BERNARDO ERLICH
Domingo

El extraño caso de los judíos antisionistas

Si bien son una clara minoría, hay judíos que se oponen a la existencia del Estado de Israel. Este es un intento de entender por qué.

Existe un viejo chiste judío sobre un náufrago que pasó muchos años en una isla desierta. Cuando finalmente lo encontraron, el náufrago les mostró a los rescatistas las dos sinagogas que había construido. Naturalmente, los rescatistas le preguntaron para qué había construido dos sinagogas si él era la única persona que vivía en la isla. La respuesta del náufrago fue que construyó la primera porque a esa iba a ir siempre y la segunda porque a esa no iba a ir jamás en la vida. Este viejo chiste ilustra la máxima que dice que donde hay dos judíos, hay tres opiniones. No puede sorprender entonces que haya judíos antisionistas, es decir, judíos que están en contra de la existencia del Estado de Israel. Si bien su número ha descendido significativamente en el último tiempo (son una clara minoría), siguen llamando la atención.

En su libro El final de la modernidad judía. Historia de un giro conservador (FCE, 2013), el historiador italiano Enzo Traverso describe muy acertadamente la estructura del pensamiento judío antisionista. Dado que Traverso prefiere excluir de su análisis al judaísmo ortodoxo o religioso y se concentra solamente en el secular, yo voy a hacer otro tanto. La tesis central de Traverso es que después de haber sido “el principal foco crítico del mundo occidental”, los intelectuales judíos representan “el final de la modernidad judía”, ya que han dado “un giro conservador”: han dejado de ser “una minoría inconformista y crítica; se han convertido en «respetables» y ya no son percibidos como representantes de una alteridad negativa ni como focos de subversión. Han pasado a ser incluso, a veces, ideólogos del orden dominante”.

Veamos brevemente los elementos que componen las dos formas de judaísmo que contrapone Traverso, que él denomina “judaísmo crítico” y “judaísmo del orden”, y que pueden sincronizarse fácilmente con el rechazo y el apoyo al sionismo, respectivamente.

Tal como reza su etiqueta, el primer judaísmo gira alrededor de la crítica, que va de la mano con el “inconformismo”, la heterodoxia, su “alteridad negativa”, el apego a la revolución y su afecto por la izquierda, su naturaleza diaspórica y minoritaria, el cosmopolitismo o extraterritorialidad, su desapego por el pasado y la tendencia a la movilidad (representada por la idea del “judío errante”). El segundo judaísmo, en cambio, obviamente se preocupa por el orden y ocupa el poder, y de ahí el consiguiente conformismo, la ortodoxia, una alteridad que ya no provoca rechazo, su apego a las instituciones y su cercanía con la derecha, su carácter nacionalista y mayoritario (al menos en Israel) y el tradicionalismo.

Para ponerle nombres a esta dicotomía, Traverso contrapone –por ejemplo– el caso de Karl Marx, Leon Trotski y Walter Benjamin al de Leo Strauss, Isaiah Berlin y Henry Kissinger, mientras que Hannah Arendt ocupa una posición intermedia. Pero tal vez la manera más clara de ilustrar la antinomia entre los dos tipos de judaísmo que plantea Traverso sea la anécdota con la cual da inicio a su libro:

El 24 de diciembre de 1917, León Trotski, el nuevo ministro de Asuntos Exteriores soviético, viajó a Brest-Litovsk, donde se celebraban las negociaciones con el Imperio alemán de cara a firmar una paz por separado. De su delegación formaba parte un tal Karl Radek, un judío polaco súbdito del Imperio austrohúngaro perseguido en Alemania a causa de su propaganda derrotista. Desde el momento en que se bajaron del tren, se dedicaron a repartir a los soldados enemigos panfletos en los que se llamaba a la revolución internacional. Los diplomáticos alemanes los observaban estupefactos. Cuando llegaron al poder, los bolcheviques empezaron a hacer públicos los acuerdos secretos del zarismo con las potencias occidentales; su objetivo no era ser admitidos en el seno de la diplomacia internacional, sino más bien denunciarla. El estado de ánimo de los plenipotenciarios germanos ante sus homólogos soviéticos es hoy difícilmente comprensible; habría que imaginarse la llegada de una delegación de Al Qaeda a una cumbre del G8.

