encuentra parcelada en grandes o pequeños territorios de privilegio. Dicho de otra forma: toda la sociedad se encuentra comprometida con el statu quo y todas las actividades deberían modificarse en alguna medida para que el progreso sea posible. La maraña de tratamientos diferenciales en materia arancelaria, cambiaria, fiscal, crediticia y promocional, constituye un sistema complejo y arbitrario de frustrar iniciativas espontáneas alentando negocios artificiales carentes de sentido productivo. Anderson llama a esta acumulación regulatoria un “museo viviente” (a living museum), en tanto Helguera las denomina “piezas sociales arqueológicas”.

El apego de la sociedad argentina por utilizar instrumentos “selectivos” de promoción sectorial en lugar de reglas generales de acceso abierto, ha servido para alentar la puja distributiva, distorsionar la asignación de recursos y detener el desarrollo colectivo. Como resultado, el derroche de recursos escasos provocado por las regulaciones es más grave que la propia actividad directa del Estado en la economía, consabidamente deficitaria. Quien desea llevar a la práctica un proyecto productivo encuentra que una parte sustancial de los recursos nacionales no son libremente disponibles, por constituir monopolios de entidades oficiales.

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A su vez, quien desea instalar una planta fabril sin promoción no puede hacerlo, frente a la competencia de las industrias radicadas en provincias promovidas. Si resuelve dirigir hacia allí su inversión, quizá tampoco pueda, si existe un productor del mismo ramo en Tierra del Fuego. Y si acepta trasladarse al extremo austral del país, le aconsejarán que no lo haga, en vista de la incertidumbre reinante acerca de la duración del respectivo régimen de fomento. El acceso al crédito ha sido también limitado, según la naturaleza del usuario y el destino de los fondos. No por otra razón en Argentina se caracteriza como “beneficiario” a quien obtiene un crédito, expresión incomprensible en otros lugares del planeta.

El transporte marítimo, fluvial aéreo, terrestre, se encuentra regulado por regímenes limitativos, de reservas de cargas, que, por un equivocado concepto promocional hacen un apreciable aporte al bloqueo productivo. Abogados, arquitectos, agrimensores y escribanos imponen a sus clientes honorarios de “orden público”, mientras los dependientes no agremiados deben someterse a los convenios acordados por sindicatos con “personería gremial”. Los consejos profesionales, las obras sociales y la multiplicidad de organismos públicos o privados que se alimentan con aportes compulsivos, sustraen recursos masivamente a la población para beneficio de su propia expansión y sostenimiento. Las jubilaciones especiales, el laudo gastronómico, el carnet de periodista, el título de locutor, la chapa oficial y hasta el carnet de mochilero son símbolos de una sociedad que establece compartimentos estancos como forma de articulación entre sus integrantes.

Los usuarios no pueden elegir bienes importados ni los industriales incorporar insumos más baratos del exterior. Los productores rurales ven disminuir sus ventajas comparativas por el alto costo de sus insumos fabriles. Como contrapartida, requieren créditos subsidiados para financiar sus siembras y cosechas. Los obreros no pueden optar por negociar libremente sus propias condiciones de trabajo ni tampoco rehusarse a efectuar la miríada de aportes compulsivos que nunca son devueltos en prestaciones equivalentes.

En la sociedad bloqueada, todas las puertas están cerradas y cada sector es dueño de una cerradura.

Para cada trámite se necesita una certificación notarial y para cada dictamen contable, una legalización del consejo profesional. ¡Hasta para “hacer dedo” es obligatorio presentar un carnet! En la sociedad bloqueada, todas las puertas están cerradas y cada sector es dueño de una cerradura. Lo que cada individuo quiere está obstruido por los demás y lo que finalmente resulta es lo que nadie quiere.

