JOSÉ GALLIANO
Domingo

Hagiografías peronistas

Aun cuando son íntimos y sinceros, como el reciente de Abal Medina, a los libros de memorias peronistas les cuesta admitir que Perón quizás, alguna vez, cometió un error.

Las hagiografía es un género literario mediante el cual se refiere a la vida de los santos. Es decir, narraciones sobre las virtudes sobrehumanas y excepcionales de ciertas personas que han sido santificadas. Por extensión, se habla de hagiografía para señalar cualquier texto biográfico que reduce los parámetros de objetividad y sólo resalta los aspectos positivos del retratado. Lo curioso del libro Conocer a Perón. Destierro y regreso (Planeta), de Juan Manuel Abal Medina, es que es una narración hagiográfica de los últimos años de la vida de Perón, pero al mismo tiempo presenta varios costados revisionistas. No en el sentido de la escuela histórica que propuso una revisión de la mirada liberal sobre la Argentina del siglo XIX desde una perspectiva nacionalista. La formación intelectual y política de Abal Medina abrevó en su adolescencia y primera juventud en la herencia nacionalista católica de esa tradición revisionista, pero me refiero a un revisionismo hacia el interior de los relatos clásicos sobre el devenir del peronismo (y de la figura de Perón) en la década del ’70. En esta tensión entre la hagiografía y la revisión se juega la lógica entera de este libro fascinante, que se lee con interés sin necesidad de ser peronista.

Abal Medina describe un Perón íntimo, humano, muy cercano, con dudas y debilidades, limitado a veces por la enfermedad y la vejez, decidiendo a veces desde el enojo o el capricho, errando en alguna oportunidad por un mal diagnóstico de la situación. Sin embargo, nunca deja de sentirse la adoración que tiene el autor por el personaje, elevado a una categoría de ser superior, alguien que está por encima de todos, que puede ver más y mejor que nadie. Perón es el gran arquitecto, alguien al que no se puede contradecir, el estratega genial, el genio conductor. Hay una suerte de desconexión entre esta mirada sobre Perón y los propios hechos narrados. No es que haya deshonestidad intelectual en Abal Medina; en todo caso hay una limitación –generada seguramente por la adoración incondicional que siente por su personaje– para admitir que Perón cometió errores importantes en esos años, errores que llevaron a alimentar una de las épocas más violentas de la historia política de la Argentina. El libro trasciende esa limitación, porque hay una sinceridad explícita en el relato que no esconde la tragedia ni el dolor de esos años violentos. No hay una nostalgia elegíaca, sino incluso un dejo de tristeza por una oportunidad histórica perdida, la convicción de que las cosas podrían y debían haber sido de otra forma, menos trágicas y más provechosas para el destino del país.

Hay una limitación –generada seguramente por la adoración incondicional que siente por su personaje– para admitir que Perón cometió errores importantes en esos años.

El centro del relato, lo que aglutina todo hacia adelante y hacia atrás, es el regreso de Perón en noviembre de 1972. El mayor orgullo de Abal Medina es evidentemente haber sido el principal ejecutor del plan para ese regreso de Perón al país luego de 17 años. Está orgulloso de que ese regreso haya ocurrido sin muertos, sin heridos, sin ningún acto de violencia que lo empañe. Él ya se sentía satrisfecho luego de eso e incluso le pidió a Perón dejar de ser el secretario del partido y volver a la actividad privada. Pero Perón le pidió que siguiera trabajando para él, que se ocupara del armado de las listas para las elecciones, que siguiera ejerciendo su rol de mediador entre las distintas vertientes ideológicas del peronismo.

Algo que está muy claro en el libro es la refutación de la figura de Abal Medina como un referente de la izquierda peronista, como alguien afín a Montoneros. Los que conocen de cerca la historia del peronismo saben desde siempre que esto no es así, que esta idea surge de un malentendido producido por su apellido, por tratarse del hermano de Fernando Abal Medina, uno de los fundadores de Montoneros, ejecutor del secuestro y asesinato de Aramburu, muerto en un enfrentamiento con la policía pocos meses después. Es evidente que a Perón le servía esta filiación para colocarlo en ese rol de moderador, porque su apellido lo blindaba frente a las eventuales críticas de la Tendencia, es decir el sector nucleado alrededor de las organizaciones armadas y la Juventud Peronista.