Los mismos, entonces, que se proponían firmar un acuerdo de paz, apenas se bajaron del tren trataron de desestabilizar a la otra parte convocando a una revolución internacional permanente, es decir a una guerra mundial permanente incompatible por definición con la firma de un acuerdo de paz entre dos Estados nacionales soberanos.

Dado que según Traverso “el giro conservador” que da el judaísmo es “una suerte de reversión paradójica”, la idea misma de un “judaísmo de orden”, por no decir un judaísmo de derecha, es para él una contradicción en sus términos. De ahí que para Traverso el “verdadero” judaísmo es el crítico-revolucionario. Párrafo aparte merecería la apreciación de Judith Butler –típica exponente del “judaísmo crítico”– para quien Hamás es un movimiento de izquierda, lo cual explica tal vez por qué en el último término no pocos judíos se están empezando a acercar “paradójicamente” a la derecha, o en todo caso la ven con otros ojos. Por otra parte, cabe recordar que el laborismo, un discurso sionista de izquierda, dominó la política israelí durante casi sus primeros treinta años de existencia.

Es más complejo

A esta altura, a no pocos lectores les debe llamar la atención la dicotomía entre la crítica y el poder, entre la heterodoxia y la ortodoxia, entre la revolución y el conservadurismo, entre ir contracorriente y con la corriente, etc. Empecemos por la “crítica”, entendida en el sentido usual moderno de “juicio negativo”. La idea misma de un “pensamiento crítico” es bastante curiosa, por no decir redundante, ya que se supone que todo pensamiento es crítico por definición, en la medida en que su objeto de estudio merezca ser criticado. Si alguien respondiera alegando el significado originario de “crítica” en el sentido de valoración tanto positiva como negativa, obviamente esto no podría resolver la redundancia sino que haría que la expresión “pensamiento crítico” fuera más redundante todavía: se trataría de un pensamiento que refleja las propiedades atractivas o repulsivas de cierto objeto.

Por lo demás, el propio Traverso sostiene: “Desde finales del siglo XIX la exacerbación del antisemitismo hizo a la intelligentsia judía aun más sensible a la crítica del conservadurismo y a la impugnación de los poderes establecidos” (énfasis agregado); es decir que Traverso reconoce que el conservadurismo también hace críticas y que los poderes establecidos también impugnan. Traverso, entonces, tendría que referirse a la crítica “verdadera” hecha por el judaísmo revolucionario para distinguirla de la crítica “aparente” o “falsa” hecha por el judaísmo conservador, todo lo cual supone definiciones valorativas de los términos y termina implicando que las críticas verdaderas son las nuestras, mientras que las deficientes son las de los demás.

Algo muy parecido se puede decir de nociones tales como ortodoxia (o ir con la corriente) y heterodoxia (ir contra la corriente), que son relativas. Si lo que prevalece es el discurso de izquierda, entonces ser de derecha es heterodoxo, y viceversa.

Otro de los problemas que tiene la antinomia propuesta por Traverso es que si bien el judaísmo crítico se presenta como antitradicionalista y se caracteriza por “el rechazo voluntario del pasado”, el propio Traverso afirma que “el pensamiento crítico sigue siendo una tradición judía viva” (haciendo referencia a pensadores como por ejemplo Hobsbawm, Derrida, Chomsky y Butler). El judaísmo crítico, entonces, ha hecho una “tradición del antitradicionalismo”, para usar la expresión de Günther Anders citada por el propio Traverso, lo cual era de esperar ya que todo pensamiento necesita o en todo caso se beneficia de una tradición.

