Domingo

María Marta Superstar

La serie sobre el caso García Belsunce es inferior a su antecesora documental y pinta a la víctima como una Evita de las clases altas.

Crimen adentro de un country. El primero en su especie. Casi que no sabíamos qué era un cantri. Alteración de la escena: mueven el cadáver, lo visten, limpian las manchas. No dejan entrar a la policía, relatan los sucesos con horarios distintos y subestiman al fiscal de turno. María Marta García Belsunce está muerta y desata un rezo colectivo con un rosario que no tiene cuentas, está hecho con pitutos.

El policial está servido. Sin embargo, el misterio que rodea a la figura del viudo, Carlos Carrascosa, es desaprovechado por el ejercicio televisivo María Marta: el crimen del country (HBO Max). En su aspecto formal, la serie apela al tintineo del true crime: una mecedora que oscila entre flashbacks y flashforwards, elipsis y un frontón narrativo construido con planos más propios de las novelas de las tres de la tarde que de una serie hecha por una directora de cine con tres largometrajes dentro de su obra.

Daniela Goggi (Vísperas, Abzurdah y El hilo rojo son sus películas) contó que el responsable de los saltos temporales es el guionista (Martín Méndez, en colaboración con Germán Loza). Esas idas y vueltas son tan usuales en este género que la repetición del recurso vuelve discreta a la serie; así como un documental se vuelve soso al reproducir el juego de las cabezas parlantes que hablan a cámara.

¿Era necesario ponerle esa peluca ridícula a Esteban Bigliardi para interpretar a John Hurtig, el medio hermano de María Marta? ¿Afianza al personaje?

El armado es algo ñoño, sobre todo en la intención de apelar a cierto realismo. Distrae, incluso. ¿Era necesario ponerle esa peluca ridícula a Esteban Bigliardi para interpretar a John Hurtig, el medio hermano de María Marta? ¿Afianza al personaje? Si es una cuestión de rigores, la hiperquinesia de Carlos Belloso pudo ser moderada a fines de rescatar el carácter taciturno del verdadero Horacio García Belsunce (h). Resulta llamativo ese contrapunto. En la reciente biopic dirigida por Baz Luhrmann, Elvis, el personaje del Coronel Parker (capas de maquillaje y prótesis en el cuerpo de Tom Hanks) nos demuestra que la práctica del realismo con fórceps es un mal endémico.

Por momentos, la serie muestra a los García Belsunce como si fueran unos Benvenuto mejor vestidos. En la apertura del cuarto capítulo vemos la celebración de una Nochebuena y el contenido de las conversaciones habría sido muy verosímil montado en la mesa dominguera de la troupe comandada por Guillermo Francella, en aquellos vivos del ciclo que se emitía por Telefe en los primeros años menemistas. Los Belsunce cuentan una anécdota que alude a las cirujas que merodean Querandíes —el country en donde viven; no se llama Carmel, el nombre real— y María Marta (Laura Novoa) los interrumpe con tono de pobres-los-pobres: “no digan villeros, digan gente humilde”. La serie eleva su figura como una Evita de las clases altas; alguien que se asume distinta al resto, silueta que carga con el lenguaje embellecedor de una suerte de Primera Progresista.

Hay muchas cosas de la arquitectura de la serie que convierten a la tensión del relato en un cosquilleo efímero. María Marta: el crimen del country, lejos de un crescendo permanente, apaga en un lento fundido. Un argumento para sostener esa decisión sería que como la historia empieza por el final —la ejecución del crimen como el punto más alto— ese fade out es sustancial para el desarrollo. Puede ser, puede ser.

Un gran problema es la aparición de Nicolás Francella, con otro corte de pelo para el manual Peluquín Disparatado. En la piel de Matías Centeno, remeda a Nicolás Pachelo (acusado del crimen por la familia). La mirada sobre Centeno/Pachelo exalta lo pintoresco y lo exótico del personaje con tonos absurdos, como si determinadas características de una persona la volvieran propensa a cometer un crimen.

Resulta curioso —¿habrá temas legales?— que los personajes del fiscal Diego Molina Pico (Mike Amigorena sostiene a un sosegado Marcos del Río) y de Pachelo no usen los nombres originales y sí aparezcan todos los de la familia García Belsunce. El anclaje de ciertos nombres supondrá un gancho adicional para otras audiencias que usan el español, quizás.