Pero Abal Medina tenía aceitados vínculos con varios sectores de poder que nada tenían que ver con la izquierda peronista. Su relación personal con varios referentes del sindicalismo tradicional (Rucci, Lorenzo Miguel, entre otros), con algunos políticos radicales e incluso con muchos militares, a los que había tratado en años anteriores a través de grupos católicos nacionalistas, lo convertía en una figura única y muy especial para el rol que le había encomendado Perón. Además era evidente que se trataba de un joven sin ambiciones políticas personales. Esto que el propio libro da a entender –la certeza de que Abal Medina no pretendía ni cargos ni beneficios personales– lo que está probado por otro lado en su trayectoria posterior, seguramente fue el otro factor que llevo a Perón a confiar tanto en él. El resultado de esa confianza es este retrato tan íntimo de Perón, ofrecido por un testigo privilegiado.

Asesinatos buenos y malos

Hay una noción aceptada, tanto por peronistas como por antiperonistas, acerca de la capacidad de Perón para mimetizarse con sus interlocutores. El discurso de Perón en todos esos años no sólo suele ser ambiguo y puede leerse en algunos casos como concesiones hacia el ala izquierdista y juvenil del movimiento y otras veces hacia la ortodoxia peronista, sino que muchas veces es directamente contradictorio. Abal Medina puede admitir que las opiniones y declaraciones de Perón se iban modulando en función de su estrategia de poder y a partir de los vaivenes políticos, pero está convencido de que Perón nunca engañó a nadie, de que siempre sostuvo lo mismo acerca de cuál debía ser el camino.

Para Abal Medina, si alguna vez habló de formaciones especiales, tiene que entenderse exactamente como eso, como una instancia excepcional en la lucha y no como algo que podía persistir; si habló de socialismo nacional, siempre estuvo claro que para Perón eso era el justicialismo y no otra cosa; si luego exigió represión y promovió leyes contra las acciones extremistas, fue porque la guerrilla se había desbocado y no aceptaba su liderazgo democrático. Son todas lecturas posibles, pero lo que Abal Medina no puede reconocer es que el poder y el aval que les dio a las organizaciones armadas terminó siendo luego uno de los orígenes de los años trágicos que sobrevinieron. Y que los caminos que luego fomentó para enfrentar ese poder destructivo, que él mismo había alimentado, fueron los que originaron la represión ilegal y el antecedente del terrorismo de estado. Sin ser peronista, yo reconozco en el Perón que llega en 1972 una verdadera vocación de pacificar el país, basada más en una confianza en su propia condición de líder indiscutible que en la realidad que vivía el país. Pero eso no lo elude de las responsabilidades en la violencia política de esos años.

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Los asesinatos de Aramburu y Rucci ocupan un espacio importante en el libro, de acuerdo a la importancia que tuvieron en la historia de esos años. Se trata de dos asesinatos ejecutados por Montoneros, más allá de que el primero fue largamente reivindicado y el segundo ha sido negado muchas veces por sus responsables. A lo largo de todo el libro, Abal Medina mantiene cierta ambigüedad respecto a Montoneros. En algun momento sostiene la idea de que, de no haber muerto su hermano, la historia podría haber sido distinta. Tal vez por eso es muy enfático en encontrar justificaciones al asesinato de Aramburu y, en cambio, su repudio al cometido contra Rucci es total y definitivo. Entiende que en el caso de Aramburu se trataba de eliminar al enemigo fundamental del peronismo, el que derrocó a Perón, el que robó el cuerpo de Evita, el que fusiló y asesinó a militantes peronistas. Lo ve como una acción política que funcionó como una bisagra entre dos épocas: el fin de la resistencia peronista y el comienzo de la ofensiva. Así es como lo vio el propio Perón, que nunca disimuló su apoyo al secuestro y asesinato.

Es muy enfático en encontrar justificaciones al asesinato de Aramburu y, en cambio, su repudio al cometido contra Rucci es total y definitivo.

El libro da a entender que para Perón no se trataba solamente de una venganza política, sino de una movida estratégica. Perón se había dado cuenta de que para los jóvenes nacidos en los ’50, sobre todo para la clase media, Aramburu no era ya un tema relevante. El peronismo, posiblemente, tampoco lo era. Para esa juventud universitaria, el foco estaba más puesto en el Mayo francés, la Revolución cubana, Vietnam y el Che Guevara. Las movilizaciones contra la dictadura de Onganía tenían un sesgo de izquierda, muchas veces ajeno a todo lo que oliera a peronismo. El Cordobazo no fue un levantamiento peronista; la universidad no era peronista; el propio movimiento obrero ya no era exclusivamente peronista. El asesinato de Aramburu le dio una legitimidad peronista a la lucha contra Onganía y puso el foco en el objetivo del retorno de Perón al país.Y contribuyó a una peronización de la juventud militante.