No sorprende entonces que, nuevamente, Traverso mismo diga que “[Hannah] Arendt redescubre la «tradición escondida» del judaísmo paria, de gran riqueza pese al olvido al que la había relegado el conformismo político” (énfasis agregado). Por su parte, los conservadores también se verán reflejados en “el rechazo voluntario del pasado”, particularmente si este último fue revolucionario. Hablando de lo cual, huelga decir que términos tales como “revolución” o “inconformismo” tampoco son muy útiles para el pensamiento político, ya que hasta el nacionalsocialismo se entendía a sí mismo como revolucionario o inconformista, y vaya si lo fue. Nadie podría decir que dejó las cosas como estaban antes de 1933.

El propio Trotski, si bien abogaba por la “revolución permanente”, se dedicó con ahínco a matar a cientos de miles de enemigos del nuevo orden para conservarlo.

La antinomia entre crítica y poder tampoco es de mucha ayuda en teoría política. Traverso sostiene: “Los antiguos aguafiestas y perturbadores del orden se han convertido en uno de sus pilares”. Y al final del libro, Traverso agrega: “Actualmente, el intelectual judío ya no es el paria que describía Hannah Arendt en los años ’40. Se lo encuentra más bien en los think tanks ligados al poder, en tanto que «intelectual orgánico» de las clases dominantes. Esta mutación pone de manifiesto un cambio de época: el final del judaísmo crítico y el comienzo del judaísmo de orden”. Esto llama la atención no sólo porque Traverso es profesor en la Universidad de Cornell, sino que además los propios revolucionarios, es decir los “antiguos aguafiestas y perturbadores del orden” se convierten “en uno de sus pilares” una vez que han llegado al poder, es decir, han impuesto un nuevo orden. Como decía Hannah Arendt: “El revolucionario más radical se convertirá en un conservador el día siguiente a la revolución”. El propio Trotski, si bien abogaba por la “revolución permanente”, en los inicios de la Revolución rusa se dedicó con ahínco a matar a cientos de miles de enemigos del nuevo orden precisamente para conservar este último. En todo caso, a la revolución permanente que proponía Trotski no hay que tomarla literalmente como una invitación a la revolución, sino como una defensa de la propia.

Por lo demás, los propios oprimidos son conscientes de que con la sola crítica no van a poder liberarse, sino que una parte indispensable de la lucha por la liberación consiste en hacerse del poder. Y tal como acabamos de ver, una vez que los oprimidos ocupan el poder, difícilmente ofrezcan la posibilidad de una revolución permanente, y de ahí que lo que antes era inconformismo, ruptura, heterodoxia, crítica, rechazo del pasado, etc., dé lugar a un nuevo conformismo, continuidad, ortodoxia, poder, apego a una nueva genealogía, etc., muy poco tolerante con los “aguafiestas y pertubadores del orden”. Carl Schmitt solía advertir: “A alguien sin poder le diría: no creas que ya sos bueno porque no tenés poder”, ya que “la mayoría de los seres humanos” cree que “el poder es bueno cuando lo tengo yo, y es malo cuando lo tiene mi enemigo”.

Como un paria que el destino se empeñó en deshacer

En una escena de la película Los secretos de Harry (1997), el personaje de Woody Allen (Harry Block) explica su rechazo a las religiones (y al judaísmo en particular) en los términos siguientes: “Son clubes. Son excluyentes. Fomentan el concepto de «el otro»”. De ahí que no pocos judíos como Harry hagan todo lo que está a su alcance para no parecer too Jewish.

Lo que Harry no advierte es que el secreto de la cooperación humana se debe a la inclusión por exclusión. Nuestra psicología moral, sumada a las religiones y otras invenciones culturales (como, por ejemplo, las tribus y la agricultura, amén de los Estados), en unos pocos miles de años nos han permitido salir de los bosques y las sabanas para formar sociedades modernas. Como explica el psicólogo cognitivo Jonathan Haidt, “nuestro «altruismo parroquial» es parte de lo que nos hace grandes jugadores de equipo. Necesitamos grupos, amamos los grupos y desarrollamos nuestras virtudes en grupos, incluso aunque estos grupos necesariamente excluyen a los que no son miembros. Si usted destruye todos los grupos y disuelve toda estructura interna, usted destruye su capital moral”.