En Argentina se ha identificado la modernidad y el progreso social con la cantidad física de disposiciones dictadas para regular todas y cada una de las actividades que componen el quehacer nacional. “El Estado no puede permanecer indiferente” se sostiene ante cada reclamo sectorial planteado, como sí existiese una obligación moral del gobierno de generar rentabilidad a todas las ocupaciones del país. Como resultado, casi todos los privilegios concebibles ya han sido otorgados y es prácticamente imposible iniciarse en una nueva actividad productiva no solamente por las trabas burocráticas, sino por los obstáculos que implican los privilegios concedidos a los demás.

Esto provoca una sensación de frustración a las nuevas generaciones sin posibilidades de participación en una sociedad “que fue ya repartida” antes que les tocase el turno de intervenir. Como irónicamente lo señala Juan Carlos De Pablo, el sistema corporativo argentino sólo privilegia a los que ya son parte del mismo, pero excluye a los que todavía desean ingresar: hay dos definiciones del colectivo lleno, el de los que ya subieron y el de los que están por subir. Durante muchos años fue posible mantener esta acumulación patológica de distorsiones gracias a la generosa dotación de recursos naturales cuya renta hizo posible “subsidiar” todas las ineficiencias y mantener una estructura productiva dedicada exclusivamente al mercado interno (“mercadointernismo rentístico”, según Juan José Llach). Al agotarse esa renta, ante la caída de los precios internacionales, emerge la “restricción externa” por la incapacidad de exportar competitivamente los bienes producidos para el mercado interno haciendo ineludible el famoso “ajuste”, siempre postergado con recursos obtenidos a través del endeudamiento y la inflación.

No son las políticas, sino el sistema

Se suele centrar el problema económico en términos de buenas o malas “políticas” oficiales. Esto es, acerca de cuáles son las medidas gubernamentales “verdaderamente” idóneas para promover y movilizar el esfuerzo colectivo. Nada más común que la consabida convocatoria a un “amplio debate” para definir el “modelo” de país deseado. Como si fuera posible diseñar y armar la nación mediante el símil de un gigantesco rompecabezas, utilizando el consenso público para resolver la ubicación de cada pieza.

Esta infecunda tarea siempre goza de favor entre los grupos corporativos, alentados por la incorregible ilusión de lograr una mayor participación a la hora de diseñar un país más sensible a las necesidades propias de cada uno. Esa propuesta tiene un fuerte contenido mecanicista, ya que desentendiéndose de toda posibilidad de lograr una reactivación espontánea, desde “adentro” de la misma sociedad, intenta encontrar los lugares más idóneos para aplicar la fuerza del Estado sobre el “aparato” productivo, en la esperanza de que un “efecto multiplicador” consiga “motorizar” su funcionamiento. De esa manera, el Estado vuelve a ocupar el centro de la escena, debatiéndose solo acerca del mejor uso posible de sus recursos para impulsar unas u otras actividades, de acuerdo a los intereses en juego. Nuevamente, se confunde el país con el Estado y el esfuerzo colectivo con la promoción oficial.

Cuando se discute la “modernidad” o el “cambio” que el país requiere en términos de los sectores que deben impulsarse, no se está hablando de crecimiento, sino de distribución. Es en realidad un debate presupuestario, pues solamente se analizan alternativas de gasto público, por medio de transferencias de ingresos denominadas promoción, fomento o incentivo. Este aspecto suele estar oscurecido por la forma de expresión utilizada por sus mentores, que suelen conjugar los verbos en plural (por ejemplo, “debemos desarrollar” una cierta actividad), como si se tratase de imperativos para la iniciativa privada, siendo en realidad referencias al sempiterno sujeto de todas las alternativas argentinas: el Estado.

Para algunos, se trata de subsidiar a la exportación, concibiendo un país de “reembolso intensivo”, en reemplazo del antiguo esquema autárquico. Otros reclamarán un país “cerebro intensivo”, mientras otros señalarán la conveniencia de diseñar un perfil “mano de obra intensivo”. Los más pragmáticos elaborarán una cuidadosa “mezcla” de intensividades, a partir de un plan de desarrollo que tome en cuenta la matriz insumo-producto de la economía argentina. Claro está, que difícilmente nadie argumente por un país “consumidor intensivo” o “ama de casa” intensivo, pues ello invalidaría todos los esquemas precedentes. Visto desde la óptica sectorial, cada organización gremial aspira con un país “intensivo” en su actividad y un esquema de apoyos diferenciales del Estado en consonancia con esa definición política.