Abal Medina, sin embargo, no narra con épica la muerte de Aramburu. Por un lado, como cristiano, le cuesta aceptarla, más allá de la justificación política. Por otra parte, sabe que ese crimen fue el que terminó ocasionando la muerte de su hermano tan querido. Las escenas que suceden al asesinato de Aramburu son tal vez las más poderosas del libro. Recibe una llamada anómina y lo pasan a buscar en un auto. Dan varias vueltas y luego sube Fernando, a quien Juan Manuel no veía desde hacía varios días. Le pregunta en qué anda. Fernando le dice que está bien, que todo está asegurado, que en unos dias todo se iba a “normalizar”. Entonces Juan Manuel le pregunta si habían sido ellos. Fernando le responde: “Sí, claro.” Juan Manuel lo ve inquieto, como si a pesar de querer transmitir seguridad, estuviera escondiendo algo. Finalmente le dice: “Matar es terrible”. Se abrazan y luego Juan Manuel se baja del auto. Fue la última vez que lo vio.

Luego narra un encuentro con Norma Arrostito, pareja de Fernando, que también había participado del secuestro. Ella le cuenta que Fernando sintió culpa por haber matado, que rezaba de rodillas en el piso para pedir perdón a Dios. Son escenas terribles y no hay razón para desconfiar de su veracidad. La mística guerrillera de esos años se alimentaba de un condimento religioso innegable. Pero hay algo que me hace un poco de ruido. Abal Medina no lo explicita en el libro, pero parece haber en esta insistencia en el arrepentimiento y la culpa una forma de exculpación. El perdón no sólo estaría aliviando el asesinato, sino que también lo colocaría en una instancia religiosa por fuera de una interpretación criminal. De esta manera, el asesinato de Aramburu queda reivindicado como un acto de justicia política pero también como un sacrificio religioso.

En ese sentido, resulta llamativa la diferencia con su visión acerca del asesinato de Rucci. Es un crimen que nadie reivindica, ni siquiera los propios Montoneros que aceptan su responsabilidad. Hay un consenso casi absoluto de que se trató de un grave error político. Es cierto que se trata, a pesar de la cercanía en el tiempo (uno en 1970 y otro en 1973), de dos contextos políticos muy distintos. En un caso, hay un peronismo proscripto y un gobierno de facto en el poder; en el otro, hay un presidente que acaba de ser elegido por la gran mayoría del pueblo y que está a punto de asumir. En un caso se trata de la acción más secretamente deseada por casi todos los peronistas; en el otro de la muerte de uno de los dirigentes más queridos por Perón y parte fundamental de su proyecto de poder. Pero todos estos elementos no invalidan el hecho de que se trata de la supresión violenta de dos vidas por motivos políticos, que en lo esencial se trata de dos asesinatos igualmente injustificables. Abal Medina, como casi cualquier peronista, no puede ver esta equivalencia.

El mito de la “primavera camporista”

Decía al principio que el libro revisa algunos lugares comunes referidos al peronismo de aquellos años. Eso se manifiesta sobre todo en su punto de vista sobre la presidencia de Héctor Cámpora. No emite un juicio personal contrario a la figura, pero sí hay una clara crítica política. Siempre sentí una suerte de hueco en la historia en relación al rol de Cámpora. El eslógan que lo llevó a la presidencia parecía transparente: “Cámpora al gobierno, Perón al poder”. Pero al mismo tiempo es eviedente que no era tan claro para muchos. Hoy nos parece obvio cuál era el plan de Perón, pero la verdad es que no hay testimonios explícitos de Perón, ni privados ni públicos, que avalen ese objetivo. Parece parte de la ya citada ambigüedad de Perón, de su cualidad para sonar tajante y al mismo tiempo oscuro.

Sin embargo, Abal Medina ofrece otra versión de los hechos. Sostiene que Perón no quiso revelar que el objetivo final era el de ser el presidente del país, porque eso podría haber provocado la anulación de las elecciones en la que se presentaba Cámpora, ya que la intención de Lanusse era evitar que Perón volviera al poder. Luego, cuando Cámpora asumió, Perón siguió sin demostrar explícitamente sus aspiraciones, tal vez para no debilitar al presidente en ejercicio. Pero tampoco Cámpora parecía sugerir que fuera a dar un paso al costado. En este sentido, Abal Medina cree que Cámpora se equivocó. Reconoce su lealtad hacia Perón, pero cree que debió haber anunciado el llamado a nuevas elecciones, con Perón de candidato, el mismo día en que asumió como presidente.

Abal Medina sostiene que no existió la llamada “primavera camporista” y que la liberación indiscriminada de presos políticos fue un error gravísimo.

