El sorprendente triunfo de Raúl Alfonsín en las elecciones del 30 de octubre de 1983 encontró a Juan Carlos Torre, sociólogo argentino nacido en Bahía Blanca en 1940, apenas de paso por la Argentina mientras decidía las acciones a seguir en su promisoria vida académica, no mucho después de completado su doctorado en París. De un comentario casual a su amigo Adolfo Canitrot sobre su entusiasmo por las perspectivas que se abrían para el país y su disposición a colaborar con lo que hiciera falta con el nuevo gobierno surgió a los pocos días una invitación para él sorprendente: la de incorporarse al equipo técnico de Juan Vital Sourrouille, quien se haría cargo de la Secretaría de Planificación del Ministerio de Economía.
En esa posición, como activo participante y observador privilegiado de la gestión de la economía, con el ministerio a cargo inicialmente de Bernardo Grinspun y, apenas un año más tarde, del propio Sourrouille, Torre tuvo la idea de llevar un registro de las principales actividades del equipo del cual formaba parte en el famoso quinto piso del Palacio de Hacienda, así como también sus opiniones y sus análisis acerca de la gestión que llevaban adelante. A partir de este material grabado en cassettes (en algunos casos, con los testimonios directos de otros miembros del equipo económico) y de sus anotaciones escritas es que se construye este fascinante Diario de una temporada en el quinto piso, publicado a principios de este mes.
El autor es consciente de que la nueva democracia argentina será necesariamente frágil y condicionada por factores muy poderosos.
Desde el comienzo mismo del libro llama la atención el carácter preciso y lúcido del análisis de la coyuntura argentina. En algunas cartas anteriores al inicio de su actividad como funcionario, Torre muestra una actitud muy cautelosa y desconfiada ante los vertiginosos acontecimientos que se suceden a partir de 1982: el inicio de la guerra de Malvinas, la derrota y posterior desintegración del gobierno militar y la campaña que culmina con la primera derrota del peronismo en elecciones libres. El respeto e incluso la admiración que le infunden la figura de Alfonsín no hacen sin embargo que Torre modifique su postura principal: la de un pesimista esperanzado. Desde antes incluso de recibir el ofrecimiento de incorporarse al gobierno el autor es consciente de que la nueva democracia argentina será necesariamente frágil y condicionada por factores muy poderosos. Su ansiedad lo lleva a desear incluso un pronto resurgir de la actividad guerrillera, del golpismo de los militares o de un arrebatado accionar de los sindicatos para poder testear el verdadero grado de apoyo de la sociedad argentina a la institucionalidad, en un momento en el que la euforia por la etapa que se inauguraba parecía dominarlo y cubrirlo todo. Como bien sabemos ahora, todo aquello que Torre esperaba para los primeros meses de 1984 se fue haciendo realidad, si bien a un ritmo bastante más lento de lo previsto.
Desde luego que a Torre le sobraban los motivos para la cautela y el pesimismo: puestos en perspectiva, los desafíos que debió sortear la administración radical eran casi aterradores. La herencia trágica que dejaba tras de sí la dictadura militar no sólo se contaba en miles de desaparecidos y todo tipo de delitos de lesa humanidad, sino también en el trauma de la guerra perdida y en un pavoroso desquicio económico. Años de inflación desbocada, un déficit fiscal que superaba el 10 % del PBI y una abultada deuda externa que imponía para los años por venir compromisos por miles de millones de dólares configuraban el dramático panorama inicial. A eso se sumaba un Estado de tamaño elefantiásico y desfinanciado, resultado directo de las políticas de los 40 años anteriores, que incluía no sólo la administración y gestión de sus funciones más básicas, sino que llegaba al despropósito de controlar medios de comunicación audiovisual, de transporte y una larga lista de empresas petroleras, siderúrgicas y papeleras, entre otras.
La oposición peronista
El siguiente desafío que anticipaba Torre era, por supuesto, la oposición peronista. Sumido en el novedoso trauma de la derrota electoral y con una larga lista de pases de facturas internos por delante, el peronismo debía ante todo probar que era capaz de abandonar sus pretensiones hegemónicas y mostrar su verdadera vocación democrática, transformándose en un partido como cualquier otro, más allá del amplio apoyo popular con el que seguía contando. En cualquier caso, los temores de Torre se enfocaban principalmente en los desafíos que habría de plantear el sindicalismo peronista, que en un primer momento debió defenderse de los embates reformistas de la frustrada Ley Mucci. Superado este crucial desafío y asegurados sus privilegios, lo único que se podía esperar de allí en más era una contraofensiva de desgaste del gobierno en beneficio del conjunto del peronismo en vías de renovación. Eso fue exactamente lo que sucedió.
Los temores y las prevenciones de Torre frente al accionar del peronismo, a cuyo brazo sindical le dedicó buena parte de su obra anterior y posterior a sus años en el ministerio, tienen alcance y proyección en los largos años por venir: los encontramos en los manejos institucionales del menemismo, en la caída del gobierno de Fernando De la Rúa, en la trampa electoral de 2003 que posibilitó la impensada llegada del kirchnerismo al poder y en sus desbocadas pretensiones hegemónicas desde entonces. El nocivo lugar común según el cual el peronismo debe ser sinónimo de sistema político ha resultado notablemente persistente incluso entre quienes no se reconocen a sí mismos como peronistas.
Torre no reserva su agudeza para los extraños: también tiene unas cuantas cosas que decir de los propios.
