Pero ¿es el país propio, el territorio, lo único en que se funda,
además de en la sangre, la comunidad del pueblo? ¿Es que los
pueblos no llevan con ellos, sean cuales sean los cielos bajo los
que se acojan lejos sus hijos, una señal más viva de pertenencia:
la lengua propia? Parece que el lenguaje de los pueblos del mundo
no está atado a nada muerto y exterior; vive a una con el hombre,
con todo el hombre; a una con la unidad de su vida corporal y
espiritual, que es indisoluble en tanto el hombre vive.
–Franz Rosenzweig, La estrella de la redención
Creo en la paz, una paz cimentada en la guerra,
la fuerza y la injusticia, como toda paz.
–Marina Mariasch, El libro de los elogios
El anhelo de la paz es falso. No en el sentido de un deseo individual o colectivo de buscar la unión o la solidaridad de una sociedad, pero sí como objetivo político, ideológico o religioso. No hay nada en la condición humana que lleve indefectiblemente a la paz sin que medie un contrato.
Distintas corrientes de la teoría política se ocuparon de este tema. Los contractualistas de los siglos XVII y XVIII y los neocontractualistas del siglo XX plantearon, cada uno a su modo, que las discusiones respecto de los consensos o los disensos se apoyan en un lenguaje común. No hay modo de diálogo posible si no hay una base común o un fin compartido al que se aspire, por más de que allí también haya desacuerdos o se contemple, incluso, la implementación de un Leviatán.
Jürgen Habermas llamó “acción comunicativa” a ese suelo de mutua inteligibilidad. Se trata de la posibilidad de una racionalidad universal, de un lenguaje por fuera de los contextos específicos, que permita, ya sí ubicados en la historia, plantear acuerdos y desacuerdos a partir del diálogo y la disuasión. Pero a veces los lenguajes comunes no son posibles; cuando el suelo se quiebra, no hay lugar para el diálogo. Es entonces que aparece la guerra.
Y el concepto de suelo común es especialmente oportuno, porque muchos de los argumentos sobre la guerra entre Israel y Hamás se fundan en ideas como territorio, usurpación e invasión. Hablo de guerra porque creo, ya que me metí con el tema del lenguaje, que es conveniente usar los términos adecuados. Aunque nos pese (o no) y aunque mueran civiles (sé que suena cruento), estamos ante una guerra.
¿De qué lado estás?
Desde el último atentado terrorista de Hamás contra Israel, el conflicto despertó en mí muchas inquietudes. No voy a detenerme en el brote antisemita porque eso no va a cambiar. Aunque el tema tiene muchas aristas que me exceden, algunas de las preguntas que me hago y que les hice a los demás tienen o deberían tener respuestas simples. Sin embargo, en muchos casos no obtuve esas respuestas.
La primera pregunta es: ¿de qué lado estás? La mayoría de las respuestas han sido variaciones del “es muy complejo”. Para mí es bastante simple. Que dar una respuesta, dar a conocer la propia opinión públicamente, pueda tener un costo elevado no tiene nada que ver con la simpleza o la complejidad del problema. Dicho de otro modo, uno puede evaluar qué costos correr y cuáles no, pero eso no hace que una determinada posición sea más o menos verdadera.
También hice otro tipo de preguntas, como: ¿qué es para vos el Estado de Israel? ¿Qué es para vos el sionismo? ¿Estás en contra? A esta última pregunta mucha gente me respondió que sí. Y decidí hacer la pregunta más simple de todas: ¿por qué?
Israel, constituido hoy como uno de los Estados más fuertes del mundo desde el punto de vista militar, adopta una actitud defensiva acorde a su capacidad.
Las respuestas contuvieron conceptos como “derecha yanqui”, “genocidio”, “apartheid”, “derecha yanqui” (de nuevo), “campo de concentración”, “derecha yanqui” (otra vez) y –la mejor de todas– “un Estado puesto de prepo”. Sobre esta última me voy a detener más adelante, pero lo que por lo pronto se me representó con estas respuestas es que lo evidente es a veces muy simple y si se lo vuelve más complejo es para esconder otras cuestiones. Como los prejuicios.
Más allá de que en la actualidad, e incluso desde 1993 con los acuerdos de Oslo, se intente negociar la paz entre ambos pueblos, lo cierto es que existe una imposibilidad latente; Hamás, una fracción terrorista pero que es gobierno desde 2007 en Gaza, busca el exterminio del Estado de Israel. Israel, constituido hoy como uno de los Estados más fuertes del mundo desde el punto de vista militar, adopta una actitud defensiva acorde a su capacidad.
Por supuesto que nada de esto es fortuito. Las posiciones de ambos en esta escalada bélica que los enfrenta se remontan a una larga historia, y en particular a 1948, cuando Israel declaró su independencia. El país obtuvo su territorio como producto de distintos triunfos en guerras que fueron declaradas por otros países, como Egipto, Jordania, Irak, Siria, Líbano, Arabia Saudita y Yemen.