De alguna manera, el libro puede leerse como una respuesta al de Miguel Bonasso, El presidente que no fue. Bonasso plantea la tesis de que Perón traicionó a la juventud que le había permitido regresar al país y había terminado con la dictadura, que el gobierno de Cámpora fue un oasis democrático y liberador que duró demasiado poco porque Perón terminó privilegiando a los sectores de la derecha peronista más reaccionaria. Abal Medina, en cambio, sostiene que no existió la llamada “primavera camporista”, que la liberación indiscriminada de presos políticos fue un error gravísimo y que hubo responsabilidad de Cámpora al avalar la continuidad de las acciones de la guerrilla ya en un contexto democrático. Abal Medina ve en Cámpora una falla política, una cosa de político viejo de querer congraciarse con el fervor de los manifestantes. De pronto, militantes muy jóvenes, que se consideraban a sí mismos peronistas orgánicos pero que tenían una historia muy breve dentro del movimiento, sintieron que estaban habilitados para discutirle la conducción a Perón.

Dentro del peronismo existen dos visiones opuestas cristalizadas sobre los ’70. Una sostiene la idea de que la juventud encarnaba lo mejor de la tradición peronista, pero que Perón no supo comprenderla porque estaba viejo y sometido por un entorno que lo volcó hacia la derecha. La otra considera que Perón necesitó en su momento a la juventud radicalizada para su proyecto político, pero que ellos no entendieron luego el nuevo contexto que implicaba el retrorno de Perón. Abal Medina parece suscribir esta última, aunque lo hace con matices y desde un lugar muy particular, porque no acepta ni siquiera la idea de que Perón haya usado a la juventud, sino que la consideró siempre parte fundamental del armado político que había ideado para su regreso, que nunca les escondió nada, que siempre fue muy claro con ellos.

En una entrevista reciente, Abal Medina dijo que lo que más lamenta es que a Perón y al legado del peronismo se los use desde diversos sectores, pero que casi todos parecen haber olvidado su doctrina, que se basa principalmente en gobernar para el bienestar de los trabajadores. Es curioso, porque en el libro predomina más el relato de las estrategias de poder, las intrigas palaciegas, las traiciones y lealtades, pero poco hay de verdadera discusión ideológica en cuanto a políticas concretas para beneficio del pueblo. Es muy insistente en remarcar el rol fundamental que Perón les asignaba a Rucci y Rodolfo Galimberti para sostener un equilibrio de poder en el peronismo, pero también es muy claro que ese rol era producto de un cariño personal que el líder sentía por los dos. Los quería como si fueran sus hijos. A ambos les decía “m’hijo”. Eran las únicas personas que se permitían hacerle bromas a Perón, los únicos que podían llegar tarde a una cita con él sin provocar su enojo. Estas anécdotas me parecen muy reveladoras del carácter emocional, casi apolítico, que siempre caracterizó al peronismo, un carácter que es al mismo tiempo reivindicado por muchos peronistas como una cualidad superior y criticado por los antiperonistas por contrario al bien común.

Abal Medina sugiere más de una vez que su devoción y lealtad a Perón le impedían desobedecer cualquier pedido que recibiera de su parte. Estuvo más de una vez decidido a retirarse de la política, pero siguió siempre por pedido de su líder. No es que no haya habido rebeliones contra Perón en esos años. Las hubo y tuvieron resultados trágicos. Pero lo que es evidente es que era un tipo de liderazgo que exigía una lealtad casi sumisa, de aceptación ciega. Los que se oponían o discutían el liderazgo pasaban a ser enemigos. De hecho, en el interior del funcionamiento de Montoneros se replicaba esa misma lógica. Así como la organización se propuso disputarle el liderazgo a Perón y eso provocó un enfrentamiento dramático, los militantes que se atrevían a discutir la conducción de Montoneros pasaban a considerarse traidores a la causa revolucionaria.

Tal vez el peor legado del peronismo, más aún que los resabios nacionalistas y su concepción del Estado como algo no claramente separado del partido, sea esa lógica de poder y conducción, en la que se incluye una sobrevaloración de la importancia de la estrategia que hace perder de vista los objetivos. Las acciones políticas en la Argentina se desarrollan demasiado en función de las tramas de poder en juego y muy poco en relación a los resultados que pueden obtenerse para el bien de la sociedad en conjunto. El Perón de los últimos años, el que retrata Abal Medina con gran pulso narrativo y una admiración sincera y descarnada, muestra a un hombre inteligente y a su manera sabio, con una sincera vocación por pacificar un país que está entrando en una lógica de violencia, pero también incapaz de abandonar una lógica de poder que era la que lo había llevado a ser el político más amado por el pueblo pero que al mismo tiempo había determinado la degradación en los vínculos democráticos entre los argentinos.

 

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Juan Villegas

Director de cine y crítico. Forma parte del consejo de dirección de Revista de Cine. Publicó tres libros: Humor y melancolía, sobre Peter Bogdanovich (junto a Hernán Schell), Una estética del pudor, sobre Raúl Berón, y Diario de la grieta.

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