María Marta versus María Marta

Encontrar la estructura narrativa de una serie genera las mismas dificultades que se enfrentan cuando se busca el ritmo o el tono de un texto. Cada pieza crea su propia estructura y reclama su propio compás, marcan la atmósfera narrativa de las escenas. La serie pretende construir un puente entre los protagonistas y el espectador mediante la historia de las blogueras (Muriel Santa Ana y Valeria Lois como Belén Fanesi y Juana Gómez Andrada), quienes siguen el caso como detectives amateurs y toman contacto directo con Carlos Carrascosa (Jorge Marrale). Sin embargo, no puede afirmarse que se trate de un acercamiento a los vínculos entre los personajes; es, más bien, una visita a la intimidad, un acto de voyeurismo explícito y no tanto una excursión a los pensamientos de ese pandemonio endogámico.

El resquicio ganado a la cotidianidad de cada personaje es mostrado como lo hace una cámara Gesell, con una distancia suficiente para no acercarnos a los rasgos finos. Se acumulan las voces como el caucho en una cubierta recapada, eso sí; los García Belsunce, del primero al último, suenan incisivos y declamatorios.

Goggi muestra destreza en la composiciones de ciertas escenas —sobre todo en las que hay muchos actores en el plano—, aunque su pulso colisiona con la fotografía de efecto impresionista, un pulido al estilo de David Lynch en Inland Empire. Así, subraya que, tras el velo de la vida armónica en el country, las amas de casa desesperadas y sus maridos conviven en la oscuridad. Ese filtro algo sucio pretende una sensibilidad capaz de hallar lirismo en la más brutal de las situaciones.

La serie pierde frente a su predecesora, la docuserie ‘Carmel: ¿Quién mató a María Marta?’

Sin embargo, los diálogos coloquiales parecen ocultar cualidades que escapan al oído en una primera impresión. Las superficies ásperas se ven alteradas por las secuencias de montaje alterno —ese tintinear al que aludimos en los párrafos del comienzo— con una melodía marcial de fondo que actúa como un fibrón amarillo que cobró vida. La serie pierde frente a su predecesora, la docuserie Carmel: ¿Quién mató a María Marta? (dirigida por Alejandro Hartmann y producida Vanessa Ragone, estrenada en Netflix en 2020); el material procedente de la realidad tiene una cohesión narrativa que la convierte en una historia más noble, incluso si la observáramos como si fuera una ficción.

¿Y por el country cómo andamos?

La narrativa también es una cuestión de moral. Howard Hawks le contó a Peter Bogdanovich (en una de las conversaciones que el director neoyorquino mantuvo con realizadores clásicos de Hollywood, publicadas con el título ¿Quién diablos la hizo?): “Lo mejor que uno puede hacer es contar la historia como si la estuviera viendo en ese momento. Contarla desde los propios ojos. Dejar que el espectador la vea como si estuviera precisamente en ese lugar. Contarla normalmente. Yo utilizo la cámara en la forma más sencilla del mundo”.

Verdad de perogrullo: hacer que las cosas cotidianas se mantengan frescas y novedosas es un reto intelectual. Hay que dejar de pensar que un género en estado puro es algo de excesiva transparencia. Los tiempos cambian, la televisión crea una nueva (vieja) forma de hacer comedias, melodramas, historias costumbristas, dramas, policiales. Todo es posible en la televisión argentina de cualquier época; por lo tanto, cabe plantearse un par de interrogantes: ¿el cine de género en Argentina constituye una manifestación de determinados procedimientos fílmicos y nada más? ¿Hasta dónde la televisión construye un nuevo espacio ficcional con lo que hereda del cine?

La televisión de las plataformas digitales muestra que con un catálogo de elementos rutinarios y un manojo de fórmulas y lugares comunes se puede seguir produciendo.

A los productores les resulta grato pensar cuáles actores pueden dar bien para determinados personajes públicos (¡es un juego hermoso!), pero les gusta mucho menos experimentar con historias no tan conocidas o ficciones puras y no se arriesgan a mandar, aunque sea un ratito, al algoritmo al carajo. La televisión de las plataformas digitales muestra que con un catálogo de elementos rutinarios y de fácil acceso, un manojo de fórmulas y lugares comunes se puede seguir produciendo. Es cierto que la televisión tiene sus códigos de excesiva transparencia y su propio lenguaje, pero eso también la convierte en una esponja voraz de ciertos géneros cinematográficos, con una estética acotada, una copia de la superficie de sus modelos que se queda en mera cáscara del discurso.

Es muy probable que el tema del asesinato en un barrio privado no pase nunca de moda, el morbo que se cae por los agujeros de bolsillos ricachones es difícil de saciar. La forma novedosa que adopte, el disparo de la imaginación, será lo que transformará a la repetición en satisfacción.

 

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Damián Damore

Periodista. Colaboró en Clarín y La Agenda, entre otros medios. Escribió el libro Luces Calientes, un libro sobre Sumo y prepara otro sobre Los Twist.

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