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El mundo se divide en dos: los que adoran a Diego Armando Maradona y los que lo odian. Los que piensan que tenía carte blanche para hacer lo que quisiera, y los que piensan que era la peor persona del mundo, un drogadicto, un descarriado (“Maradroga”). Los segundos no pueden ver al hombre enfermo; los primeros confunden idolatría con amor, y eligen no ver que la celebración acrítica de todos sus actos conduce al caos y la muerte. Si hubiéramos intentado entenderlo, tal vez estaríamos contando otra historia. ¿Por qué dejamos solo a D10s?
El 11 de marzo empezó el juicio por la muerte de Maradona y, contra todo pronóstico, no estamos hablando de eso sin parar. Los medios reportan alguna que otra novedad sobre las audiencias, los acusados y las reacciones de la familia, pero poco más. El miércoles detuvieron a uno de sus custodios por falso testimonio y no estalló ninguna polémica ineludible.
Quizás sea una cuestión de cansancio. Será que ya nos gastamos los cartuchos comentando sus andanzas, sus glorias deportivas, su ingenio verbal, sus caídas y recaídas, sus resurgimientos, sus escándalos, la larga sucesión de hijos a los que terminó dándoles el apellido, los intentos infructuosos de cancelarlo cuando estalló el #MeToo, la combinación improbable de generosidad y espanto en sus acciones. Lo vimos envejecer y decaer en tiempo real, y hasta fuimos testigos de una parte de su agonía. También de su muerte, acaecida durante la pandemia y conmemorada con tres días de duelo nacional y un velorio multitudinario en la Casa Rosada que desafió todas las restricciones sanitarias y de tan caótico tuvo que suspenderse.
Una justicia trucha
Otra hipótesis es que a los argentinos no nos convoquen demasiado los courtroom dramas (por algo pudimos importar y adaptar series como La niñera o Casados con hijos con mucho éxito, pero nunca Boston Legal o Law & Order). Para nosotros, la justicia no es un espectáculo con fiscales carismáticos ni abogados estrella que resuelven todo con un último alegato brillante, sino una maquinaria lenta, opaca y desconectada de la gente, una pesadilla burocrática teñida de corrupción. La idea de justicia que nos moviliza es la que se construye en los programas de televisión y en las redes, no la que se dirime en los tribunales. Nos gusta opinar sin saber: condenamos a Carlos Carrascosa y al padrastro de Ángeles Rawson sin mirar un expediente y estamos seguros de que podemos resolver los casos más intrincados scrolleando en el celular. Nuestros juicios no están diseñados para ser espectáculos, y tampoco terminamos de confiar en que sirvan para algo. No es infrecuente que los villanos de la historia terminen siendo los abogados.
Menos de un mes antes de su muerte, Maradona había hecho una última aparición pública en el estadio de Gimnasia y Esgrima La Plata: cumplía 60 años y era una ocasión para celebrar. Aunque tenía la mitad de la cara tapada con el barbijo reglamentario, se lo vio frágil, desmejorado, con dificultades para moverse y para hablar. Escoltado por dos personas, no era capaz ni de acomodarse su propio barbijo. Cuando lo sueltan, implora con la mano que alguien vuelva a sostenerlo. Se anunció que padecía un hematoma subdural y que iba a ser sometido a una cirugía. Semanas más tarde murió en la casa que habían alquilado para que se recuperara, en Tigre. ¿Qué pasó?
En 2021, Carlos Díaz, psicólogo especialista en adicciones que formaba parte del equipo médico que atendía a Maradona y uno de los ocho acusados de homicidio simple con dolo eventual, dijo en diálogo con TN: “Yo entiendo, desde mi perspectiva, que una persona que tuvo un consumo problemático de décadas y décadas, de autoflagelo, de lastimarse, de generarse muchísimo daño, es el máximo responsable y su enfermedad es la máxima responsable”. Lo repitió una vez más: “Indudablemente, la enfermedad de Maradona ha sido la máxima responsable de todo lo que ha padecido.”