Theodor Herzl sostuvo algo bastante parecido cuando en su ensayo El Estado judío (1896) respondió a la objeción de que con la creación del Estado de Israel “nosotros, los judíos, no debemos aportar nuevas diferencias entre los seres humanos, ni erigir nuevas fronteras; es mejor hacer desaparecer las antiguas”: “quienes así piensan son simpáticos soñadores, pero el polvo de sus huesos ya va a ser soplado sin dejar huella cuando las ideas de la patria todavía van a florecer”. Dicho sea de paso, ante la preocupación acerca de que la creación del Estado de Israel pudiera hacer que los judíos reunidos en su propio Estado se quedaran sin enemigos, lo cual a su vez provocaría que “por la holgura se debilitaran y desaparecieran, de tal modo que el pueblo judío se hundiera”, Theodor Herzl replicaba de modo casi tranquilizador que “como toda otra nación, los judíos siempre tendrán suficientes enemigos”.

Como hemos visto, Traverso recurre frecuentemente a la idea de paria empleada por Arendt, según la cual un paria es un excluido que “redescubre la humanidad como categoría universal, que trasciende las leyes y las fronteras políticas” y que actúa movido por “el amor, la sensibilidad, la generosidad, el sentido de la fraternidad y de la solidaridad” y “la ausencia de prejuicios”. Es por eso que “los parias son desde siempre enemigos del poder, inconformistas, rebeldes, creativos, la viva encarnación del espíritu crítico”. Esta concepción del paria, agrega Traveso, “se inserta en una tradición que se remonta a los debates de la Revolución francesa, momento en que el concepto de paria ya se utilizaba como figura retórica que hacía referencia a diferentes categorías de excluidos en razón del género (las mujeres), la religión (los judíos) o la función social (la servidumbre)”.

Sin embargo, es precisamente por eso que en sus posteriores meditaciones sobre la revolución, Arendt prefiere el camino trazado por la Revolución estadounidense antes que el camino seguido por la Revolución francesa. Arendt era consciente de que para los jacobinos, como decía Collot d’Herbois: “Los derechos del hombre no están hechos para los contrarrevolucionarios, sino solamente para los sans-culottes”.

Aunque Traverso se lamenta de que “la identificación del antisionismo con el antisemitismo es el ardid que permite neutralizar automáticamente cualquier crítica a la política israelí” (al respecto véase mi nota “El antisionismo es peor que el antisemitismo“), a la vez él es consciente de que el conflicto palestino-israelí “ha generado asimismo una nueva judeofobia muy extendida en el mundo musulmán (y entre sus minorías en Europa), que a veces desemboca en actos de antisemitismo. La amplia difusión en lengua árabe de un clásico del antisemitismo como Los protocolos de los sabios de Sión es un síntoma elocuente de esta tendencia”.

Inmediatamente Traverso explica: “Incendiar una sinagoga es un acto antisemita que debe ser condenado y sancionado, pero no es inútil intentar entender las motivaciones que lo provocan, si se trata de combatirlo” (énfasis agregado). Haciendo referencia a ciertos crímenes ocurridos en Francia contra judíos en 2006 y en 2012, Traverso sostiene que la constatación de que se trata de actos cometidos por excluidos “no reduce en absoluto el alcance de los crímenes. Los hace aun más trágicos y exige una explicación, más allá del horror y de la condena”. Traverso agrega: “Reconocer que esta judeofobia surge de una revuelta legítima contra una opresión muy real no significa justificarla”.