No hay invocación más ingenua y ambigua que el típico alegato por la unión de los argentinos para “construir entre todos el país que queremos”.

No hay invocación más ingenua y ambigua que el típico alegato por la unión de los argentinos para “construir entre todos el país que queremos”. Pues justamente en la definición de los instrumentos para lograrlo se pone de manifiesto la diversidad de opiniones acerca del país querido por cada uno. En el momento de definir las políticas para modelarlo, ninguno se olvida de privilegiarse a sí mismo, como corresponde al natural instinto de supervivencia. Es común que se diagnostique que el mal argentino se origina en la “falta de estabilidad de las reglas de juego”. Sin embargo, esa queja suele provenir de quienes reclaman por no haberse mantenido las reglas que aprovechaban a su sector, posiblemente cambiadas en beneficio de otro. Precisamente, la inestabilidad se origina en la puja sectorial por tener políticas estables… para cada sector. Y la puja sectorial nace de un sistema institucional que atribuye al gobernante el rol de solucionar los problemas de todos.

El gobernante, a su vez, suele obnubilarse con los resultados puntuales obtenidos cuando se aplican recursos del Estado (“efecto palanca”, “capital semilla” y otros términos extraídos de la física o la agricultura) como un aprendiz de brujo contemporáneo, embriagado por los previsibles elogios de los beneficiarios al momento de cortar las cintas en la ceremonia inaugural y olvidando que la movilización masiva de recursos sólo ocurre con la adopción de reglas generales y estables. El debate acerca de las “medidas correctas” para impulsar el desarrollo suele ser un simple concurso de alquimias, casi todas ellas probadas, cuyo común denominador es la presentación de recetas sectoriales ante un funcionario omnisciente, quien laudará en definitiva conforme a su propia versión del tipo de “intensividad” que requiere la Argentina.

Por alguna razón, la utilización de la expresión “aparato” con referencia a las estructuras corporativas vernáculas ha tenido aceptación general (“aparato estatal”, “aparato productivo”, “aparato sindical”). Además de trasuntar una percepción mecánica y rígida de la trama social, revela la creencia colectiva de que las organizaciones humanas son tan manipulables como lo evoca la expresión utilizada. Así las organizaciones corporativas ofrecen todo lo que se espera de un aparato: la manija, para sus dirigentes; diversas palancas, para los allegados; contactos, para correligionarios; conexiones para adherentes y algún que otro botón para entretener a los curiosos. Para no mencionar los potentes frenos, los filtros selectivos o los dentados engranajes, cuyos atributos obstaculizadores son el reverso de sus instrumentos de privilegio.

En el país corporativo, quien carece de aparato propio carece también de políticas sectoriales o promocionales a su favor. Es un simple receptáculo o “tomador” de políticas ajenas (policy taker). Es un simple hombre de la calle, inerme como un pollo mojado. En la práctica, aunque se invoque el siglo XXI y se enumeren los maravillosos logros de la cibernética; aunque se sugiera un Estado creativo, que lidere los procesos de cambio con “prudente audacia”, la propuesta carecerá de verdadera novedad si no responde la pregunta esencial: ¿cuáles son las condiciones que impulsan a una sociedad a adoptar conductas productivas, que alienten provechosamente el esfuerzo colectivo?

 

Este texto es un fragmento de ‘La República Corporativa: 35 años, Reedición 1988-2023’, publicado recientemente por Metrópolis.

 

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Jorge Bustamante

Abogado (UBA), becario Fulbright, máster en Derecho por la Universidad de Columbia (1969). Socio fundador de MBA Lazard, docente universitario y ex subsecretario de Economía.

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