Lo repitió una vez más: “Indudablemente, la enfermedad de Maradona ha sido la máxima responsable de todo lo que ha padecido”
Díaz tenía 29 años cuando empezó a tratar a Diego, que llevaba más de 30 años luchando contra la adicción a la cocaína (la había probado por primera vez en Barcelona, en 1982) y había estado en clínicas de rehabilitación al menos cinco veces. ¿Qué podía aportar un psicólogo con escasa experiencia, que se sacaba fotos de fan con su paciente y las distribuía entre sus contactos? El esfuerzo por pintar un cuadro de inevitabilidad, por decir que Maradona era un barco sin timón, que su destino ya estaba sellado (con la tinta de su propia historia) es demasiado evidente. Pero, ¿era este el único destino posible para Diego? ¿Cómo fueron sus últimos días? ¿Quiénes estuvieron a cargo de su salud física y mental? ¿Pudo evitarse la muerte de Maradona?
Galería de responsables
A Agustina Cosachov, psiquiatra, le imputan no haber administrado correctamente la medicación de Maradona y haberse desentendido de sus efectos. También de haber falsificado un certificado correspondiente a una visita médica que nunca realizó. A Pedro Di Spagna, médico clínico encargado de los cuidados domiciliarios, se lo acusa de no controlar regularmente el estado de salud de Maradona (en teoría, asistió solo dos veces en dos semanas a la residencia del ex futbolista). A Nancy Forlini, médica coordinadora de la prestadora médica contratada para la internación domiciliaria, le imputan no haber garantizado las condiciones adecuadas para dicha atención. A Mariano Perroni, coordinador de enfermeros, se lo acusa de no haber supervisado adecuadamente al personal y de no asegurar que se cumplieran las indicaciones médicas necesarias. A Ricardo Almirón y Gisella Dahiana Madrid, enfermeros, los acusan de no haber controlado adecuadamente al paciente y de haber seguido órdenes de “no molestarlo”, lo que habría contribuido a la falta de atención médica oportuna. Leopoldo Luque, neurocirujano y médico de cabecera de Maradona, es, por su contundencia, el principal acusado. Más cercano al Diez que el resto, es quien convenció a sus hijas de que lo más recomendable era hacer una internación domiciliaria después de la cirugía.
Este parece ser el destino de nuestros ídolos: el aislamiento antes de la muerte. Corrió para Borges, y también para Maradona.
De la responsabilidad de cada uno se ocupará la justicia, si es que existe. Hasta los más fanáticos pueden (podemos) admitir que Maradona seguramente era un paciente rebelde y difícil de tratar. Pero es de por sí sospechoso que en el banquillo de los acusados estén sentados unos médicos y enfermeros que habían tenido escaso contacto con Maradona, y no las dos personas que tomaron el control de su vida en los últimos años: los abogados Matías Morla y Victor Stinfale. ¿Los médicos son culpables o son chivos expiatorios? No tenemos pruebas ni poderes, pero las acusaciones se multiplican. Los médicos respondían a un entorno tóxico: Díaz, incluso, había llegado a Maradona a través de Morla y lo ocultaba ante las hijas. Diego estaba aislado, le cambiaban el celular y no podía hablar con su familia. Los anti-nenas podrán decir que sus hijas lo abandonaron, pero todo indicaría que el entorno les hizo la vida imposible. Maradona solo y triste les servía mucho más a quienes asumieron el dominio total de su vida, de sus finanzas y de las marcas asociadas a su persona (Morla registró todas a su nombre). Los que negociaban contratos con sponsors mediocres y lo obligaban a aparecer en público cuando no estaba en condiciones. Dicen las malas lenguas que Maradona jamás tuvo un hematoma subdural, y que el diagnóstico fue un invento para tapar el estado deplorable en el que se lo había visto por última vez; si eso se comprueba, la responsabilidad del cirujano es absoluta. Sus compañeros del ‘86 quisieron hacer una videollamada para su cumpleaños (todavía regía el aislamiento obligatorio), pero no la autorizaron. Este parece ser el destino de nuestros ídolos: el aislamiento antes de la muerte. Corrió para Borges, y también para Maradona. Pero Maradona era adicto, y manipularlo era muy fácil.