Pero Torre no reserva su agudeza para los extraños: también tiene unas cuantas cosas que decir de los propios. A las pocas semanas de trabajo en su nuevo cargo ya tiene una visión muy crítica del partido radical, de sus principales figuras y de su estilo de gestión. Comprende que la UCR es un partido obsoleto, casi anquilosado, que se topó con la oportunidad de ocupar nuevamente espacios de poder sólo por obra y gracia de la arrolladora personalidad de Alfonsín. Puestos a gobernar en circunstancias tan adversas como las ya descriptas, el carisma del presidente no resuelve mágicamente los problemas y Torre pronostica ya desde el comienzo que las probabilidades de éxito son muy bajas. Advierte una suerte de fractura generacional en el radicalismo: de un lado quedaron las figuras históricas del partido, en general asociadas al gobierno de Arturo Illia, a quienes percibe de mentalidad anticuada y escasamente preparados para la gestión; del otro, las jóvenes figuras emergentes de la Junta Coordinadora Nacional, con mucho empuje y ambición pero igualmente ideologizados y sin comprender la verdadera naturaleza del desafío al que se enfrentan.
En el medio de esa grieta, sin otro sustento político que el aprecio personal de Alfonsín, Torre ubica a la selección de cuarentones doctorados en el exterior capitaneada por Sourrouille que él mismo integra y que cuenta además con su amigo Adolfo Canitrot, José Luis Machinea y Mario Brodersohn como figuras principales. La posibilidad de resolver el galimatías imposible de la economía argentina y de posibilitar la transición hacia algo más parecido a una socialdemocracia moderna del tipo europeo, capitalista y promercado, dependerá entonces de ellos y del respaldo que pueda darles Alfonsín, quien, pese a los tironeos a los que se ve sometido y de sus propias –y a veces desconcertantes– oscilaciones, parece compartir con ellos ese objetivo de máxima. Serán entonces ellos y sólo ellos contra el mundo.
Rodeados por la conspiración
Todo este panorama inicial del libro nos prepara para lo que seguirá a continuación hasta la última de sus poco más de 500 páginas, que el lector perspicaz ya empieza a sospechar: el diario del quinto piso es ni más ni menos que una crónica de una interminable sucesión de pequeñas frustraciones que se van sucediendo, acumulando y agravando hasta llegar al inevitable final. En el repaso del día a día de la actividad de los despachos del ministerio, en los quinchos de Olivos, en las oficinas de la CGT o en las reuniones con el staff técnico del FMI, lo que leemos una y otra vez es la imposibilidad del equipo económico de cubrir todos los frentes y todos los agentes propios y ajenos que conspiran de un modo u otro contra el éxito de la tarea.
Al relato tampoco le falta autocrítica. Incluso cuando los éxitos iniciales del Plan Austral parecen encarrilar la situación y le permiten al radicalismo ganar las elecciones legislativas de 1985, en el equipo de Sourrouille todos parecen compartir en mayor o menor grado la certeza de que todo el esfuerzo que llevan adelante no alcanza, que sólo llegan a apagar los incendios a medida que se van suscitando, que no cuentan con la posibilidad de desarrollar un programa de largo plazo: no sólo porque las urgencias del corto no se los permite, sino porque, en definitiva, no lo tienen. A pesar de todas sus prevenciones y de que saben perfectamente que la estabilización heterodoxa no tiene destino sin su contraparte de ajuste ortodoxo, parece empezar a ganarlos una cierta sensación de autocomplacencia y de conformidad con lo logrado, un rasgo común a toda la administración radical. Por supuesto, los éxitos son parciales y efímeros, y a los pocos meses la rutina de la lucha contra los reclamos sectoriales, la puja distributiva como resultado del fuerte corporativismo de la vida pública argentina y las eternas y desgastantes negociaciones con el FMI vuelven a empantanar el destino de un gobierno para el que evidentemente Alfonsín no estaba preparado: él se veía a sí mismo como el refundador de la democracia argentina y de golpe se encontraba entrampado en sus propias promesas de campaña. El de un simple gestor de la transición, de la crisis y de la escasez era un rol que le resultaba intolerable.
El de un simple gestor de la transición, de la crisis y de la escasez era un rol que a Alfonsín le resultaba intolerable.
El relato avanza hacia su final inevitable y en el diario quedan registrados también los principales eventos políticos que provocaron verdaderas conmociones en aquellos años: la resolución del diferendo con Chile, la labor de la CONADEP y los juicios a las Juntas, las negociaciones y conflictos con el sindicalismo, las sublevaciones de los militares carapintadas, la toma del regimiento de La Tablada por militantes del MTP; todos estos acontecimientos se perciben y analizan con la óptica particular del quinto piso de Economía en tanto que resultan hechos que de un modo u otro terminan condicionando las posibilidades de la gestión.
La lectura del Diario de una temporada en el quinto piso resulta en definitiva tan interesante como perturbadora. La crónica y el análisis desde adentro de la gestión alfonsinista ayudan a una comprensión cabal de sus importantes logros y de sus estruendosos fracasos, una tarea especialmente relevante toda vez que en los últimos años ciertos sectores del kirchnerismo decidieron apropiarse de la figura de Alfonsín en provecho de su propio proyecto con distorsiones de la verdad histórica que, en ciertos casos, rozan lo delirante. También puede resultar verdaderamente aleccionador para quienes suelen recostarse en cómodos planteos ideológicos que no tienen en cuenta en lo más mínimo la magnitud de la tarea que supone gestionar la política de un país y su enmarañado aparato estatal. El voluntarismo, sea del signo que fuere, es antes que nada un rasgo evidente de pereza intelectual.
DIARIO DE UNA TEMPORADA EN EL QUINTO PISO
Episodios de política económica en los años de Alfonsín
Juan Carlos Torre
Edhasa, 2021.
544 páginas, $1985.
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