De este modo, Traverso trata de evitar “una actitud bastante extendida que consiste en deshistorizar y descontextualizar el conflicto israelí-palestino”. De ahí que Traverso recurra a proposiciones del tipo “X pero Y”, en las que X expresa una fuerte reproche contra un acto, a la vez que Y inmediatamente a continuación explica dicho acto causalmente, lo cual termina disminuyendo la responsabilidad de los agentes: las causas que operan sobre el agente debilitan la posibilidad de que el agente actúe según razones morales –las mismas que nos llevan a condenar sus actos–.
Lo curioso es que Traverso jamás utiliza este tipo de proposiciones “X pero Y” en relación al sionismo, sino que supone que la opresión o dominación ocasionada según él por Israel se debe sencillamente al puro deseo de oprimir o dominar. No hay explicaciones de los actos israelíes, sino puros reproches. De hecho, Traverso cree que si bien la memoria del Holocausto se ha transformado en una verdadera “religión civil”, la misma se ha convertido en “un enorme dispositivo dedicado a proteger la memoria de una minoría que ya no está amenazada, en medio de la indiferencia colectiva hacia las formas de opresión realmente existentes en el presente”.

Lo curioso es que Traverso jamás utiliza este tipo de proposiciones “X pero Y” en relación al sionismo, sino que supone que la opresión ocasionada según él por Israel se debe sencillamente al puro deseo de oprimir.

Traverso asimismo sostiene que la creación de un Estado judío “comportó la aparición de un nuevo pueblo paria –los palestinos– desprovisto de reconocimiento político y de derechos”. Dado que los parias se caracterizan por su humanitarismo y “la ausencia de prejuicios”, es natural que Traverso trate de explicar por qué semejante agencia colombina termina recurriendo a la violencia. En cambio, como los actos sionistas no siguen a la humanidad, ni al amor, la sensibilidad, la generosidad, la fraternidad y la solidaridad, ni tampoco a factores culturales o sociales, a cierto contexto, sino a la dominación y la opresión, es por eso que Traverso no siente necesidad alguna de explicar la violencia de esta agencia serpentina. En otras palabras, la exigencia de historización y contextualización hecha por Traverso en relación al conflicto israelí-palestino es bastante selectiva.

También es bastante selectiva la apreciación de Traverso respecto a que según él en Israel “el binacionalismo aparece como la única opción racional”, a la vez que él mismo reconoce: “La colisión con el mundo árabe se hace más aguda a partir del momento en que, después de la bancarrota de todas las hipótesis laicas –del panarabismo al socialismo, pasando por el descrédito de la democracia liberal, identificada con la política imperial de Occidente–, los palestinos buscan una salida en el nacionalismo religioso, bajo la forma de islamismo” (énfasis agregado). Las formas laicas –como el binacionalismo– están destinadas a fracasar, y una de esas formas es exactamente lo que Traverso pide para Israel.

Por si alguien se pregunta si los actos de Hamás del año pasado hicieron cambiar de opinión a Traverso, la respuesta de este último en un libro que acaba de publicar (Gaza ante la historia) es la siguiente: “El 7 de octubre no es un estallido repentino de odio, tiene una larga genealogía. Es una tragedia metódicamente preparada por quienes hoy querrían vestirse de víctimas”.

¿Para qué sirven los judíos?

Gershom Scholem percibió que a diferencia de lo que ocurre con los otros pueblos o naciones, los judíos siempre tienen que justificar su existencia sirviendo algún propósito. El propio Traverso da un ejemplo de esta instrumentalización de los judíos. Los agentes que cometieron actos violentos contra judíos en Francia en los últimos años “hacen de los judíos el chivo expiatorio de su sufrimiento, transformándolos así en una figura metafórica contra la que convergen sentimientos (y resentimientos) múltiples” (énfasis agregado). Asimismo, Traverso dice que en la modernidad “el judío encarnó la abstracción del mundo moderno, dominado por fuerzas impersonales y anónimas. La sociedad de masas era percibida como un universo hostil conformado por las grandes ciudades, el mercado, las finanzas, la velocidad de las comunicaciones y de los intercambios, la producción mecánica, la prensa, el cosmopolitismo, el igualitarismo democrático, la cultura transformada en mercancía a través de la imprenta, la fotografía y el cine”. Huelga recordar que el judaísmo encarnó tanto al capitalismo como al socialismo.