Diego sí, Maradona no
Así como existe la Iglesia maradoniana, existe el credo opuesto. La disputa es por el campo de lo popular, encarnado por ese Maradona campeón, épico, brillante, ingenioso, orillero, que llegó al Napoli y a los cinco minutos ya hablaba perfecto italiano y hacía chistes (graciosos y todo) en la televisión local, el Diego del ’86 y hasta el del ’90, gritando “¡Hijos de puta!” con indignación cuando los hinchas italianos abuchearon el himno. El Diego Maradona de la estampita que queremos preservar, el de las historias apócrifas que muestran un corazón gigante en el mejor de los sentidos, y no el que, según la autopsia que le practicaron, pesaba el doble de lo que debía pesar un corazón normal. El que abraza a un compañero jovencito y le dedica la victoria: “Esto es para Ciro, porque es napolitano”. El que dejó que su hija le decorara las medias del uniforme con flores diminutas. El que organizaba partidos a beneficio de las causas más diversas. El admirado por sus hermanitos, que lo definían como “un marciano”, el que se atrevió a llorar en televisión y a hablar de sus adicciones mientras se le caían las lágrimas. Es difícil integrar a ese otro Diego, el que cuenta que a veces volvía a su casa tan pasado de cocaína que se encerraba en el baño por miedo a lastimar a sus propias hijas. El golpeador, el pedófilo que trató de traficar a una adolescente cubana. Fernando Signorini, preparador físico y amigo fiel, habló con elocuencia de esa duplicidad: “Yo con Diego voy hasta el fin del mundo, pero con Maradona no voy ni a la esquina”.
¿Qué abismos separan a Diego de Maradona? En 2002, más o menos al mismo tiempo que se televisaba el llanto de Maradona con Daniel Hadad, salía al aire una entrevista de Whitney Houston con Diane Sawyer. Los problemas de drogas de la cantante estadounidense ya eran de público conocimiento, pero –visiblemente alterada– negó ser adicta al crack con una frase que se volvió viral antes de que existieran las redes y explotara internet: “Crack is wack”. La entrevista culminó con la destrucción total de la reputación de Whitney, una de las cantantes más exitosas de todos los tiempos. La parodiaron en todos los programas de televisión posibles y las risas se multiplicaron al infinito. A nadie se le ocurrió que tal vez necesitaba ayuda, y nadie volvió sobre este tema hasta que Houston murió de una sobredosis diez años más tarde. Nos dicen que la adicción es una enfermedad, ¿pero lo sabemos de verdad? ¿Entendemos cómo funciona y qué podemos hacer? ¿Es imposible la recuperación? ¿Exime de responsabilidad a los demás? Son preguntas que también nos podemos hacer sobre Maradona, y son válidas a ambos lados de la grieta que divide a fanáticos y detractores.
Nos dicen que la adicción es una enfermedad, ¿pero lo sabemos de verdad? ¿Entendemos cómo funciona y qué podemos hacer?
Los que lo condenan no ven, tal vez, la fábula de ascenso social meteórico, la responsabilidad que cargó sobre sus hombros toda la vida, al chico de Fiorito que nunca había recibido ni un ápice de educación sexual (en Diego Maradona, el documental de Asif Kapadia, confiesa sobre el nacimiento de Diego Junior, su hijo mayor, que no sabía que era posible concebir un hijo en una relación casual), al hombre rodeado de gente que estaba siempre solo, el adicto que ya no tiene ningún control sobre sus actos. Los que lo queremos no vemos, tal vez, que la idolatría radical, la celebración de todos sus actos y el perdón de todos sus pecados –¿quién era capaz de ponerle límites a Dios?– no era la mejor estrategia para preservarlo.
Si el juicio es un capítulo más de la parábola del ídolo que nadie supo cuidar o que nadie se animó a cuidar, queda por verse. Esperamos el veredicto.
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