En su libro Téngase presente, Carlos Maslatón destaca la Guerra de los Seis Días como la mayor victoria política y militar del Estado Israel y del pueblo judío en general:
Un Israel que había logrado su independencia de Inglaterra en 1948, apenas 19 años antes en batalla anticolonial impresionante, y que intenta ser destruido desde el inicio por todos los países árabes en conjunto y gana, es atacado otra vez en 1967 y responde con un jaque mate directo que cambia el mapa y la geopolítica de Medio Oriente de un plumazo.
Subrayo: “Israel cambia el mapa”. En todo caso, lo cambia ganando guerras que todos los contendientes aceptaron como tales. Y el mapa que hoy circula por las redes con los epítetos de “invasores” y “usurpadores de territorio” está basado precisamente en los resultados de esos conflictos bélicos concretos.
Para los ojos del liberalismo, Israel es una panacea de diversidad. Contra lo que muchos piensan, Israel es un estado laico en el que conviven distintas religiones y culturas, dentro de las cuales está el judaísmo. Para la izquierda, en cambio, es un estado que somete al pueblo palestino, que es socio del demonio mundial, los Estados Unidos, y que fue impuesto tras decisiones de Gran Bretaña y las Naciones Unidas. Facundo Milman me hizo notar que el apoyo de la Unión Soviética para crear el Estado de Israel pone en evidencia que el bloque comunista veía un avance de sus intereses en esa fundación. Paradójicamente, el bloque capitalista consideraba lo mismo pero respecto de sus propios objetivos. La historia nos muestra quién hizo la lectura más acertada.
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Para los ojos del liberalismo, Hamás es un grupo terrorista, antisemita y salvaje. Tiene menos poderío militar que Israel, pero más ambición de destrucción, y el pueblo de Gaza vive bajo el autoritarismo de Hamás. Para la izquierda, Hamás es un emergente del sometimiento israelí y el pueblo palestino un prisionero de ese entramado, o de ese “campo de concentración”, como muchos han dicho.
El Estado como artificio
El Estado de Israel es un artificio como lo es, y lo fueron, todos los Estados modernos de, si mis cálculos y mis conocimientos no me fallan, todos los países del mundo. Me detengo en esto: “Un Estado puesto de prepo”. En la construcción de todos los Estados ha corrido sangre y ha habido guerras, victorias, desplazamientos y territorios ganados. Si eso es justo o no, si eso es ético o no lo es, es otra discusión. Pero ha sucedido, incluso en la Argentina. ¿Por qué se habla del Estado “genocida” de Israel y no del Estado “genocida” de la Argentina para referirse a la construcción de la nación? Repito: aunque sea injusto, si la historia nos ha mostrado algo es que de cortarles la cabeza a los tiranos y otras carnicerías parecidas han surgido los Estados.
En la construcción del Estado también se construye una idea de nación. Una nación no es nada menos que un lenguaje común. Un suelo, no necesariamente geográfico, en el que el disenso y el consenso son posibles porque hay un horizonte compartido. En ese concepto, también entra el de “patria sionista”. ¿Qué es acaso una patria si no un sueño en común? “El sueño de volver a Israel y construir a partir de las ruinas, como lo hemos hecho en todo momento histórico”, me dijo también Facundo Milman.
En un artículo reciente, Diego Papic lo dice llanamente: “El Estado de Israel nació precisamente después del genocidio judío no sólo para acoger a los cientos de miles de sobrevivientes sino también para protegerlos, para que el genocidio no se repita. […] Con un Estado propio, eso no hubiera pasado”.
En la guerra hay muertos, sangre, dolor, imposición e injusticia. Por eso el anhelo de la paz es falso, porque muchas veces la paz se construye con la guerra.
¿Conviene plantear este conflicto como una guerra moderna entre Oriente y Occidente? Quizás sea un poco más rebuscado que eso, pero de lo que sí estoy segura es que lo que se intenta imponer es un lenguaje. Y quizá Israel en eso tenga las de ganar. Israel habla el lenguaje de la democracia liberal y el apoyo al Estado de Israel por parte de la mayoría de los países liberales se ha visto ahora más claro que nunca. No hablo de la prensa, ni de los movimientos sociales, ni de los distintos partidos políticos en las distintas regiones. Hablo de los Estados nacionales.
No siempre los fines coinciden con los medios. La política muestra esto de manera más o menos evidente. Por ejemplo, si uno busca una democracia liberal a veces el medio no es la democracia liberal. Y si no le pueden preguntar a los jacobinos, que de eso conocen bastante, o a todos los Estados que construyeron sus naciones sobre pilas y pilas de muertos.
Lograr un lenguaje común a veces es producto de la guerra. En la guerra hay muertos, sangre, dolor, imposición e injusticia. Por eso el anhelo de la paz es falso, porque muchas veces la paz se construye con la guerra.
Esto es algo que los concursos de belleza, en los que indefectiblemente se pide por “la paz mundial”, no han asimilado. Con los brindis navideños pasa lo mismo. Por suerte.
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