Ahora bien, el “judaísmo crítico” con el que simpatiza Traverso también es un ejemplo de la falta de reconocimiento de la alteridad del judaísmo, ya que asume que los judíos tienen un propósito que cumplir sin el cual se volverían redundantes. Su sola alteridad, el hecho de que existan, de que sean diferentes, no es suficiente, sino que tienen que servir para algo. El problema entonces para el judaísmo crítico ya no es solamente el Estado judío o el sionismo, sino que el judaísmo en sí mismo es siempre un atavismo, un anacronismo, a menos que exista algún propósito que justifique su existencia.

El problema entonces para el judaísmo crítico ya no es solamente el Estado judío o el sionismo, sino que el judaísmo en sí mismo es siempre un anacronismo, a menos que exista algún propósito que justifique su existencia.

Por ejemplo, uno de los intelectuales que mejor encarna el “judaísmo crítico” según Traverso es Isaac Deutscher, el historiador trotskista. En las palabras de Deutscher, citadas por Traverso: “El herético judío que trasciende al judaísmo forma parte de una tradición judía. Se puede considerar al judío errante como el prototipo de los grandes revolucionarios del pensamiento moderno, como por ejemplo Spinoza, Heine, Marx, Rosa Luxemburgo, Trotski o Freud. Se les puede situar en una tradición judía. Todos ellos consideraban el judaísmo demasiado estrecho, demasiado arcaico, demasiado limitativo. Todos buscaron más allá del judaísmo sus ideales y objetivos, y representan la suma y la sustancia de los grandes logros del pensamiento moderno”. Cuando Deutscher se refiere a sí mismo, explica: “¿La religión? Yo soy ateo. ¿El nacionalismo judío? Yo soy internacionalista. Por lo tanto, no soy judío en ninguno de estos dos sentidos. Y sin embargo, soy judío, lo soy en razón de mi solidaridad incondicional con las gentes que fueron perseguidas y exterminadas” (énfasis agregado). De ahí que Deutscher se considerara a sí mismo como un “judío no judío” y que el diario Haaretz describiera a Edward Said como “el último intelectual judío”.

Algo parecido ocurre con Hannah Arendt. Según Traverso, ella “consideraba su judeidad como la fuente de su independencia de pensamiento (el Selbstdenken de Lessing), no como una forma de adhesión religiosa o comunitaria” (énfasis agregado). Si ser judío fuera pensar por uno mismo entonces no sólo habría muchos menos judíos, sino que ser judío –otra vez– no tendría nada de particular.

Lo mismo sucede con el énfasis en el universalismo o cosmopolitismo típico del “judaísmo crítico”: una vez que todo el mundo sea judío (porque todos somos universalistas o cosmopolitas), entonces nadie va a ser judío. Para que tenga sentido hablar de judaísmo, tiene que haber algo particular sobre los judíos. Por lo demás, la idea misma de humanidad se puede prestar a usos bastante peligrosos.

En sus memorias, el escritor israelí Amos Oz constata: “Cuando mi padre era un hombre joven en Vilna, cada pared en Europa decía: «judíos váyanse a casa en Palestina». Cincuenta años después, cuando él volvió a Europa de visita, todas las paredes gritaban: «judíos váyanse de Palestina»”. Si los judíos no se entienden como tales a sí mismos, van a servir siempre para ser los clientes ideales de una agencia de viajes.

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Andrés Rosler

Doctor en Derecho (Oxford). Profesor de Filosofía del Derecho (UBA). Investigador del CONICET. Su libro más reciente es 'Estado o revolución' (Katz).

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